Pensé que se habría ido a la costa y que estaría en casa de los Moraldo. A pesar de lo avanzado de la hora, pedí una conferencia. Me contestó la voz de Victoria, espesa y adormilada:
– ¿Qué te ocurre?
– ¿Está ahí Serena?
Victoria, a aquellas horas, siempre andaba confusa.
– Serena tenía que venir contigo…
– Lo sé; pero las cosas se torcieron y ahora ha desaparecido.
– Me alegro.
– ¿Qué dices?
– Que ya va siendo el momento de que Serena ponga las cosas en su punto.
– No sé de qué estás hablando. Lo que yo quiero es encontrarla.
– Pues tú verás dónde la buscas.
Escuché un bostezo prolongado. Luego su voz irritada:
– Otra vez procura llamar a una hora más oportuna. Estaba en el mejor de los sueños.
Y colgó.
Aturdido y desorientado, salí otra vez a la calle. No podía imaginar dónde se había metido Serena. Los cines habían terminado y en la ciudad apenas quedaban amigos para salir con ellos. En el paseo de Colón escaseaba el tránsito. Algún coche cruzaba veloz la avenida, algún borracho zigzagueaba por la acera, y el mar se veía seco, quieto, sin brisa. Todo parecía asumir el bostezo de Victoria. Me dirigí a mi casa. Me sentía cansado. Me acosté con la desazón que provocan siempre las incógnitas.
A las diez de la mañana me despertó el teléfono:
– ¿Qué tal tus famosos americanos?
La voz de Serena se oía lejana, casi inasequible.
– ¿Desde dónde me llamas?
– Estoy en Cadaqués.
Era lo último que esperaba oír.
– ¿Y qué cuernos fabricas en Cadaqués?
– En Barcelona me aburría. Recibí una invitación y aquí estoy.
– ¿Quién te ha invitado?
– Adivínalo.
– Te exijo que me lo digas.
Escuché una carcajada.
– Todavía no, Carlos; todavía no tienes derecho a ser exigente.
Cambié de tono:
– Entonces, te lo ruego.
– Eso me gusta más; estoy en casa de los Rampardal. Me ha traído Sobri-Sobra. Te lo explicaré cuando te vea.
Su voz se volvía melosa. Ya no era la voz áspera que me había advertido: «No respondo de lo que pueda ocurrir.» Volvía a ser la Serena de siempre: la Serena sumisa.
– Debiste esperarme… Fui a tu casa en cuanto acabé con esos americanos.
– Lo imagino. Perdóname, Carlos. Ahora te creo. Pero estaba furiosa y no supe lo que hacía.
– Supongo que ese imbécil de Sobri-Sobra no se habrá tomado libertades.
Serena adoptó un tono zumbón:
– Descuida; sigues siendo tú el hombre de mi vida.
– ¿Y hasta cuándo esperas quedarte ahí?
– Tenemos intención de trasladarnos esta noche a Cala Rosa. Está a mitad de camino entre Cadaqués y Can Pou. Podríamos encontrarnos allí y regresar juntos.
Cala Rosa era un lugar recientemente inaugurado donde la gente bien acudía para hallar un medio de acabar mal. Orquesta buena, poca luz, alguna atracción insinuante y una buena dosis de alcohol en todas las mesas.
– De acuerdo -le dije-. Nos veremos en Cala Rosa.
– Espero que tu mujer no ponga el grito en el cielo. Se supone que hoy empiezas tus vacaciones.
– Si lo pone, tanto mejor: te juré que Alicia iba a acabarse y voy a demostrarte que tengo palabra.
Silencio. Un suspiro entrecortado. Luego:
– Te quiero, Carlos.
Y el susurro silbante de un beso prolongado.
Procuré llegar a Can Pou antes de que Carlota abandonase la playa. Aquel día también era soleado. La playa estaba atestada. Era la gente de los sábados agosteños, la que pedía a gritos aire y luz para vivir.
– Carlota…
Corría hacia mí dejando huellas minúsculas en la arena.
– Papá…
Olía a salitre, a piel tostada, a niña limpia.
– Has tardado mucho, papá… Te esperábamos esta mañana.
Me besaba frenética, tiraba de mí hacia el agua.
– Mamá se está bañando…
Y la señalaba, para que yo la viera. Luego dijo:
– Mamá está triste. Esta semana ha estado muy sola.
Pregunté por la «tía Victoria».
– No ha venido -contestó la niña.
Alicia estaba cambiada. De nuevo parecía sumergida en aquella impavidez de antes, los ojos hundidos, las mejillas chupadas.
– ¿Por qué no besas a mamá?
Me acerqué a ella y rocé su frente con mis labios.
Carlota agarró mi mano:
– Iremos al torreón, ¿verdad, papá?
Le prometí complacerla. Me metí en el agua; me bañé con ella. Alicia nos miraba desde la playa, con aquella expresión muerta que parecía robada de la misma desolación.
Cuando subimos a la casa, Dolores me comunicó que Alicia había vuelto a las andadas: «No ha salido de su cuarto; ni siquiera ha bajado a la playa. Hoy es el primer día.»
Pregunté por Victoria. Dijo que Alicia la había llamado por teléfono alguna vez pero que «la señora Moraldo» no había pisado la finca.
Dolores sufría por Alicia. Decía que estaba enferma, que había que adoptar medidas: «Así no puede continuar.»
– ¿Y Carlota? ¿Cómo ha estado Carlota?
– Contaba las horas para que el señor viniera. Esa niña necesita cariño y su madre no sabe dárselo…
Se le escurría una lágrima que secó con el delantal.
– Todo se arreglará -dije yo por decir algo.
Fue un día largo, desabrido y demasiado caluroso. Alicia vagaba por la casa como una sonámbula, sin hablar, sin una finalidad concreta. Yo la miraba a hurtadillas, procurando no coincidir con sus ojos, fingiendo leer.
Carlota se sentó a mi lado:
– Me has prometido llevarme al torreón.
Agarré su mano. Alicia miró el cielo y dijo: «Va a llover.»
Pero Carlota corría ya cuesta arriba, dando brincos y hablando con el aire, como si hablara conmigo: «Allí está la torre, allí está la torre…»
Fue una tarde feliz para Carlota. Le divertía ver cómo imitaba yo el batir de alas de un pájaro, o el rebuzno del burro, o el cloqueo de una gallina. Creo que nunca la he visto tan feliz como aquel día. De repente rompía a reír, con aquella risa desbocada que a veces la dejaba sin aliento. Después se plantaba ante mí, firme, seria, para recitarme palabras que tuvieran erres: «Rocas, trigo, rubia, rosa, madera…», sólo para que yo le dijera: «Muy bien, hija, muy bien.» Aquella recitación era el premio que Carlota me reservaba por haberla hecho reír.
– ¿Por qué le gusta tanto esa torre a mamá?
Le expliqué que, allá arriba, su madre tenía un estudio.
– Es una torre musulmana. Románica.
Ella repetía: «Torre, románica, torre románica.»
Había lagartijas correteando por el muro. Carlota las perseguía con un palo. Había ortigas que era necesario eludir: «Son plantas enfurecidas, Carlota, apártate de ellas.» Había saltamontes, mariposas y silencio… Un silencio denso que dejaba al desnudo el sordo rumor del bosque.
– ¿Te gusta que haya venido?
Asintió ella sin mirarme. A Carlota no le complacía exteriorizar sus sentimientos.
– ¿Vas a quedarte con nosotros quince días enteros, papá?
– Quince largos días.
Luego miré al cielo:
– Mamá tenía razón: va a llover.
Caían las primeras gotas.
– Rápido, Carlota; hay que llegar a casa antes de que nos pille el chaparrón.
Corrimos como gamos, cuesta abajo, sorteando matorrales para llegar antes.
Alicia nos esperaba en el mismo sitio que la habíamos dejado.
– Os lo advertí -dijo-, aquel calor no era normal.
Y su hija la miró como si le echara la culpa de aquella lluvia. No tardó en estallar la tormenta. Daba gusto verla desde el salón. Carlota tenía miedo; se refugiaba en mis brazos. «Vamos, hija: el trueno no hace daño.» Pero Carlota lloraba. Le asustaba aquel continuo bramar de un cielo cuarteado de relámpagos, de estallidos y de lluvia.