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– Tranquilízate, Carlota; ese rayo ha caído lejos: la tormenta está amainando.

– ¿Dónde se va?

Le dije que se iba a otro planeta, un lugar remoto donde tenía su casa.

Carlota era imaginativa y le gustaba oír cosas fantásticas aunque no las creyera.

– Explícame el cuento de la tormenta, papá.

Y yo se lo expliqué: «Una vez era un trueno que buscaba compañera para casarse…»

– ¿Era guapo el trueno?

– Era normal.

– ¿Cómo tú?

– Más o menos.

– Entonces era guapo.

– El trueno estaba triste porque todas las fuerzas de la naturaleza huían de él… ¡Era tan rudo y poseía una voz tan potente…! Hasta que un día encontró una luz muy hermosa: se llamaba Relámpago. Lo aceptó, se casaron y nació la tormenta.

Así conseguía yo amortiguar el miedo de Carlota; inventando para ella historias fantásticas. A veces me interrumpía: «¿Es rubia la tormenta, papá?» Estoy seguro de que pretendía identificarse con ella, ser un poco hija del trueno y del relámpago: «Sí, Carlota: es rubia y tiene los ojos azules, como tú y como mamá.»

Pero Alicia no se ablandaba. Continuaba inmersa en aquella especie de adustez helada, sin defensas ni ataques. Probablemente intuía que aquella amabilidad mía era prenuncio de algo que no iba a gustarle.

Cuando Carlota se hubo ido a la cama, cenamos los dos solos. Al llegar al postre, le dije que había de marcharme: «Me esperan unos americanos en Cala Rosa.»

Alicia no respondió. Se limpió los labios con la servilleta.

– ¿Me has oído, Alicia?

Tardó en responder:

– Te he oído.

Luego se acercó al ventanal. Tras el cristal se veía una noche oscura, sin estrellas ni luna.

– No supondrás que me he tragado la excusa de los americanos -dijo-. Vas a verte con ella…

No contesté. Alicia se volvió hacia mí:

– Eso es nuevo, Carlos. Nunca había ocurrido que te fueras de casa el mismo día que empiezas tus vacaciones.

Me senté para esperar el café.

– Un ejemplo precioso para la niña. Por la tarde juegas a ser padre amantísimo y por la noche…

Me levanté. Me encaminé a mi cuarto y cerré con llave por dentro. Nunca imaginé que, al salir de él, Alicia continuaría allí.

– Mañana llamaré a mi abogado.

– Llama a quien quieras -le dije-. Eres muy dueña, pero vuelvo a repetirte que vas a salir perdiendo. En España, las mujeres perdéis siempre.

– No puedo perder más de lo que ya he perdido.

– Está bien: ahora déjame pasar.

Se plantó delante, abrió los brazos.

– No -dijo fríamente-, antes quiero saber «quién» es.

La empujé para que me dejara el paso libre. Pero al llegar al vestíbulo comprobé que la puerta estaba atrancada. Alicia me contemplaba desde el fondo del salón con ojos turbios y obstinados:

– No te canses, Carlos. He cerrado todas las puertas de la casa, incluida la del servicio.

– Eres diabólica, Alicia. ¿Qué te propones?

– Saber la verdad.

– La verdad es que ya no te soporto, Alicia; estás loca, ¿me oyes bien? Completamente loca…

Todavía hablábamos bajito. Miré el reloj: la noche avanzaba deprisa y Cala Rosa estaba lejos. Alicia carraspeó con fuerza:

– Yo estaré loca, pero tú irás a la cárcel por ladrón.

– De acuerdo; iré a la cárcel por ladrón, pero ahora déjame salir.

Le hablaba como se habla a los niños o a los dementes, acentuando mi aparente tolerancia. Fue entonces cuando Alicia perdió el dominio de sí misma. Se acercó a mí y agarró con las dos manos mi corbata: «Quiero su nombre, ¿me oyes? Quiero su nombre.»

El nudo se encogía y yo me ahogaba. Grité para que me soltara. Fue un grito ronco que atravesó la estancia y trepó escalera arriba. Caímos los dos en el sofá, ella sobre mi cuerpo, sin soltar la corbata, sin apartar su aliento del mío: «Quiero su nombre…» Y tiraba de la corbata para mantener mis manos ocupadas. Era su defensa. Su lamentable y pobre defensa. Era evidente que yo precisaba mis dos manos para que el cerco de la corbata no me ahogase. «No pienso soltarla hasta que me des su nombre.» Hablaba gritando, sin importarle que la oyeran.

– Vas a matarme -grité yo también-. ¿No te das cuenta de que vas a matarme?

– Mejor, mucho mejor: ojalá murieras, ojalá…

Fue entonces cuando ocurrió lo imprevisto. Lo que ni ella ni yo habíamos imaginado que pudiera suceder. No sé aún cómo nos dimos cuenta. De pronto la vimos allí, en lo alto de la escalera, su cara asustada, pegada a los barrotes de la baranda, su camisón hecho un ovillo, su pelo suelto, sus ojos desorbitados: «No, no, no…»

También ella gritaba. También ella quería defenderse de lo que estaba viendo: «No, no, no…»

Alicia soltó mi corbata y fue corriendo a su lado: «¿Qué estás haciendo, Carlota? Te he dejado en la cama…» La niña no respondía. La miraba con horror, como si no fuera su madre, como si la viera por primera vez. Luego me miró a mí. Bajó corriendo por la escalera, se echó en mis brazos: «Papá, papá, papá…»

Y Alicia nos contemplaba desde el rellano, rígida, pálida… Llegó Dolores. No entendía lo que estaba ocurriendo. Veía a la niña llorando en mis brazos. Quería saber lo que había pasado.

– Carlota debía dormir a estas horas -dijo Alicia.

Daba la impresión de que se estaba diciendo aquello a sí misma, para convencerse de que, efectivamente, Carlota estaba allí, que no era una pesadilla sino una realidad.

– Voy a buscar a la niñera -dijo Dolores.

La atajé:

– No; yo mismo llevaré a Carlota a su cuarto.

Pasé junto a Alicia con la niña en los brazos, la metí en su cama. Luego me senté a su lado. Su llanto se iba sosegando poco a poco:

– Mamá quería matarte, ¿verdad, papá?

Intenté disuadirla; fingir que estábamos jugando.

– Le he oído decir: «Ojalá murieras…»

Le crecía un sollozo grande, retardado… Tendía sus brazos hacia mí, acariciaba mi cuello.

– No quiero que mueras, papá…

– No voy a morir, Carlota…

– Mamá es mala, ¿verdad, papá? No te quiere. No te quiere porque es mala…

Se durmió así, repitiendo una y otra vez que su madre era mala. Cuando se quedó dormida, salí del cuarto. Alicia estaba allí, tras el batiente de la puerta: pálida, desencajada. Me detuve unos instantes:

– Estarás satisfecha…

Alicia se llevó la mano a la frente. Era una mano nervuda, envejecida, delgada.

– ¡Dios mío! -dijo-. Ya ni siquiera me queda la niña.

Tal vez esperara aún que yo le replicase, o la sostuviese, o la consolase. No lo sé. (Cada vez que recuerdo aquel momento tengo la impresión de que fue crucial, definitivo…) Pero yo no repliqué. Ni siquiera me volví hacia ella cuando me dijo que la puerta estaba abierta y que podía marcharme cuando quisiera.

La noche seguía brumosa y húmeda. En la carretera apenas había tránsito. Consulté el reloj: era ya muy tarde.

Estaba próximo a Cala Rosa cuando el cielo empezó a clarear. Lentamente las estrellas iban destapándose de nubes. Por unos instantes llegué a olvidar la escena recién vivida.

Un mundo de coches húmedos rodeaba el recinto de Cala Rosa. Coloqué el mío alejado de la entrada. La música se escuchaba en sordina, envuelta en el brusco estallido del mar al romperse contra las rocas.

Tras el vestíbulo (de paredes oscuras y luces cavernosas) se veía el jardín, cubierto con una lona y cuajado de mesas. En el centro, la pista de baile rebosando parejas. Más allá el mar: un mar oscuro que levantaba espuma.

Alicia desapareció. Allí, como en todos los «allís» semejantes, Alicia ya no era nadie. Busqué a Serena. Recorrí una por una las mesas, los rincones más ocultos, me asomé al acantilado para ver si habían bajado a la playa.