– Te lo agradezco -dijo Victoria con ironía.
Estaba borracha, pero no perdía el hilo. Alicia tragó saliva con dificultad y aclaró la voz:
– No podía más, Carlos: estaba cansada de vivir como si fuera un mueble…
Victoria cogió su vaso y volvió a llenarlo:
– Bueno: supongo que te habrás convencido de que mi amistad es auténtica: ya conoces el nombre de la mujer que está robándote al marido…
Y me miraba desafiándome al decir aquello.
– No me lo has dicho por amistad, Victoria.
– ¿Por qué entonces?
– Porque estás borracha.
Victoria rió sin ganas y aclaró su voz:
– Seamos sinceras, Alicia. Sabes muy bien por qué me has obligado a venir. Lo de Serena era una excusa… Había algo más. Confiésalo. Querías vengarte de tu marido. Querías aprovecharte de su ausencia. Querías engañarlo conmigo.
Lo que vino después se confunde en insensateces inimaginables, en temores fugaces que iban creciendo sin lógica, apoyados por una sola idea: salir ileso del atasco. Vi las manos de Alicia pegadas a sus mejillas: «¿Por qué, Dios Santo? ¿Por qué todos tenéis que mentir?» Y sus ojos buscando en los míos un rastro de comprensión, de ayuda. Y los míos negándose a ello. Y los de Victoria implacables, contemplando su vaso vacío otra vez.
– Supongo que no le harás caso, Carlos: ni tú ni yo desconocemos los famosos motivos de Alicia.
Y sonreía de un modo extraño, como si abriese la boca, no para sonreír, sino para enseñarme los dientes.
Era evidente que Victoria mentía. Sin embargo, no le llevé la contraria. Victoria, en aquellos momentos, era una arma de dos filos: una posible y aterradora enemiga, o una aliada eficacísima cuando llegase el proceso de nuestra inevitable separación legal.
Me fijé en Alicia: su cara era como aquella luna que asomaba más allá de la cristalera. Acerqué mi rostro al suyo y le lancé como si escupiera:
– Atreverte a eso, a eso… Tú, mi mujer…
Cerró los ojos para abrirlos enseguida. Los vi llenos de horror. Yo estaba en ellos. Era un yo desconocido para ella, un yo que nada tenía que ver con el hombre que su padre admiraba… Un yo nuevo que nunca hubiera podido imaginar.
Todavía reaccionó. Todavía encontró fuerzas para agarrarse a una hipotética comprensión mía. Todavía quiso creer que yo iba a ayudarla: «No irás a creer eso, Carlos. Mírame bien… Dime que no lo crees…»
Hubo un chispeo de esperanza en aquellos ojos suyos. Un destello que hería: «Por nuestra hija, Carlos… Por ella te suplico que no creas a Victoria…»
– ¿Cómo te has atrevido?
Alicia se agarró a mis brazos, me sacudió:
– Reacciona, por favor, reacciona. No puedes creerla: está mintiendo… Tiene miedo de que yo diga la verdad de lo que ha ocurrido. Por eso se ha presentado aquí en cuanto ha oído tu coche. Tiene miedo de que yo te explique lo que me ha propuesto…
– ¡Cállate!
– No puedo callar, Carlos: Victoria está loca, completamente loca.
Se acercó a ella, tiró de su bata, la sacudió como acababa de sacudirme a mí: «Confiesa la verdad, Victoria… Dile a mi marido lo que tú eres. Vamos: repíteselo. Repítele a él todo lo que me has confesado a mí…»
Victoria palideció, se llevó la mano al pecho. Me miró asustada:
– Juro que te engaña, Carlos. Quiere echarme la culpa de lo que ha hecho ella… Te está engañando… Quería traicionarte conmigo para vengarse de ti.
Me crecía un asco infinito. Un asco que nacía de mí mismo y se extendía por la tierra como una lepra que no tuviese cura.
Alicia se replegaba, se llevaba la mano al vientre: daba la impresión que iba a quebrarse de dolor allí mismo.
– No es posible, Dios mío: no es posible.
Enseguida rompió a llorar. Ahogándose, con sollozos precipitados, como si no le diera tiempo a echarlos todos fuera.
Y yo la dejé llorar, sin dar un paso para calmarla. «Tú nunca fuiste cruel, Carlos, nunca…» Volvió a agarrarme por los brazos. Tenía el rostro lleno de lágrimas: «Los seres humanos tenemos derecho a un apoyo…» Se trabucaba. No sabía qué hacer para convencerme.
– Supongo que no serás tan ingenuo como para creerla -decía Victoria.
Había que decantarse. No me quedaba otra solución.
– Habéis bebido demasiado -dije.
Fue entonces cuando Victoria sacó las uñas:
– Evidentemente una de las dos está falseando la verdad. Carlos, bebidas o no, tenemos conciencia de lo que está ocurriendo. De ti depende que se aclare ese maldito embrollo. Si no me crees, dilo francamente y saldré de esta casa ahora mismo.
Me amenazaba, sin rodeos, sin la menor condescendencia.
Era lo mismo que si me dijera: «O finges creerme, o no cuentes conmigo…» Me tendía una trampa. Y caí en ella: porque tenía miedo. Porque el horror de perder a Serena era demasiado acuciante.
No pensé en el daño que podía causar. Pensé únicamente en el daño que podían nacerme a mí. Me acerqué a Victoria condescendiente:
– Por favor, Victoria, no te alteres.
Los ojos de Alicia eran dos fieras desbocadas, dos pedazos de hielo. Era como si mirasen más allá de toda razón y de todo recato. Ya no pedían ayuda: estaban pidiendo a gritos que los cegaran para no ver lo que estaban viendo.
– Te creo, Victoria. Conozco a la perfección las reacciones de esa pobre loca… Esta tarde ha estado a punto de estrangularme… -Victoria empezó a llorar. Le ofrecí mi pañuelo-. Te lo ruego, no vayas a llorar…
Victoria respiró hondo y se secó los ojos con el pañuelo que yo le tendía.
De soslayo eché una mirada a Alicia. Su expresión era indefinida: como prestada. Algo postizo que sobraba. Por primera vez me había atrevido a declararle la guerra ante un tercero. La había llamado loca sin dirigirme a ella. La había descartado sin paliativos, decididamente. Como un enemigo cualquiera.
Victoria se ceñía la bata, me pedía el brazo para sostenerla:
– Por favor, Carlos: acompáñame a mi cuarto.
Y yo la obedecí por inercia, por servidumbre, por cobardía. Ni siquiera volví la cabeza para contemplar a Alicia. Al llegar a su cuarto, Victoria se dejó caer en la cama:
– ¡Vaya nochecita! -dijo llevándose la mano a la frente-. ¡Quién tenía que decirlo! ¡Venir a esta casa en son de paz y encontrarme metida en un lío semejante…!
La ayudé a quitarse la bata, las zapatillas… Le abrí el embozo de la sábana. «Tenías tú razón, Carlos: tu mujer está loca, completamente loca…»
Le pedí disculpas, le rogué que olvidara… Amanecía. Tras el batiente cerrado se filtraba una luz azulada fría y apagada.
– ¿Crees que podrás dormir?
– Perfectamente: gracias por todo.
Antes de llegar a mi cuarto, me detuve en la terraza. El mar tenía el color del día que nace indeciso. «Como los ojos de Alicia.» Las aguas encalmadas parecían hechas de acero. Era la calma típica de las horas muertas, aquellas que asisten al relevo del sol y de la luna.
Los árboles estaban aún llenos de noche y oscurecían las rocas mientras cabeceaban lentos. Observé el cable telefónico que atravesaba la finca: despacio y soñoliento, goteaba su relente. Allá, a lo lejos, había un barquito lejano, todavía encendido, jugando a ser un farol de papel. Todo era inofensivo y sereno. Alicia ya no podía dañarme: tenía a Victoria para atestiguar en contra de ella; tenía a Paco para protegernos de cualquier ataque suyo; tenía mi prestigio avalado incluso por un obispo…
Al entrar en mi cuarto divisé la silueta de Alicia.
– Todavía estás aquí…
Caminaba como sonámbula. Sin llorar. Dijo solamente: «Lo he comprendido todo.»
No le contesté. Empecé a desnudarme como si ella no estuviera delante. Alicia todavía insistió:
– Te ruego que me escuches… No voy a exigirte nada: sólo que me escuches…
– Vengo escuchándote hace demasiado tiempo.