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Allá en Montjuich había muchos curiosos, gentes como nosotros, grises y desocupadas, deambulando por el recinto como beocios. Mi madre no vacilaba en departir con ellos. Hablaban asombrados igual que advenedizos ante un hecho nuevo. Yo los escuchaba en silencio, incapaz de asimilar aquel persistente afán de comunicación: «Probablemente eso va unido a la profesión de costurera», pensaba, y, en cuanto nos quedamos solos, le pregunté:

– Te gusta hablar, ¿verdad?

– Vaya pregunta, Carlitos: a todo el mundo le gusta hablarse -pasó la mano por el ala del sombrero y torció la cabeza-. Bueno, tú eres la excepción. No he conocido a nadie más callado que tú. Me gustaría saber qué diantres estás pensando.

Me encogí de hombros.

– Antes no eras así -me reprochó.

Tenía razón. Nadie es nunca como ha sido. Lo curioso del caso es que nos llamamos igual y nos consideramos los mismos y se nos juzga o se nos analiza por actos pasados y actitudes marchitas. Le dije que me aburría. Echaba de menos mis estudios, mis idas al colegio, mis domingos en la casa de Paco.

– Pronto reanudarás tu vida normal -dijo ella.

Y un domingo la reanudé. Lo encontré todo iguaclass="underline" el vestíbulo, el criado abriendo la puerta con la majestuosidad de un autómata, el salón lleno de flores, el jardín oliendo a tilos. En cuanto escuchó el sonido del Renault, Paco salió a recibirme:

– Vaya, hombre, por fin.

También él había crecido: ya no era chaparro, y su pelambrera se veía aplastada por la gomina.

– Menudo cambio has dado -me dijo.

Todavía era más bajo que yo, pero la diferencia no era ya tan notable. Pregunté por sus padres, por Lolita, por el tío Lorenzo, por miss Dory.

– ¿No te has enterado? La botaron hace una semana.

– ¿Y eso por qué?

– Al parecer, era una zorra de tomo y lomo. Ya te decía yo que me olía a chamusquina. Lo que a mí se me escape…

Presumía de avisado, de infalible, como todos los tontos. Fingí sorpresa:

– No puedo creerlo.

Me contó él que su madre llevaba mucho tiempo tomándole ojeriza a la inglesa:

– Hasta que un día provocó una discusión, para que la miss se insolentara. Mi madre suele hacer esas cosas. Entonces la puso de patitas en la calle por haberse insolentado.

– ¿Y ella? ¿Cómo reaccionó ella?

– Lloraba. Parecía una catarata. Lolita, la muy incauta, pretendía consolarla. Pero mi madre le advirtió que «nada de consuelos». Que cuando fuera mayor le contaría.

– ¿Y tu padre? ¿Qué hizo tu padre?

– Se fue al cine para no presenciar la discusión. No le gusta meterse en cuestiones domésticas.

– ¿Y qué es lo que tu madre ha de contarle a Lolita cuando sea mayor?

– Vete tú a saber: cosas de mujeres.

Pero Lolita no se había convencido. En su terquedad de niña continuaba creyendo que miss Dory era una pobre víctima de la injusticia de su madre. En cuanto tuvimos ocasión, me habló del caso:

– Era una buenaza, Carlos: te lo aseguro. Mi madre ha sido muy cruel con ella.

– ¿Cómo lo sabes?

– Papá me lo ha dicho. Y papá nunca miente.

Así estaban las cosas: Papá nunca mentía. Era lo establecido. Probablemente venían repitiéndole esa frase desde que tenía uso de razón: «Papá nunca miente, Lolita. Papá es perfecto», y lo había creído. Por eso, según todas las Lolitas del mundo, los padres nunca podían mentir: se lo impedía su calidad de padres. Tampoco la historia mentía. Ni la ley. Ni Abraham Lincoln, ni el lucero del alba…

– A lo mejor tu padre está equivocado.

– Papá nunca se equivoca.

– ¿Y tu madre? ¿Se equivoca a menudo tu madre?

– Mamá ha sido cruel.

Se lo había metido en la cabeza aquel «papá que nunca mentía».

– ¿Y ahora quién va a educaros?

También lo de la educación era un hecho establecido. Los padres «bien» de entonces no solían educar. De la educación de los hijos se encargaban los colegios, las institutrices o los preceptores. Jamás los padres. Ninguna chica elegante salía a la calle sin la compañía de una carabina que hablase inglés o francés.

– Una francesa: llegará mañana.

Aquella tarde estuvimos los tres solos. Fue una tarde divertida, anárquica y despreocupada. Intuíamos que nuestra libertad iba a ser corta y sacamos todo el partido que de ella pudimos. Bailamos, fumamos, bebimos sorbetes de ron…

– Hay que aprovechar la libertad -dijo Paco-. A partir de mañana volveremos a la esclavitud.

Fue una reunión agitada, dislocada y alegre. Algo parecido a lo que ocurre sin duda en los sanfermines. Teníamos bula para todo. Nos acercábamos al toro, nos sentíamos diosecillos, pamploneses decididos. El alcohol nos volvía locuaces; decíamos barbaridades, saltábamos como simios alocados. Ni siquiera tuvimos el freno de los señores Moraldo. Aquel día, «la cena importante» tenía lugar fuera de la ciudad y pudimos ahorrarnos los cinco minutos de envaramiento establecido. Teníamos a Justo: el criado inmutable. Pero su presencia no importaba. Justo era, para los Moraldo, una máquina que servía: sin ojos para ver ni boca para hablar.

Regresé a mi casa con la nariz roja y las orejas ardiendo:

– Barrunto que lo has pasado muy bien -comentó mi madre.

Me escudriñaba entre asustada y contenta. Pero no preguntaba. Tampoco yo era muy explícito. Guiado por la fuerza de la costumbre, le di un beso en la mejilla y esquivé el suyo. Los labios húmedos de aquel rostro iban resultándome insoportables: me obligaban a pasar una mano por la cara y el ademán la ofendía:

– Han botado a la inglesa -dejé caer fríamente.

Mi madre ni se inmutó. Probablemente lo sabía. Se limitó a preguntarme con falso interés:

– ¿Y eso por qué?

Sin duda quería averiguar hasta dónde sabía yo. No intenté desorientarla. O, mejor dicho: me complací en desorientarla con la verdad:

– Porque se entendía con el padre de Paco.

Era la primera vez que yo abordaba un tema de aquella especie con mi madre. Jamás, hasta aquel momento, le había yo demostrado mis conocimientos sobre tal aspecto de la vida. Debió de asombrarse de mi inmutabilidad, pero dominó cada músculo de su cara con maestría insuperable. Siguió hablando como si aquel tipo de problemas hubiera sido abordado por nosotros continuamente:

– ¿Lo sabe Paco?

– Todavía no. Pero lo sabrá. Los hijos acaban enterándose siempre de lo que hacen sus padres.

Ya estaba dicho. Y no me arrepentí. Continué sosteniendo su mirada y desafiando su miedo. Reaccionó con talento. No intentó llevarme la contraria. Tampoco me preguntó cómo me había enterado de lo ocurrido con la inglesa. Ni siquiera se molestó en desmentirlo, como hacía siempre cuando algo «real» la molestaba.

– Son cosas que pasan -dijo escuetamente.

Y se metió en la cocina. Lo peor hubiera sido que se hubiese escandalizado. Mi madre no tenía derecho a escandalizarse por ese tipo de cosas. La imaginaba entre cacharros recorriendo de nuevo nuestra conversación; sorteando dentro de ella misma vericuetos difíciles y terrenos pantanosos. Pero su capacidad de disimulo era muy grande. La oía yo canturrear desde el comedor como si tal cosa, cacharreando, abriendo grifos…

Creo que nuestra congelación empezó aquella noche: tras el despido de miss Dory. Fue como si el hilo de su aguja se hubiera roto y entre nosotros ya no hubiera ataduras. Durante la cena me preguntó si me sentía con fuerzas suficientes para reanudar las clases; le contesté que sí. Entonces ella me habló del nuevo proyecto del tío Rodolfo: tenía la intención de incorporarme a un club.