El aturdimiento me permitía mentir sin demasiado esfuerzo:
– Debió de dejarlo cuando entró a darme las buenas noches…
– Pero usted, naturalmente, no lo leería…
– Es la primera vez que lo veo.
A pesar de todo, el juez me miraba con recelo. Reaccioné a tiempo:
– Por descontado. Si lo hubiera visto, Alicia no estaría muerta -dije gravemente.
Y sostuve la mirada con firmeza, como si la sombra de aquella posible duda fuera un insulto para mí.
– Por supuesto, comprendo…
El cuarto de Alicia se llenó de gente: rostros extraños que me compadecían, que se empeñaban en consolarme: «Un golpe duro, muy duro…» Y yo asentía, mirando de soslayo el cuerpo de la muerta: la habían colocado sobre una colcha bordada; su melena cuidadosamente peinada por Dolores, el hilillo de sangre lavado, sus mejillas amarillas, cuarteadas ya por algún morado. «Es mi única hija», había dicho don Alberto al presentarla al personal… «Se llama Alicia…» Y Alicia había saludado doblando la rodilla, porque en aquella época las niñas de casa bien saludaban así: «Buenos días, señor.» Pero entonces yo era aún inocente. Entonces yo no sabía que aquella niña era la cabeza del Bautista. Por eso el tío Rodolfo me había dicho entusiasmado: «Pídeme lo que quieras, Carlitos.»
Lo peor fue afrontar la llegada de mi suegra. Bajó del coche acompañada de Juan Villoria: el rostro congestionado de tanto llorar, las piernas, endebles ya, caminando inseguras y apresuradas por la arena del jardín. «Ésa es la madre», susurraba la gente. Se echó en mis brazos sollozando, imposibilitada para toda palabra.
Yo mismo la llevé al cuarto de Alicia. Se quedó allí, abrazada a su hija, regando con sus lágrimas aquellos ojos secos.
Un cosquilleo invadía los míos: no sé aún por qué lloré. Tal vez porque comprendía que a partir de aquel momento algo en mi iba a morir para siempre.
El doctor Cordal llegó a Can Pou aquella misma tarde. Habló con el juez. Desarrolló una larga teoría sobre el proceso «lógico» del desequilibrio de Alicia. Sacó a relucir una serie de datos y nombres técnicos relacionados con el caso. El forense asentía. «El doctor Cordal tiene razón…» Luego vinieron las preguntas de rigor. De nuevo el maldito papeclass="underline" «¡Gran Dios! ¡Ojalá lo hubiera leído a tiempo!»
– Cuando entró en su cuarto, ¿no advirtió usted en ella algo extraño?
– Estaba tranquila, demasiado tranquila… Ahora caigo en aquella tranquilidad, era sospechosa… Me dio las buenas noches y cerró la puerta.
– ¿Discutieron ustedes? Perdone, señor Hondero, pero no tengo más remedio que hacerle esa pregunta.
– Anoche, no. Por la tarde sí. Ya le habrán dicho que mi mujer llevaba un infierno dentro. Por la tarde estuvo a punto de estrangularme.
Había testigos: Dolores, la niña. Y el doctor Cordal insistía: «Era mi paciente y puedo garantizar que vivía en un perpetuo desequilibrio: el trauma del parto suele causar repercusiones síquicas en algunas mujeres. Se empieza por una gran melancolía, a veces reforzada por manías religiosas (ya sabe usted: misticismo exasperado) luego viene la fase del estupor, y, al fin, la violencia.»
Preguntaron a Victoria:
– Últimamente se había desquiciado. Me llamó a altas horas de la noche para que viniera a esta casa. Decía que se encontraba sola…
– ¿Dónde estaba usted, señor Hondero?
– Tenía una cita en Cala Rosa: asuntos Salcedo… Negocios.
Victoria continuó:
– Luego…
No arrancaba a explicarse. El juez insistía: «¿Luego qué?»
– Me hizo proposiciones raras: ya sabe usted, señor juez…
El juez no sabía. Fue preciso detallarle la situación: «Todo el mundo le podrá decir que la pobre Alicia era una perturbada…»
Y yo permití que el juez se tragara aquello. Es decir: dejé que Alicia muriese otra vez.
Después abordaron a su madre:
– Llevaba mucho tiempo ensimismada. No se confiaba a nadie. Ni siquiera al médico, ni siquiera a mí, que soy su madre…
El dolor no la dejaba expresarse: quería justificarla, pero la estaba inculpando.
El papel bastaba para realzar la inocencia de todos. El papel era un testimonio inapreciable.
Comenzaron a llover pésames, justificaciones, arrepentimientos: «Debimos internarla cuando estábamos a tiempo…»
– La pobre arrastraba una melancolía crónica.
Fue preciso luchar para que la enterrasen en un cementerio católico. Había que hacer hincapié en la locura de Alicia: firmar documentos, buscar influencias eclesiásticas, agarrarse a su irreprochable conducta, a sus «sólidas» tendencias religiosas… El párroco del pueblo se mostró bien dispuesto: «Dios no habrá tomado en cuenta su acto. La señora Hondero no estaba en sus cabales. Todos sabemos que era una enferma…»
Había que evitar vericuetos complicados y poco edificantes. Había que perderse en verdades abstractas, apañadas con oratorias convincentes. Y Alicia fue enterrada en el cementerio católico.
La verdadera comedia empezó cuando Victoria y yo nos encontramos a solas:
– Estoy consternada -me dijo-. Jamás hubiera creído que Alicia fuese capaz de una insensatez semejante: al fin y al cabo, nuestra conversación no fue tan terrible. Las dos estábamos sopladas.
Desvié la cuestión. Pregunté si había avisado a su marido.
– Paco me llamó esta mañana desde Cala Rosa. No creo que tarde en llegar.
Y de nuevo volvió a la carga:
– Tal vez no debí contarte lo que hubo entre nosotras antes de que tú regresaras. Tal vez debí callar lo que Alicia me propuso…
Ni siquiera después de saberla muerta era capaz de apearse. Continuaba acusándola como si jamás hubiera mentido. Estuve a punto de desenmascararla: Victoria ya no me hacía falta. Ya no podría servirme en aquel maldito proyecto de separación.
Probablemente, la muy incauta suponía que, al decirme aquello, yo la estaba creyendo. Probablemente no sospechaba siquiera que la mentira urdida por ella, para defenderse de las acusaciones de Alicia, no había sido realmente asimilada por mí.
Opté por callar. Lo contrario hubiera sido casi lo mismo que declararme culpable. Y Alicia fue asesinada por tercera vez.
Lo verdaderamente difícil fue afrontar a Carlota. Le habían dicho que su madre había sufrido un accidente: «Subió a la torre y, al asomarse al balcón, tuvo un mareo.» Pero Carlota no se contentaba con aquello: quería saber algo más. «¿Por qué? ¿Por qué subió a la torre, papá?» Y se aferraba a mi cuello, llorando, sin darse cuenta de que aquellas lágrimas suyas iban adentrándose en mi sangre como un veneno que me fuera debilitando.
– Ya nunca podré pedirle perdón por haberla llamado mala.
– No llores, hija mía: mamá te perdona. En estos momentos te está escuchando.
– Pero no contesta.
– Algún día te contestará.
No sabía cómo consolarla.
– Mamá está en el cielo, ¿sabes, hija? Mamá no te abandona…
Pero las manos de Carlota seguían aferrándose a mi cuello, desesperadas. No se contentaba con aquel lejano cuidado de la madre; quería el mío, mi protección.
– No me dejes, papá.
– Nunca te abandonaré, hija.
– ¿Me lo prometes, papá? No quiero quedarme sola nunca, nunca.
Y yo se lo prometí: la garganta seca, el cuello tenso y dolorido por la presión de sus brazos.
Fueron días angustiosos, desusados y saturados de niebla. Can Pou se llenó de amigos: caras familiares y extraños a la vez que hasta aquel momento jamás se habían mostrado compungidas.
Eran personas de «otros momentos», gentes que siempre habían definido su amistad gastando bromas o comentando vaciedades. De pronto sus facciones adquirían rictus distintos: gestos amargos que lo volvían todo insólito y patético. Y yo debía seguirles la corriente porque, a pesar del sol, todo en Can Pou era niebla, desconcierto y sordidez. La verdad no contaba. Nadie parecía interesarse por la verdad. La servidumbre social exigía que la verdad permaneciese oculta y amordazada.