Vino Paco: me abrazó presuroso, delante de todos. Dio palmadas en mi espalda, me dijo: «Horrible, chico: nunca imaginé que acabaría así.»
Y yo:
– Ya lo ves: la vida… Ayer todavía estaba aquí, contemplaba ese paisaje: el mar, los árboles…
Y Paco asentía, achicando la ceja porque en cuanto la sensiblería mediaba entre nosotros, el tic de la ceja se hacía inevitable.
«Ayer.» ¡Qué lejos estaba ya el ayer! Era un cúmulo de recuerdos sin retorno, una sinfonía de errores que lentamente iban asentándose en la húmeda frialdad de la masía, en los objetos que Alicia había dejado, en los cuadros que yacían amontonados en su estudio (un estudio que ya no olía a trementina porque Alicia había dejado de pintar hacía mucho tiempo), en el cielo que ella contemplaba cuando Carlota y yo subíamos a la colina: «Va a llover.»
A pesar de todo, la casa, sin Alicia, estaba vacía. Había huecos suyos en todas partes. Huecos llenos de su tristeza, de su propio vacío, de aquella necesidad de ser necesitada que nadie había recogido cuando aún vivía. Huecos llenos de su incomunicación. Huecos que reclamaban y exigían con mayor insistencia que antes.
Lo peor de aquel «ayer» era hablar en pasado: saber que el presente no podía afectarla: «Qué pronto se vuelve todo pasado para los que mueren», dijo doña Alicia. Y yo la miré como si aquella frase no la perteneciera, como si, en realidad, la estuviera robando de mi propia mente.
– Esta finca ya no será la misma -continuó diciendo mi suegra.
Y Paco asentía. Enseguida pidió un alkaseltzer: «El disgusto me ha revuelto el estómago…» Juan Villoria se apresuró a complacerlo. Juan era servicial y su eficacia iba convirtiéndose en la envidia de mis amigos:
– Quién tuviera un «juan» como el tuyo.
Paco tragó su alkaseltzer con avidez. Luego me dijo por lo bajo:
– Espero que a tu suegra no se le ocurra lanzarnos una poesía sobre la soledad de los muertos y el «pasado de los que mueren…»
Y enseguida eructó su primera burbuja estomacal.
Dos días después del entierro, regresé a Barcelona. Había un sinfín de asuntos pendientes que debía resolver. Mi suegra se quedó en Can Pou con la niña.
– Vete tranquilo, hijo: yo cuidaré de Carlota.
Mi hija lloraba, no podía soportar que me fuera: «Me prometiste que no me dejarías…» Tuve que explicarle que la muerte de su madre había causado alteraciones insospechadas que no debía descuidar. Carlota insistía: «Pero tenías vacaciones…» Mi suegra la censuraba por aquella insistencia: «Bastante sufre tu padre… No se lo hagas todo más difícil.»
Se había vestido de negro y, al decirme adiós desde el atrio, el sol verdeaba su luto, no sé si a causa de la arboleda o al tinte apresurado de la tela:
– Volveré pronto -prometí.
La canícula se cernía implacable sobre Barcelona. Recuerdo que, al entrar en la ciudad, el pavimento asfaltado parecía oscilar inmerso en dunas de vapor.
Llegué hasta el paseo de Colón. Detuve el coche en la esquina de una calle discreta. Luego anduve hasta la casa de Serena. Llegué a su rellano. Metí la llave en la cerradura.
Serena estaba en el vestíbulo: erguida, sus brazos caídos, el rostro moreno; los ojos abiertos, verdes, rasgados, brillantes. Nos miramos unos instantes en silencio: su olor a Arpège, entre ambos. No hablamos: nos abrazamos.
A través del balcón abierto, se escuchaba una radio vecina. La voz del locutor hablaba de Caryl Chessman: se hacían conjeturas sobre su inocencia. Decía que si lo ejecutaban iba a cometerse una injusticia. Serena lloraba:
– Pensaba que nunca ibas a venir.
La radio insistía: «Chessman asegura que es inocente.»
– También yo lo he asegurado -dije.
Serena cogió mi cara con sus dos manos:
– Tú lo eres -exclamó.
Negué con la cabeza. Pero sus ojos insistían. «Lo eres, lo eres…»
Me desasí de ella. Me acomodé junto al ventanal. El mar era un retazo de cielo volcado a la tierra; un cielo líquido que centelleaba con guiños demasiado alegres para que no dañaran.
– A ti no puedo mentirte, Serena. Sería como mentirme a mí mismo.
Me llevé la mano a la frente. Contemplaba los dibujos de la alfombra, la sombra que los barrotes del balcón proyectaba sobre ella…
Al final le confesé:
– Yo pude evitar la muerte de Alicia, pero no lo hice.
Serena se sentó en mis rodillas. Escondió su cara en mi cuello. Su voz era un susurro:
– ¿Por qué no lo evitaste?
– No lo sé: eso es lo peor. Tal vez porque imaginé que Alicia me tendía una trampa. O quizá porque era la única ocasión que tenía de eliminarla. Sea por lo que fuere, no soy inocente.
Volvió a besarme, frenética, crispada: «Lo eres, lo eres», repetía casi gritando.
Y yo quise convencerme de que lo era. Por eso, cuando recibí la carta de Lolita, me sentí, en cierto modo, vindicado:
Quisiera estar a tu lado, Carlos, para ayudarte a soportarte a ti mismo. Sé lo mucho que debes de estar sufriendo. Te conozco lo bastante para saber que, a estas horas, te habrás fabricado un mundo de reproches vagos que sólo conseguirán torturarte. Los suicidios siempre dejan en los vivos un amargo regusto de culpabilidad. No permitas que la muerte de Alicia te hunda. Por mucho que la conciencia se empeñe en atormentarte con lucubraciones absurdas, no olvides que los suicidas son también homicidas: casi siempre se quitan la vida para matar a su modo a los que continúan viviendo…
Aquel mismo día contesté a Lolita: Gracias, querida amiga: Tu carta ha sido un remanso para mí. ¡Qué bien has captado mi estado de ánimo! Efectivamente la muerte de Alicia ha sido un golpe duro, muy duro… Más de lo que puedes suponer…
Y me convencí de que, efectivamente, Alicia, al quitarse la vida, había atentado descaradamente contra la mía.
Cuando llegué al Banco, me miraron todos como si contemplaran a un héroe recién llegado de la guerra. «Don Carlos: tómese un respiro.» Querían descargar mis problemas, ser útiles, sustituirme en los asuntos enojosos: «No debería volver por aquí hasta que se haya repuesto del todo.» Yo les agradecía sus propuestas: «Pero el trabajo me distrae, me quita preocupaciones…»
Regresé en el coche a Can Pou cuando hube puesto al día los asuntos de la herencia. Serena, para cubrir apariencias, aquella vez no viajó conmigo. Se fue en el tren y, al llegar al pueblo, alquiló un taxi para dirigirse a la urbanización donde vivían los Moraldo.
Carlota me recibió con cierto rencor en las pupilas:
– Has tardado mucho, papá.
Por unos instantes tuve la impresión de que Alicia había reencarnado en ella: «Has estado con Serena, ¿verdad, Carlos?»
– Los asuntos Salcedo son sagrados, hija mía.
Doña Alicia abogó en mi favor:
– No se puede ser tan exigente, Carlota. Tu padre es un hombre muy ocupado, un hombre trabajador… Todo lo hace por ti.
Aquel día lo pasé entero con ella. Hasta que la dejé en la cama, no me trasladé al bungalow de Paco. Serena estaba allí: sonriente, ansiosa de saber qué había ocurrido. Le dije que todo en la finca continuaba igual.
Nunca como aquel día Serena se había mostrado tan sumisa ni tan avergonzada de sus ramalazos de ira: «Fui absurda, Carlos: me porté como una niña estúpida.» Se lamentaba de su ida a Perpignan: «Una cabezonada idiota. Una frivolidad provocada por mis celos.»
De aquellos días recuerdo, sobre todo, el empeño de Serena en amoldarse a todas mis decisiones. «De ahora en adelante, jamás te ocasionaré problemas, ya lo verás, Carlos», el regusto ácido de un remordimiento que lentamente iba perdiendo virulencia y los ojos ansiosos de cariño de mi hija Carlota. Lo demás (aquellos detalles que más tarde adquirieron un volumen insospechado) apenas alcanza relieve: las miradas entre furtivas y directas de un Paco «distinto» cuando, por las noches, nos quedábamos los cuatro frente al televisor de su casa, o jugando al bridge: los ademanes cada vez más nerviosos y bruscos de Victoria al barajar los naipes; sus indirectas agresivas a los comentarios de Serena…