– Si quieres algo de mí, ya sabes donde me tienes.
– Se lo agradezco.
Lo acompañé hasta la puerta.
A los dos meses de aquella entrevista, ejecutaron a Caryl Chessman. Hasta el último instante de su vida, estuvo manteniendo la tesis de su inocencia.
– Es horrible -comentaba Serena- pensar que han podido ejecutarlo por un crimen que no ha cometido…
Se le acusaba de ser el «asesino de la luz roja». Eso era cuanto la ley podía imputarle. Los restantes crímenes no contaban porque ninguno podía probarse con exactitud.
La ley era astuta: terriblemente astuta. La ley se hacía la dormida cuando las pruebas no eran rotundas. Dejaba que la vida se encargara del zarpazo. En el fondo, la ley no se equivocaba: ni siquiera cuando decretaba una sentencia falsa.
– No me hubiera gustado estar en el pellejo de Caryl Chessman -dijo Serena.
Y yo, no sé por qué, pensé que tal vez le hubieran hecho un favor matándolo aunque no fuera el asesino de la luz roja.
La Navidad de aquel año resultó mucho más boyante que las anteriores. El auge turístico se percibía en todos los detalles. España iba enriqueciéndose poco a poco. El fluido eléctrico ya no era un problema: las calles se veían iluminadas y los escaparates empezaban a matizarse de estilos europeos. Era necesario ocuparse de los regalos de Carlota. Mi suegra no sabía por dónde empezar. «Podría ayudarme Serena…»
Y Serena la ayudaba; comenzaba a ser el brazo derecho de nuestra casa, la mujer indispensable en los asuntos domésticos. También mi hija iba aficionándose a ella: «¿Por qué no le dices a Serena que se venga a vivir con nosotros, papá?» Y yo me hacía el agobiado: «Vamos, Carlota… No seas insensata…»
– ¿Sabes lo que dice la abuela, papá? Que Serena te quiere mucho.
Un día doña Alicia me abordó sin rodeos:
– Deberías casarte otra vez, Carlos.
Me proponía aquello como si se tratara de una cura de aguas o un viaje «para olvidar»:
– Carlota necesita una madre y yo necesito una hija.
Se me helaba la sangre al oírla. No podía concebir que en el mundo hubiera seres tan poco egoístas como aquella mujer.
– Es demasiado pronto -dije.
Doña Alicia ignoraba lo que había entre nosotros. Me proponía aquello porque Serena era la mujer que veía todos los días, porque no conocía otra para sustituir a su hija. «¿Te has fijado en Serena, Carlos? Aunque no es rubia como Alicia, hay momentos en que se parece a ella…»
Victoria y Paco se desternillaban de risa cuando escuchaban aquel tipo de frases: «Una mujer deliciosa -decían-. Cualquier día te dedica una poesía, Serena…»
Sin embargo a veces, Victoria se rebelaba: «Le estáis haciendo un lavado de cerebro. No tardará mucho en suplicarte de rodillas que te cases con Carlos», le decía a Serena.
Y volviéndose a mí me increpó abiertamente:
– Si llega a ese extremo, todo habrá sido obra tuya.
– No irás a considerarme un Rasputín, Victoria.
– No -dijo-, te considero un Carlos Hondero. Es suficiente.
Y salió de la estancia sin más comentarios.
Fueron aquellas pequeñas cosas las que lentamente me iban poniendo en guardia contra Victoria. Pero entonces no llegaba a captar íntegramente lo que se escondía en el fondo de aquella mujer.
Intenté sondear a Serena. «Una mujer extraña…» Serena la defendía:
– A veces pienso que eres la gran estafa amistosa, Carlos. ¿Qué te ha hecho Victoria para que estés continuamente lanzándole pullas? Seguro que la hermana de Paco habrá influido en ti…
– Hace un siglo que no la veo.
– Pero te carteas con ella.
– Es muy difícil influir por carta.
Serena y yo nos casamos aquella primavera: faltaban unos meses para que se cumpliera el aniversario de la muerte de Alicia. Fue una boda secreta, sin boato y sin pastel de boda. Firmaron como testigos Paco y Juan Villoria.
Mi suegra se empeñó en asistir a la ceremonia: tenía la presunción de que aquella boda había sido un «arreglo suyo». Entró en la iglesia dando la mano a su nieta. Las dos iban radiantes, convencidas de que su presencia era imprescindible para que yo accediera a casarme.
Recuerdo que, al salir de la iglesia, fuimos todos al aeropuerto. Pregunté por Victoria; me extrañaba no verla allí. «Ha tenido un ataque de hígado», me dijo Paco. Los ataques de hígado, en Victoria, eran siempre resultados de una borrachera.
Fue una despedida cordial. Mi suegra parecía contenta: «Cuídala mucho», le encomendé a Paco. Y doña Alicia, al oír aquello, se esponjaba.
Carlota se pegaba a mi cuello:
– Vuelve pronto, papá.
Subimos al avión que debía conducirnos a Niza: los dejamos allí a los tres, agitando pañuelos.
Queríamos rehacer nuestro primer viaje juntos: aquel que se había camuflado tras un campeonato de golf.
Faltaban Paco y Gladys Goulden. Lo demás era todo igual. De nuevo el Paseo de los Ingleses. Y el sol, y los barcos… «¿Recuerdas, Serena? ¿Recuerdas la risa de Gladys cuando la llamaban madame Moraldo?»
– ¿Dónde andará Gladys Goulden?
Se había marchado a América hacía ya dos años y nadie se acordaba de ella.
– Quién sabe…
Gladys era ya una página leída en la historia de nuestras vidas, un personaje olvidado que probablemente nunca íbamos a recobrar.
– Sería magnífico volver a aquellos días -dijo Serena.
No se percataba de que «aquellos días» eran sólo crispaciones anhelosas abocadas a conseguir lo que ya tenía.
– ¿Por qué añorar lo conseguido? -pregunté.
– Tal vez lo que esté echando de menos sea el afán de conseguirlo.
El amor debía de ser eso: adorar las pequeñas cosas que nos arrastraban al amor; algo más sutil que el amor mismo.
El caso es que a mí me ocurría algo parecido. En realidad, no podía quejarme. Tenía lo que tanto había anhelado. Me había casado con Serena sin perder la fortuna de Alicia. Por si fuera poco, tenía a Carlota, prestigio, cargos importantes, responsabilidades de resonancia pública. Era lo que se llamaba un prócer; un V.I.P. en potencia. Además había adquirido la suficiente experiencia para no sentirme cohibido ante ninguna situación difíciclass="underline" sabía desenvolverme con holgura, conocía exactamente lo que en cada momento debía hacer o no hacer. ¿Qué era lo que estaba fallando?
– Finjamos ser una pareja clandestina.
Serena rompió a reír:
– Imposible -dijo-. Somos ya una pareja respetable.
– Entonces habrá que ir pensando en dejar de serlo.
Nos encontrábamos en la terraza del Negresco y en torno a nosotros había un grupo de gente joven que reía y voceaba. Sorprendí a Serena mirándolos con envidia.
– Se divierten -dijo. Y se volvió hacia mí:
– ¿Qué nos falta, Carlos?
– Tal vez juventud.
– No: no es exactamente eso…
Yo sabía muy bien lo que nos faltaba: la costumbre de sabernos en falso, la inquietud de unas aspiraciones que ya eran realidades, la imposibilidad de anhelar un equilibrio porque nos habíamos adentrado de lleno en él. Estábamos saturándonos de sosiego: por eso nos aburríamos.
Fue un descubrimiento doloroso: algo parecido a una amputación.
– ¿Recuerdas cuando Paco se tragó un hueso de aceituna?
La broma del hueso había durado dos días. Y Paco había fingido un cólico que ninguno de los cuatro había tomado en serio.
– Gladys decía que también ella tenía un hueso clavado en la garganta. ¿Te acuerdas? Un hueso que se llamaba Paco…
Sonreíamos al recordar. Nuestros vecinos, en cambio, sonreían para crear recuerdos. Ésa era la diferencia.
El camarero se llegó hasta nosotros con aire severo. No parecía el mismo hombre que servía a los de la mesa de al lado.
– Nos ha tomado por una pareja caduca -comentó Serena.
– En realidad, lo somos.
Serena contempló su vaso:
– ¿No te habrás cansado de mí, Carlos?