– ¿Cómo puedes decir eso?
– No lo sé, una idea repentina…
Todavía no era cansancio: era decepción. Comprender que Serena y yo no nos bastábamos para ser felices.
Alcé mi vaso:
– Por nuestra felicidad.
Una vez más nos empeñábamos en ser reyes del presente, como lo habíamos sido antes, cuando resultábamos inéditos el uno para el otro.
– Por nuestra felicidad -brindó ella.
Salimos de allí algo confortados. Cenamos en un lugar que no conocíamos. Pero tampoco los escenarios nuevos servían para crear emociones nuevas. También allí arrastrábamos esperanzas antiguas, las que ya no podían saciarse porque se habían saciado.
Hubo días en que nos quedamos mudos, frente a frente, observando las cosas que nos rodeaban como si únicamente en lo que no nos pertenecía, pudiéramos hallar la clave de nuestro bienestar.
Sólo al beber resucitábamos un poco. Pero la euforia duraba lo que el efecto del alcohol.
Cierta noche me desperté gritando. Serena me miraba asustada.
– ¿Qué te ocurre, Carlos?
– No lo sé: estaba soñando algo terrible.
Se acurrucó en mi pecho:
– El corazón te late deprisa, ¿recuerdas lo que soñabas?
Era imposible concretarlo. Se trataba de un siniestro inevitable:
– Algo que tenía que ver con un avión caído en picado…
Serena bromeó: «A lo mejor es un aviso para que volvamos en tren.» Serena era supersticiosa, como Victoria, como Paco, como el noventa por ciento de los ateos.
– Sería ridículo prestar atención a un sueño.
– Quizá, pero me has asustado. Nos queda un recurso, Carlos: duérmete otra vez, recupera el sueño. Acércate al lugar del siniestro, procura hacerte con la caja negra: conociendo las causas, será más fácil evitar el daño.
Pero había daños irreparables, daños que «debían producirse» aunque se supieran de antemano los motivos que iban a provocarlos. Yo aún no los conocía; sin embargo, ahora sé que estaban en mí de forma difusa. Empezaron a surgir en la infancia y continuaron vigentes hasta la madurez.
No pude dormir. Contemplé el rostro de Serena de nuevo traspuesto, a mi lado. Era como si aquel sueño la estuviera aislando de mí. «No habría que dormir nunca junto a la persona querida» Así, dormida, era imposible llegar hasta ella, penetrar en su vida; la que resultaba exclusivamente suya. Hubiera querido despertarla para preguntarle: «¿Qué estás escondiendo cuando duermes, Serena?» Me acordaba de Alicia: de todo lo que me había dicho antes de morir: «Tú nunca fuiste cruel, Carlos»; sin embargo, había sido mi crueldad lo que la había arrastrado a la muerte.
Salí al balcón. Abajo, un mundo de criaturas vivientes se agitaba en la vorágine del ir y venir callejero. Hasta mí llegaban retazos de frases inconexas, ruidos medio frustrados por la lejanía, silencios que se apagaban enseguida con sonidos inconcretos y sordos. Todo subía hacia mí en espiral, como un torbellino que fuera a arrollarme.
«Imposible conocer a nadie -pensé-. Imposible saber con exactitud cómo somos, cómo podemos reaccionar…»
– Cierra el balcón -dijo Serena-. Está entrando frío.
La obedecí. Volví a la cama. Miré al techo:
– ¿Crees que soy un hombre cruel, Serena?
– Pero ¿de qué estás hablando?
– De Alicia. Ella no creía que yo pudiera ser cruel…
– ¿No te parece que resulta poco oportuno nombrarla ahora? Déjala que duerma en paz. Alicia ya no existe.
– Ella me creía inocente.
– También yo.
– Sin embargo, no lo soy.
A lo lejos se oían las sirenas de los barcos y el motor ametrallante de un fuera bordo. Pensé que no había nada como el mar para evadirse. «Compraré un yate.» Sentía envidia de aquella lancha que se perdía en el horizonte.
– Decididamente, nadie conoce a nadie.
Pero Serena no me oía. Se había vuelto a dormir. Un sabor amargo invadía la concavidad de mi boca. La noche anterior había bebido demasiado: era estúpido pasar la vida así: bebiendo para sentirse vivo y morirse al día siguiente para volver a beber. Era estúpido crear personalidades sin saber cómo somos realmente y tener fe en los demás cuando nadie podía fiarse ni siquiera de sus propias reacciones.
Imaginé lo que, en adelante, iba a ser mi vida con Serena. Me vi a mí mismo junto a ella, bostezando ante el televisor, discutiendo pequeñeces, insertos de lleno en la horrible sociedad de consumo que estábamos inaugurando, sorteando pequeños problemas domésticos, defendiendo derechos arbitrarios, ideas sin importancia. Y comprendí que nada de aquello había sido previsto por mí antes de casarme por segunda vez.
Me levanté de la cama. Volví a salir al balcón.
De pronto vi a Serena apoyada en el quicio: tenía el sueño en las facciones y el ademán aletargado. Distraídamente se rascaba la cintura y al alzarse el camisón dejó al descubierto una celulitis incipiente en sus piernas.
– ¿Qué te ocurre, Carlos?
– No puedo dormir. El maldito sueño del avión siniestrado me ha dejado hecho polvo.
– Estás deseando regresar a Barcelona, ¿verdad?
– No exactamente.
Serena bostezó y dejó de rascarse la cintura.
La amanecida era lenta. Ya no había canoas rasgando el agua, ni barcos lejanos camino del horizonte. Había una paz mortuoria, como de cementerio, y aquel otro recuerdo de otro amanecer en que los árboles, todavía impregnados de noche, se inclinaban negros sobre las rocas de Can Pou.
– Bonito -dijo ella-. Igual que un cromo. ¡Todo tan detenido!
– Por favor, Serena… Esa comparación no es digna de ti.
– ¿Te parezco trivial?
– Manida. Todo el mundo dice esas cosas.
Pareció molestarse:
– Quiéraslo o no, todos formamos parte de ese «todo el mundo».
Sin embargo, hasta entonces yo siempre había imaginado que Serena era distinta.
– No -dije-. Tú no puedes ser «como todos.»
– ¿Por qué?
– Porque si fueras como los demás yo no me habría enamorado de ti.
– Un razonamiento muy alentador y, sobre todo, humilde.
– También yo soy distinto.
– Y por eso me he enamorado de ti, ¿verdad?
Hubo un silencio largo. Dijo luego:
– Ha sido un error venir a Niza. Nunca segundas partes fueron buenas. Me siento igual que una vieja recuperando una luna de miel acartonada para celebrar sus bodas de oro. Debimos elegir otro lugar para hacer este viaje.
Y yo pensé que era inúticlass="underline" no era el sitio lo que fallaba.
– Haremos otro -le contesté.
Regresamos a Barcelona a los pocos días.
Aquel verano perdimos las colonias de Marruecos. Pero ganamos una enorme cantidad de turistas.
Para evitar que Carlota se quedara sola durante los meses de calor, habíamos decidido que Serena la acompañase a Can Pou. «Tendrás a los Moraldo cerca y no te sentirás tan aislada.» Serena no puso reparos. La perspectiva de tomar el sol y disfrutar a sus anchas de la finca la seducía.
Yo solía visitarlas los fines de semana. Unos fines de semana dilatados (no como los de antes, que empezaban el sábado al atardecer y terminaban el domingo después del baño).
Al llegar solía encontrarme la finca llena. Serena no se parecía a Alicia y, aunque yo estuviera ausente, recibía constantemente visitas de amigos comunes. No eran sólo los Moraldo los que invadían la playa. Para la mayoría de la gente que conocíamos, nuestra boda había sido un acierto. Nadie se atrevía a criticarla: «Por fin han podido regularizar su situación: ya era hora de que la pobre Serena ocupase el puesto que merecía…» Y se hacían lenguas alabando los años en que «por culpa de Alicia» había tenido que vivir sacrificada.
Aquel verano empezamos las obras de la masía. «Hay que remozarla, convertirla en un lugar agradable…» Había que borrar todo vestigio de Alicia, perder para siempre su huella. Carlota era la primera en aplaudir aquel cambio: «Serena va a decorar mi dormitorio…»