Carlota quería ya a mi mujer casi tanto como a mí. Yo mismo había contribuido a aquel afecto. También doña Alicia encomiaba aquel modo tan diplomático de acercar a Carlota hacia su madrastra: «Conviene que se quieran…»
Lo peor de Can Pou era mirar hacia la colina y ver el torreón: «Si fuera posible taparlo con árboles…»
– Hay que saber afrontar las cosas desagradables -respondía Serena-. Por mucho que lo taparas el torreón seguiría allí.
Muchas veces soñaba con éclass="underline" lo veía enhiesto, majestuoso, rodeado de aves negras. Era como un falo enorme que tuviera ojos. A veces expelía algo que se deslizaba lento hacia el suelo: era un papel minúsculo que al ir a cogerlo, rompía a volar…
Doña Alicia intuía mi desasosiego: «Cuando haya pasado más tiempo, yo misma te acompañaré allí, para que te cure.»
Doña Alicia, como siempre, había superado (o fingía superar) el dolor que le causaba la constante presencia de aquel edificio.
– Derruirlo sería un crimen, Carlos; pero también lo es que Serena se percate de lo mucho que te acuerdas de mi hija…
Sin embargo, el verdadero punto negro de aquel verano lo constituía Victoria: en cuanto podía, se apresuraba a recordarme la escena de aquella noche: «Cuando pienso en todo lo que me propuso…» Seguía hablando de Alicia como si no estuviera muerta y ella se viera en la precisión de defenderse. Victoria iba volviéndose cada vez más repulsiva: «Deberías hacer régimen, Victoria: estás engordando…»
El vicio de la bebida la había puesto como un tonel. Ello no le impedía continuar con la vida de siempre. Casi todas las noches nos íbamos los cuatro a Cala Rosa o a otras boîtes parecidas. Paco solía quedarse hasta muy tarde. Victoria regresaba con nosotros: «Paco ha ligado con la francesa…» Era evidente que los devaneos de Paco le salían por una friolera. Ni siquiera cuando lo veía entusiasmado con alguna jovencita yeyé (entonces estaban en pleno auge) daba síntomas de disgusto: «Déjalo que se divierta… Al fin y al cabo, no hace daño a nadie.»
Y si permanecíamos callados, añadía: «El tiempo pasa volando; dentro de poco habrá perdido facultades; los hombres ya se sabe…» Su desprecio por el sexo masculino era cada vez más notable. Hablaba del «hombre» como si hablara de un fenómeno extraño de la naturaleza: «Más vale que se divierta con mujeres…» Aludía a la redada de homosexuales que había tenido lugar aquel año en Madrid: «Mira lo que le ha pasado a Esteban… ¡Quién lo hubiera dicho: tan culto, tan hombre…! ¡Pervertidor de menores!» Luego se acercaba a mi hija:
– Tú no puedes comprender esas cosas. Pero cuando seas mayor, acuérdate de mi consejo: deja libre a tu marido.
Las borracheras de Victoria eran peligrosas. Por eso no podía sufrir que se acercara a mi hija cuando había bebido. Pero mis suspicacias exasperaban a Serena: «Cualquiera diría…»
Aquel año intenté convencer a Serena para que se vendiera el piso del paseo de Colón. Alegaba que era insensato desprenderse de algo que día a día iba subiendo de valor. Comprendí que tenía razón; los efectos públicos eran entonces numerosos: la ciudad estaba en vías de gran desarrollo y resultaba pueril llevar a cabo una operación que tan abiertamente contradecía nuestro programa bancario. España estaba dando sus primeros pasos hacia la expansión exterior: la Comunidad Económica Europea se alzaba en nuestro horizonte como una promesa de estabilidad, y los rumores de que el ministro de Asuntos Exteriores iba a intentar una apertura en las negociaciones con aquella entidad, eran cada vez más insistentes.
Insensiblemente habíamos entrado en una nueva era: teníamos el Concilio en puertas y la gente se agarraba a él para cacarear sus más ocultas esperanzas, posibilidades que hacía pocos años ni siquiera hubiese soñado con ellas. «Habrá divorcio, se limitarán los nacimientos, el aborto será legalizado, los curas podrán casarse y las confesiones serán suprimidas…»
Lo que más tarde fue debate público, se comentaba en privado. Para la mayoría, Juan XXIII era el gran renovador; el futuro paladín de un mundo feliz, exento de ataduras y escrúpulos: «Ya es hora de que la Iglesia rehaga sus estructuras…»
Yo era el primero en abogar por las nuevas ideas: «Hay que adaptarse a los tiempos. Resulta absurdo vivir como se vivía en la Edad Media.» Había una sicosis grande de futurismo y una necesidad de declarar la guerra a las ideas crónicas y enquistadas.
Pero la angustia vital crecía: la prensa extranjera era un reflejo fiel de aquella realidad. Como contrapartida, se cacareaba continuamente la palabra «libertad». La libertad era ya el ídolo del tiempo; la meta abstracta de todas las mentalidades. Había que «ser libre» a costa de lo que fuera. «El cambio de Gobierno nos traerá la libertad», decían todos. Y se alababa mucho la participación de los exiliados españoles en el Congreso del Movimiento Europeo, celebrado en Munich. En realidad, los exiliados ya no estaban «mal vistos». Se hablaba de ellos con gran condescendencia y hasta se les alababa la valentía de haberse alejado de su propio país para defender sus ideas políticas.
La condesa de Trigo no perdía ocasión de abordar el tema: «Un día u otro tendrán que volver: son tan españoles como nosotros…» Se refería especialmente a la fuga de cerebros que tanto habían dado de sí en el extranjero: «Los mejores científicos y escritores están fuera de España. Parece imposible que Franco no lo remedie.»
A pesar de las audacias liberales de algunos intocables, los Repecho y los Sobrado no se apeaban: continuaban siendo líderes de aquel mundo (ya en franca decadencia) y se aferraban a sus derechos con intransigente tenacidad: «No haberse marchado…»
Pero Francisca Repecho (siempre condicionada a su amor imposible) seguía celebrando fiestas «originales» para tener ocasión de deslumbrar a Manuel Bruton (si se pronunciaba Briuton, mejor) sin que aquél diera jamás muestras de haber sido deslumbrado.
Manuel Bruton era inmutable. Nada lo alteraba. Únicamente pareció reaccionar un poco cuando las inundaciones del Vallés asolaron la comarca barcelonesa. Las lluvias lo habían pillado en Tarrasa y su comportamiento fue digno de un verdadero valiente. Según Francisca, había salvado viejos, niños, mujeres embarazadas: «Un hombre: lo que se dice un hombre auténtico.»
Aquella noche Francisca no había cesado de llamar por teléfono a todos sus amigos: «Es horrible, Dios mío, ¿qué va a ser de Manuel?» En la radio daban noticias alarmantes: incomunicaciones, muertes, situaciones extremas… «Parece el fin del mundo», decía Serena. Me acordé de Alicia, de sus diatribas contra Teilhard de Chardin: «El mundo no se reduce a la comarca del Vallés.»
Carlota tenía miedo: «¿Qué va a ocurrir, papá?» Corría hacia el balcón; miraba la lluvia brusca y furiosa que caía a chorros sobre la ciudad: «Tengo miedo.»
Llamó por teléfono a su amiga Sofía. No pudo comunicar mucho rato con ella. Las líneas telefónicas se averiaron enseguida. «¿Qué va a ocurrirle a Sofía, papá?»
Sofía era entonces la gran constante de Carlota. «Mi mejor amiga», decía al referirse a ella.
Pero yo estaba aún lejos de saber quién era, en realidad, Sofía. (Lo supe el día que ambas hicieron la primera comunión.) Entonces, aquella fecha parecía lejana.
Cierto día Carlota me dijo que las monjas de su colegio deseaban hablar con Serena y conmigo. Se trataba de formalizar ciertos puntos relacionados con la ceremonia.
– Las monjas dicen que debo comulgar contigo y con Serena.
– No veo la razón.
– Es la costumbre.
Serena me miraba a hurtadillas.
– Está bien: hablaré con las monjas.
Carlota me contemplaba extrañada. Serena añadió:
– Naturalmente, Carlota: comulgaremos contigo.
Aquella misma noche le reproché a Serena su ligereza.
– Tú sabes perfectamente que no estoy en condiciones de comulgar -le dije-. Llevo años sin hacerlo.