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Serena se encogió de hombros:

– ¿Y eso qué importa? No irás a decirme a esas alturas que todavía crees en esas cosas…

– Ni creo ni dejo de creer. Pero nunca he comulgado sin confesarme antes.

– Pues confiésate.

– No sabría por dónde empezar.

Serena rompió a reír:

– Verdaderamente eres un hombre complicado, Carlos. Nada más sencillo, le dices a un cura: «Hace tantos años que no me he confesado, ayúdeme.» Y te ayudará. A los curas les encanta encontrar «almas arrepentidas».

– No me gusta fingir.

– ¿Ni siquiera para contentar a Carlota?

– Algún día podría reprochármelo.

– ¡Bah! Tampoco ella creerá cuando sea mayor. Solamente los niños y los ingenuos pueden ser religiosos.

– Mi madre no era ingenua y acabó sus días entregada de lleno a la religión.

– Los viejos se parecen a los niños. Tú verás lo que haces. Yo pienso comulgar.

– ¿Sin confesarte?

– Conozco a un cura que me absolverá sin confesión.

– ¿Qué clase de cura es ése?

– Lo conocí hace un mes en casa de los Moraldo. Un hombre inteligente, sensato y lleno de caridad.

– ¿Cómo se llama?

– Padre Antonio.

– De acuerdo: preséntamelo.

Y a los pocos días el padre Antonio se presentó en mi casa.

Era un cura de mediana edad, sin tonsura, de aspecto alegre y maneras desenvueltas: uno de esos curas que todavía escaseaban, muy puestos en aires mundanos y en tolerancias familiares. Contaba chistes subidos de tono y reía por cualquier cosa, pero jamás dejaba de bendecir la mesa y añadía en sus frases un «si Dios quiere» lleno de garantías.

– Conque ¿tú eres el marido de Serena? -dijo tendiéndome la mano.

Hice ademán de besársela, pero la bajó enseguida.

– Eso queda para los obispos -exclamó-. Considérame un amigo.

Recuerdo que Serena me miraba satisfecha como diciendo: «Te advertí que era un tío simpático.»

Lo que más me chocaba en él era aquel empeño suyo en tutearnos: «Hay que barrer convencionalismos», decía. «Veréis cómo todo eso cambia cuando se abra el Concilio. En la época de Cristo no existía el usted. Así que llamadme como queráis, pero tratadme de tú.»

Fue un almuerzo ameno en que el padre Antonio llevó la voz cantante. Se refirió a la enfermedad del Papa: «Mira que si ahora nos hace la faena de morirse, después del tinglado que ha armado…» Y habló mucho del amor: de la necesidad de amarnos los unos a los otros. «Todo lo que sea amar, justifica la vida.» Citaba a San Agustín y repitió varias veces la famosa frase de «Ama y haz lo que quieras».

– Gran persona San Agustín.

Disertó también sobre el futuro Concilio:

– Veremos grandes cambios, Carlos: prepárate a sorprenderte. Por lo pronto, nos quitarán esto -y señalaba, displicente, su sotana-; al fin y al cabo los curas tenemos la obligación de ser humildes y parecemos a los demás.

Insistió mucho en que no había que establecer barreras entre los seglares y los sacerdotes: «Cristo fue el primero en unirse a los pecadores.» Y repetía que la misión del cura moderno era imitarlo.

– En este mundo no estamos para ser admirados sino para cooperar con el progreso. ¡Otro gallo nos cantara si el Concilio hubiese empezado hace treinta años!, ni guerra civil ni nada… Ni un mal convento se hubiera quemado…

Luego se lió a criticar a los curas «retro». Los llamaba inmovilistas y decía que hacían mucho daño a los cristianos de buena fe.

– Demasiado boato, demasiados tabúes, demasiadas opresiones, demasiadas censuras… Lo que interesa no es tanto lo que no se debe hacer como lo que falta por hacer.

Añadía que España estaba fuera de órbita, que vivía en gran retraso con relación a los restantes países y que adolecía de un defecto terrible:

– La envidia. Un pecado del que nadie se confiesa. Aquí el único pecado que cuenta es el sexto. Ya lo sabemos todos. Menudas cosas tenemos que oír en el confesionario relacionadas con el famoso sexto. Unos obsesivos. Igual que si tuviéramos el sexo en la cabeza.

Sorbía coñac despacio, paladeando el sabor con sibaritismo.

– Todo por culpa de la represión… No quiero pensar en lo que va a ocurrir cuando se ensanche la manga.

Cogió su copa entre las manos para calentar el líquido:

– Porque tened por seguro que se ensanchará… Así no es posible continuar. No hay razón para que los curas no se casen. Al fin y al cabo, los primeros apóstoles estaban casados… Acordaos de la suegra de Pedro.

– A lo mejor era viudo -insinué yo.

– Vaya: estoy barruntando que eso de los curas casados no te gusta.

– Si se casan perderán clientela. A las mujeres no les divierte que los maridos anden cuchicheando con otras mujeres.

Y miré a Serena con aire de guasa.

– ¿Te refieres a la confesión? No te preocupes: también eso va a desaparecer. ¿Para qué tanto regodeo sobre el pecado? Lo importante es arrepentirse.

Pidió más coñac: lo tomó de un trago.

– La vida no ha de ser una cárcel. La vida es hermosa, y desdeñar sus posibilidades es ofender a Dios.

Entonces intervino Serena:

– Me alegra que se haya suscitado ese tema, padre Antonio. Carlos quisiera comulgar cuando Carlota haga su primera comunión y no se atreve.

El padre Antonio volvió a llenar su copa:

– Eso lo resuelvo yo en un segundo. No te preocupes, Carlos. Podrás comulgar tranquilamente.

Y acabé confesándome: fue una confesión extraña, lacónica e informal. Ni siquiera me arrodillé ante el cura. La realizamos en mi despacho, fumando cigarrillos.

– Adivino tus pecados, Carlos: menos robar y matar, todos entran en la lista. ¿Me equivoco?

De pronto recordé. Me costaba decirlo:

– No, padre; también he matado.

– No te preocupes -dijo-. Puedo arreglar eso.

Y comulgué junto a Carlota.

Fue aquella mañana cuando conocí a Sofía. Tenía la edad de mi hija y recuerdo que corría por el jardín de las monjas mientras un sol inclemente reverberaba sobre su vestido blanco.

Había una abigarrada confusión de voces y de risas cuando salimos de la capilla. Las monjas se habían afanado para que los familiares de las niñas comulgantes se llevaran buen recuerdo de aquel día.

El jardín era grande, profuso de árboles y flores. Junto al edificio se alzaban puestos de refrescos, bocadillos y churros. Sofía y Carlota se acercaron a nosotros con las manos llenas. Mi suegra (peineta y mantilla) las miraba complacida: «Si Alicia las viera…» Carlota jadeaba ilusionada: «Ésta es Sofía, papá…» Y Sofía me presentó a sus padres: eran una pareja sonriente, sin excesivo relieve, de mirada directa. De pronto fue como si algo reviviera en el recuerdo. Una especie de aviso que aún no llegaba a concretar. El padre de Sofía me tendió la mano:

– Me llamo Rodolfo Tramacho.

Luego la vi: estaba tras ellos, con un cargamento de años encima y una expresión estúpida en los ojos.

– Dios Santo… ¿No serás el hijo del doctor Tramacho?

– ¿Conocías a mi padre?

Eché un vistazo a la vieja que tenía detrás. Ya no llevaba un sombrero con cerezas ni reparaba en nosotros.

– Naturalmente -repuse-. Tu padre era el médico de la familia Salcedo.

La vieja me intrigaba. Rodolfo me aclaró por lo bajo: «Mi madre padece arteriosclerosis y apenas se entera de las cosas…»

Rodolfo Tramacho era simpático: se parecía notablemente a su padre.

– ¡Cuántos años!

La vieja no apartaba los ojos de los míos, pero estoy seguro de que no me veía. Probablemente no podía saber que el hombre que tenía enfrente era aquel niño que, en tiempos, ella había humillado. «Este lugar apesta…»

También, en aquellos momentos, el lugar apestaba a churros, a recuerdos, a nostalgias.

Rodolfo Tramacho habló de sus hijos: me explicó que Sofía era la menor de cinco hermanos. Su mujer apenas hablaba. Tampoco Serena se sentía elocuente.