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– Nosotros sólo tenemos a Carlota -aclaré.

Han transcurrido más de diez años desde aquella mañana de mayo. Carlota y Sofía ya no son niñas. Fue una amistad larga y triste. Una de esas amistades que, de puro firmes, corren el peligro de quebrarse. Pero en aquellos momentos ninguna de las dos podía barruntar lo que ocurriría. Reían, correteaban, jugaban a pillarse. Y mi suegra las recriminaba: «Vais a ensuciaros el vestido…»

Fue aquella mañana cuando inicié mi amistad con Rodolfo Tramacho: «Una amistad tardía», pensé. Una amistad prometida hacía infinidad de años por un hombre que ya no existía.

Aquella misma primavera murió Juan XXIII. El mundo entero experimentó una especie de hundimiento. Se comprendía que algo muy cimentado iba a sufrir una convulsión. En España habían ocurrido dos catástrofes señaladas: las inundaciones de Cataluña y las de Andalucía.

Sin embargo, la pujanza de la empresa Salcedo estaba en pleno apogeo. Una vez más los desastres públicos habían servido para incrementar nuestras posibilidades. Había que potenciar de algún modo los esfuerzos de reconstrucción y desarrollo de la comarca del Vallés. Al margen del apoyo estatal, las iniciativas privadas precisaban nuestra ayuda: la solicitud de hipotecas se incrementaba, los créditos se volvían necesarios y la Junta administrativa decidió abrir la mano generosamente.

La actividad en nuestro Banco crecía cada vez más. Sin embargo aquella mañana, todo en el Banco parecía muerto. La elección del nuevo Papa mantenía en vilo a la mayor parte de los ejecutivos. Se especulaba con varios nombres y se hacían apuestas.

En el sector conservador, Montini no tenía partidarios. La espina del documento que hacía poco tiempo había enviado a Franco, estaba aún muy clavada en ellos: «Es un cardenal marxista», decían. En cambio los «avanzados» cifraban sus esperanzas en él.

Fue la condesa de Trigo la que me dio la noticia: «¿Sabes, Carlos? Ya tenemos Papa…» Me había llamado por teléfono para que lo supiera «antes que nadie» (en realidad me había llamado para presumir de «enterada»). «Ha salido Montini. Acaba de comunicármelo un periodista.» La radio no tardó en divulgarlo.

También en el Obispado andaban soliviantados con aquel nombramiento. (Los proyectos del socorro a la ancianidad eran ya hechos consumados y nuestras reuniones solían ser periódicas.) Paco y Sobri-Sobra también presumían de enterados. Desde que formaban parte de la Junta, todo se les iba en comentarios sobre el clero. Especialmente desde que el padre Antonio se había convertido en cura de la «alta sociedad».

– Curas como el padre Antonio es lo que está necesitando España -decían.

Y confiaban que el nombramiento de Montini nivelara aquella necesidad rápidamente.

El padre Antonio era ya un personaje indispensable entre los intocables. Decir en las reuniones: «Hoy he almorzado con el padre Antonio» era como decir: «Hoy me he puesto al día.» Era indudable que el padre Antonio tenía soluciones para todo.

Bastaba con que se abriese la bolsa para atender caridades. Rampardal, como siempre, era el número uno entre los altruistas. Daba gusto ver cómo asumía el papel del publicano: «Yo jamás me he considerado dueño de mi fortuna», decía. «Sólo administrador…» Y el padre Antonio asentía: «Eso es bueno, amigo: eso es bueno.»

Indudablemente el padre Antonio fue el gran promotor de la unificación de ideas, costumbres y actitudes en el núcleo, todavía algo anquilosado, de nuestra mejor sociedad.

– Hay que democratizarse -decía-. Únicamente democratizándonos podremos afrontar los peligros futuros.

Se refería a la tercera guerra mundial. Hacía pocos meses, la posible futura guerra había rozado la piel del mundo y sólo el contacto directo entre Jruschov y Kennedy había podido evitarla. Pero la moral disminuía. La gente no confiaba en el futuro. Todo se volvía inestable, todo parecía volatilizarse.

Paco andaba preocupado por los continuos cambios ministeriales.

– Te aseguro que si no fuera por esos constantes relevos de ministros, ya tendrías tu medalla.

Pero en cuanto se granjeaba la amistad de la persona clave, ésta renunciaba a su cargo.

– Antes esas cosas eran mucho más fáciles. Con decirte que hasta mi suegro tiene esa medalla y jamás ha dado golpe -seguía diciendo Paco.

– Algo haría para merecerla.

– Te lo diré: financiar parte del primer horno de Avilés y poner a disposición de los ministros de entonces sus coches y sus propiedades de Asturias.

Paco no podía referirse a sus suegros sin destrozarlos. No les perdonaba la escasa pensión que le pasaban a su mujer. Más de una vez me lo había comentado: «Parece imposible que sean tan tacaños…»

Los dos eran muy viejos, pero gozaban de una salud envidiable. Tampoco aquello era fácilmente perdonado por su yerno:

– Ya ves en lo que consiste la gran medalla del conde de Remo.

Paco, con los años, se iba volviendo cada vez más amargado. Desde que Gladys Goulden había roto con él, sus ingresos habían disminuido notablemente y el bridge no daba para superar el aumento del coste de vida.

Cierta mañana, mientras tomábamos el sol en la playa de Can Pou, me dijo, señalando la finca que se extendía en torno a nosotros:

– ¡Pensar que todo eso se lo debes a Alicia!

Fue un golpe oír aquello. Paco, hasta entonces, jamás se había atrevido a lanzarme una impertinencia tan directa.

– Olvidas que fui yo quien levantó la empresa cuando amenazaba hundirse.

– De cualquier forma, ninguno de los que estamos aquí podríamos disfrutar de esta finca si no te hubieses casado con ella.

Se puso en pie, sacudió la arena que se le pegaba al cuerpo y añadió:

– Un acierto, un verdadero acierto.

– Tampoco tú te has quedado manco -repuse.

– Eso se verá más adelante… Por ahora mi negocio no es bueno.

De pronto señaló el torreón:

– Cuando herede, te pediré la receta.

– ¿Qué receta?

Paco volvió a sentarse a mi lado y me dio un manotazo en el brazo:

– Vamos, no te hagas el santo, Carlos. La que llevó a Alicia a la tumba.

Recuerdo que sobre el mar había un vapor ligero que temblaba, que lo convertía en un mar denso, demasiado fantasmagórico para ser real.

– ¿De qué estás hablando?

– Vamos, Carlos, no te hagas el inocente. A mí no puedes engañarme. Conozco a la perfección el proceso.

Me incorporé. Busqué su mirada. Me rehuía…

La sangre se me agolpaba en las sienes. Tenía la impresión de que mi cabeza iba a estallar.

– Quisiera que me aclararas eso, Paco; no entiendo lo que quieres significar…

Paco continuaba mirando la finca, el torreón, las rocas:

– No irás a decirme que tú querías a Alicia. Con franqueza, creo que jamás has querido a nadie, ni siquiera a Serena.

– Explícame, entonces, por qué me he casado con ella.

– Por inercia. Porque así se había previsto, y hubiera resultado feo dar marcha atrás.

– Así que, según tú, no la quiero.

– Has acertado. Nunca la has querido. A decir verdad, sólo te quieres a ti mismo.

Me subía un coraje grande por el cuerpo; una especie de frío que me nublaba la mente:

– La persona que te ha informado miente como un bellaco.

Paco cambió de expresión. Encogió la ceja:

– ¡Serás ganso! ¿No te das cuenta de que estaba bromeando?

– Ese tipo de bromas no me gusta.

Recuerdo que, en aquellos momentos, Serena se acercaba a nosotros corriendo y Carlota la seguía gritando: «Te he ganado, te he ganado…» Serena se dejó caer jadeante a mi lado. Reía y Paco comentaba: «Te has casado con un hombre picajoso, Serena. Desconoce el sentido del humor…» Pero ni siquiera aquella aclaración podía borrar el punto clave de aquella charla: «Conozco a la perfección el proceso…» Era evidente que Paco ocultaba algo.