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– Eso es lo malo de los banqueros -comentó Serena-. Las finanzas y el humor no se compaginan.

Entonces intervino Victoria. Intervenía siempre que la situación se ponía tensa:

– ¿Por qué no te dejas de filosofías y nos sirves un buen martini muy cargado, Serena?

Aquella noche no pude dormir. Una y mil veces iba repasando la conversación que por la mañana habíamos mantenido Paco y yo. Había un dato que no conseguía asir. Se me escapaba de las manos. Tardé algún tiempo en averiguarlo.

Un día, al fin, me condecoraron. El homenaje que me dedicaron fue sonado y nutrido. No faltó ninguna representación sociaclass="underline" los Sobrado, los Repecho, los Moraldo…, todos estaban allí, comiendo, bebiendo y aplaudiendo. Se trataba de un relieve importante en la ciudad: «Hay que estar bien con los banqueros…», decía Plácido Rampardal. Sobre todo había que estar bien conmigo: Carlos Hondero y Ruiz de la Argamasa, «amigo de sus amigos», dueño de un yate envidiable que, de vez en cuando, transportaba graciosamente a Grecia y a Italia clientes importantes como él.

– Siempre se encuentra gente divertida en el Serena -decía.

Fue mi noche apoteósica: la de los halagos desorbitados, la de los saludos ceremoniosos, la de la servidumbre financiera. «Ese Carlos merece todas las medallas de este mundo… Pensar que empezó de botones… Y ahí lo tenéis: convertido en un personaje…»

A partir de entonces no había una comida relevante sin que se me reservara un puesto de honor, ni criado «antiguo» que al verme no se inclinara ante mí para darme la «bienvenida». Eran muchos años de propinas para que no reaccionaran de aquel modo.

También aquella noche hubo discursos: algunos torpes, otros brillantes. Se dijeron los tópicos de siempre con acentos distintos: «Tú, Carlos (y perdóname por llamarte así, pero sabes que no es por falta de respeto, sino porque te conozco desde que usabas pantalón corto), que tanto te has desvivido siempre por el lustre de nuestra querida ciudad…», dijo el alcalde, como si, efectivamente, hubiera sido amigo de la familia desde la peste bubónica.

Y el vicepresidente, Rosendo Falstat: «Sabíamos dónde pisábamos cuando la Junta acordó nombrarte presidente…»

Y el delegado del Ministerio: «Hombres como el señor Hondero son los que necesita España…»

Y yo, con mi medalla a cuestas, mi cinismo prensado y mi odio a Paco (que parecía decirme: «todo eso me lo debes a mí»), lancé un discurso aprendido de memoria en el que ensalzaba la gentileza de «todos», la laboriosidad de mis compañeros, las buenas costumbres de los que me rodeaban y, sobre todo, «la amistad». «Porque la amistad y sólo la amistad ha hecho posible que nos reunamos aquí esta noche, en fraternal convivencia…»

Se oían voces de «muy bien», «así se habla», para animarme, para que siguiera. Y yo seguía: la amistad era la cumbre de los sentimientos nobles, la meta de todo bien nacido, la esperanza de los desesperados.

Y Paco me miraba, con su ceja encogida, su calvicie brillante y sus labios llenos de guasa. Recuerdo que Serena, a su lado, tenía los ojos gachos, como si le avergonzara verme tan encumbrado.

En la mesa contigua, distinguí al padre Antonio, con su clergyman recién estrenado y su alzacuellos almidonado (no como los curas vulgares que lo utilizaban de plástico) asintiendo, complacido, a todo lo que yo apuntaba.

– No creo merecer el favor que se me ha dispensado, pero doy palabra de que en adelante me haré digno de tan alto honor.

El primer aplauso arrancó de Plácido Rampardal (candidato a una medalla parecida), siguieron los de la condesa de Trigo (aristócrata socialista, de ínfulas marxistas y resentimientos antifranquistas) y enseguida corearon todos con entusiasmos realmente alentadores.

Cayeron sobre mí fotógrafos, cámaras de televisión, periodistas. Las preguntas llovían: «¿En qué momento económico se encuentra España en la actualidad? ¿Cuál es su opinión respecto del futuro? ¿Qué concepto le merece la supresión del S. E. U.? ¿Cree usted que el petróleo burgalés será lo bastante abundante para cambiar la economía española?»

También había representantes de las revistas del corazón: «¿Cuándo empezó su idilio con su segunda esposa? ¿Cuál fue su primer coche? ¿Y el último?»

Saqué a relucir el Renault con motor de Chevrolet que me había costado quince mil pesetas y un saco de harina. Cité luego mi Jaguar dos plazas. Contestaba deprisa, demasiado excitado para detenerme a pensar. Me sentía inspirado, la medite ágil y el espíritu flotante.

Creo que fue en aquellos momentos cuando todas las humillaciones de mi infancia murieron repentinamente. No había en mí recuerdos sórdidos. Todos ellos se esfumaban con aquella medalla: las bajezas de Urritamendi y Soldázar, la vergüenza de Estrella, la falsa posición de mi madre, los regalos del tío Rodolfo, el desplante de la señora Tramacho…

La gente me miraba embobada. Eran ídolos añejos que, gracias a mi medalla, perdían su condición de ídolos. Nadie era ya «nada» al lado del excelentísimo señor don Carlos Hondero y Ruiz de la Argamasa. De pronto vi un muchacho joven que me sonreía, me tendía la mano y me llamaba pariente. Paco decía: «Es el marqués de la Triponna.»

– Vaya por Dios, conque tú eres…

Abrazos, risas. Recuerdos infantiles…

– Al fin conozco a la familia…

También vi a Rodolfo Tramacho:

– Has estado magnífico.

Y me daba palmadas eufórico, las pupilas encogidas y el rictus tenso.

Hubiera pagado una fortuna con tal que mi madre estuviese allí. Me preguntaba qué hubiera dicho al contemplar a su hijo tan encumbrado. Recordé la última vez que la había visto. Fue el día de mi boda. Sus ojos censuraban, estaban tristes… «No tenías razón, mamá…»

Me preguntaba si el hijo del tío Rodolfo estaría al corriente de la historia de nuestras familias. «No he querido faltar, Carlos: mi padre era tan amigo de los Salcedo…» Sin embargo, aquella noche no había más representación Salcedo que mi suegra: un manojo de ilusiones frustradas, agarrándose a los éxitos de su yerno, para no morirse de horror.

– ¡Qué bien has hablado, hijo mío! ¡Si Alicia pudiera verte! ¡Y Alberto, mi pobre Alberto…!

Me sobaba, me besaba, me machucaba.

– Me hubiera gustado dedicarte una poesía… Pero llevo tanto tiempo seca…

– No se preocupe, doña Alicia…

Y después… La vi de pronto, como si fuera una Venus que brotase de una espuma sintética: un mar de cuerpos que le hubiesen dado a luz repentinamente.

– Vengo a felicitarte, Carlos.

Me tendía la mano pretendiendo ser una más entre aquel cargamento de insulseces, como si su presencia allí tuviese algo que ver con la vaciedad que nos estaba rodeando.

– ¡Tú!

– ¿Por qué no?

Se había convertido en una mujer madura: con la gravedad y la madurez de los seres eternos, aquellos que el tiempo no deteriora ni marca.

Tenía una mano cálida, todavía flexible, todavía llena de vibraciones.

– Debiste avisarme…

– ¿Para qué?

Sonreía y era como si sus labios fueran jóvenes, como si el tiempo se hubiera detenido para ellos.

– Todavía me cuesta comprender que eres tú… ¿No estaré soñando?

– A lo mejor…

La gente nos interrumpía, nos miraba.

– ¿Cuándo has llegado?

– Ayer.

– ¿Cuándo piensas marcharte?

– Mañana.

– No habrás venido para asistir al homenaje…

Negó. Tenía un asunto pendiente. El homenaje la había pillado por pura casualidad.

De repente tropecé con la mirada de Serena: nos estaba observando. Lolita dijo:

– Se me olvidó felicitarte por tu nueva boda…

Murmuré un «gracias» opaco y restringido. Me remití a la carta que me había escrito cuando murió Alicia.

– La conservo -dije-. Fue muy consoladora.