Lolita cambió de expresión. Tensó las mandíbulas. Era lo mismo que si masticara su ira:
– Empezó cuando Victoria se acercó a ella… Fue en San Sebastián… Yo no sabía la verdad de Victoria…
Y de pronto evoqué a Carlota, su mirada nítida, su amistad con Sofía, su traje de primera comunión. Lolita agarró mi brazo:
– No permitas que esa mujer destruya a tu hija, Carlos; no lo permitas.
– ¿Has hablado con tu marido?
Lolita juntó las manos y las volvió a separar:
– ¡Mi marido! ¿Crees tú que ese hombre ha sido alguna vez mi marido»?
Dejó escapar una risita hueca, sarcástica y penosa: «Un señorito elegante que sólo piensa en los toros, en el fútbol y en acostarse con mujeres los sábados por la tarde, a la hora del Club, para que nadie ponga en duda su reputación.»
– No, Carlos: los hijos de mi marido son «problemas» a los que él no tiene acceso. No quiere tenerlo.
Intenté tomarlo a broma:
– Así que te has casado con un imbécil a escala nacional.
– No, Carlos: a escala internacional -bromeó-. Todo lo reduce a sus cruceros, a sus partidas de golf, a sus viajes a Suiza para tratarse con los jet-set, los V.I.P. y los play-boys. Sus hijos le salen por una friolera.
Guardó silencio unos instantes.
– ¿Por qué no te separas de él?
Lolita respiró hondo y cerró los ojos. No era fácil. Había demasiadas vallas de por medio: «Mis padres jamás me lo perdonarían…» Vivían excesivamente sujetos a sus convencionalismos. Pertenecían a una generación en que los «separados» eran signos de mal gusto.
– Además, están mis hijos… Ninguno de ellos lo comprendería…
Le pregunté cómo habían reaccionado frente a su hermana.
– La consideran una especie de mártir de nuestro tiempo, una víctima de los convencionalismos nuestros…
Por si fuera poco, no tenía medios económicos: «Me educaron para ser un objeto de lujo y una máquina de reproducción… Era una más entre el número de muñecas que la sociedad española de mi época había puesto en venta: sin derechos, sin posibilidades…»
– ¿Has consultado con un abogado?
– Me aconsejó que desistiera. Los cargos contra mi marido son inconsistentes. No sirven. Las leyes, en España, protegen al hombre. Tú lo sabes bien.
Se detuvo repentinamente, se llevó la mano a los labios:
– Perdóname -murmuró-, no quise ofenderte.
Bebí un sorbo de vino. Sentía seca mi garganta. Lolita callaba, miraba de nuevo el mantel.
Y yo recordaba a Alicia; su deseo angustioso de separarse de mí: «Te lo prevengo: saldrás perdiendo, Alicia…»
– Debió de sufrir mucho…
No contesté. En aquellos momentos Alicia parecía encarnarse en ella.
– Estaba enferma -dije.
Lolita me miró, como si quisiera taladrar aquella frase mía.
– Todos los desesperados están enfermos. -Se detuvo. Añadió luego-: Muchas veces pienso que también mi marido es un vulgar desesperado… Nos falta algo, Carlos; algo que no queremos recobrar.
– ¿Te refieres a Dios?
– Tal vez sea Dios, tal vez nuestra capacidad de amar… En el fondo, viene a ser lo mismo.
Volvió a mirar el jardín.
– Se empeñaban en decir que Dios había muerto. Pero si estuviera muerto cabría la posibilidad de resucitarlo… Por eso ahora nos lo pintan grave, canceroso, impotente… Es nuestro modo de considerarnos dioses.
Consulté el reloj. Le dije que era hora de marcharnos.
Rodábamos, camino del aeropuerto, en silencio. Lolita tenía el rostro vuelto hacia la ventanilla. El cristal reflejaba un par de ojos abiertos y centelleantes.
– Nunca olvidaré el día de hoy -le dije.
No contestó. Sostuvo mi mano. Al llegar abrió la portezuela del coche. Llamó a un maletero: «Madrid», indicó.
Nos acomodamos junto a la puerta de embarque. La tarde declinaba, pero los días eran todavía largos y llenos de luz. Allá a lo lejos, un sol rojo y grande teñía el firmamento de sangre.
– ¿Hasta cuándo?
– No lo sé…
Los altavoces alertaron a los pasajeros. Lolita se puso en pie. Me tendió la mano: quedamos frente a frente, silenciosos, abstraídos, como si lo que estuviéramos viviendo fuese una utopía. Luego me abrazó.
– Adiós, Carlos.
– Adiós, Lolita.
Salió disparada para unirse al grupo. Caminaba ligera, rumbo al avión, el paso firme y decidido. «Lolita, escucha…» Pero estaba ya demasiado lejos para escucharme.
La vi subir deprisa la escalinata. Se detuvo unos instantes en el rellano. Agitó la mano sin verme. Luego cerraron la portezuela.
Otra vez el mundo de coches, la barahúnda callejera, los semáforos y los peatones.
Serena me recibió tosca, casi enfurruñada:
– Me gustaría saber dónde has estado.
Le expliqué que había almorzado en Castelldefels y que luego había acompañado a los bilbaínos al aeropuerto.
No me creyó:
– Mientes mal, Carlos.
La dejé con la duda. Corrí al cuarto de juegos: Carlota estaba allí, haciendo los deberes. Al verme me echó los brazos al cuello. «Todavía es mía -pensé-. Tengo que luchar para que lo sea siempre…»
Serena, bajo el dintel, me increpaba por haber molestado a la niña: «Las horas de estudio son sagradas.»
Aquella noche los Moraldo recibían en su casa. «Será una noche perdida», recuerdo haberle dicho a Serena cuando nos dirigíamos allí. Mi mujer se había puesto un traje corto (empezaba a estilarse la minifalda) y pretendía recobrar su aspecto infantil peinándose con la melena suelta.
El coche olía aún a Lolita. Pero el perfume de Serena era más fuerte.
– Perdida o no, hay que estar amable con los Moraldo. No olvides que la medalla se la debes a Paco.
Contemplé las desnudas piernas de mi mujer, su perfil de trazos perfectos, y un malestar grande me iba creciendo por dentro.
– Agradezco tu franqueza, Serena.
Victoria misma nos abrió la puerta. Tenía una copa en la mano y se comprendía que estaba ya borracha: «Os habéis retrasado», dijo.
Había los de siempre, con las historias de siempre y el divertido aburrimiento de siempre. Se hablaba de mi homenaje, de mi discurso, de mi nueva condición de excelentísimo.
Paco dio unas palmadas en mi espalda mientras me ofrecía un whisky: «Aquí tenemos al prócer.» Empezaban las bromas, las ironías, los comentarios ácidos que la noche anterior jamás se hubieran atrevido a iniciar. Era preciso ser original con tópicos, con mediocridades… Nadie perdonaba que otro «nadie» hubiese atravesado la barrera de lo corriente. Por eso era obligado hacerle purgar su osadía.
A pesar de todo, aún me respetaban. De repente me había convertido también en un hombre influyente. «Por favor, Carlos, cuando vayas a Madrid, ¿querrás acercarte al ministerio de…?»
Siempre había una petición coleando entre guasa y guasa. Y siempre una guasa entre petición y petición. Además existía mi yate. Todos se pirraban por darse un garbeo en mi Serena cuando se aproximaba el verano.
En cuanto entramos, Serena se separó de mí. Era como si quisiera vengarse de la mentira que le había dicho. Un grupo de hombres se acercaba a ella: admiraban sus piernas, se metían con la brevedad de su falda…
Me sentía cansado: tenía el cansancio de la noche anterior metido en el cuerpo. La conversación era abigarrada, estridente y desagradable. Se mezclaban conceptos, se confundían ideas. «¿Habrá vida en Venus?» Alguien decía que se había descubierto una fórmula para alargar la juventud. Y Paco reía: «Entonces se podrá hacer el amor a los ochenta años…» Añadía también que el tejido de los cerdos se acoplaba a la perfección al del ser humano… «Un gran animal el cerdo.» Lo peor era la plaga de la arteriesclerosis: todo depende de las suprarrenales… «Pero el Papa, ¿qué iba a decir el Papa? El mundo se arreglaría si nombrasen Papa al padre Antonio…»