– Vamos, Carlos; no pongas esa cara: algo te pasa esta noche -decía Victoria-. ¿Qué te ha ocurrido?
Agarró mi brazo, lo acariciaba.
– ¿No será por culpa de ella?
Y señalaba a Serena. Continuaba rodeada de hombres, riendo, coqueteando, haciéndose la despechada.
– No puede evitarlo -dijo Victoria-. Se siente excelentísima. ¡Quién tenía que decirle a nuestra bailarina que algún día iba a convertirse en la señora de Hondero!
De repente se plantó en medio del salón: «Propongo música.»
Se llegó hasta el tocadiscos a trompicones, abriéndose paso entre los invitados. Era estereofónico y se oía desde todos los rincones. Luego se lanzó en medio del salón dando palmadas y contoneándose: «Vamos, seguidme: hay que estar alegre…» Eran bailes nuevos, sin pareja, bailes agitados y lánguidos a un tiempo, extraídos de no se sabía dónde, ritmos asincopados y anárquicos, que permitían moverse sin reglas fijas ni limitaciones concretas.
Enseguida la imitaron. Se unían a ella, a racimos, hombres y mujeres, mirándose a sí mismos en todos los demás, copiándose mutuamente movimientos y jadeos, muecas y exclamaciones. Victoria continuaba jaleando: «Vamos, los del sofá: nada de flirteos caducos; a bailar, que es lo sano.»
Era preciso obedecer, cansarse mucho, para que, al día siguiente, todo el mundo comentara: «Fue lo más divertido del mundo: sudamos a rabiar…»
De pronto tuve a Serena frente a mí: «Hola, Carlos…» Hablaba agitada, el aliento entrecortado. Pensé: «Si el baile fuera una penitencia, nadie querría bailar.» Y la voz de Paco: «Retira la lámpara, Manolo, que voy a eclipsarte.» Me empujaba para colocarse frente a Serena. Y yo tuve que reír porque todos reían.
– Déjalos que se pudran -me gritó Victoria.
Los miraba con asco, como si los detestara. «¿Te diviertes, Carlos?» Era la eterna pregunta de todos. No se esperaba la respuesta. Plantearla era suponer que uno se divertía.
– Mañana tendrán colitis.
No importaba: ni la intoxicación, ni las jaquecas, ni las náuseas podían evitar que al día siguiente se volviera a beber y a fumar y a bailar sin pareja.
De pronto me encontré frente a frente con Manuel Bruton (si se pronunciaba Briuton, mejor). «¿Te gusta el Cordobés, Carlos?» Y yo le dije que sí, moviendo la cabeza insistentemente, marcando el compás. «Es nuestro torero del desarrollo», dijo. Y reía. Luego di de lleno con la condesa de Trigo: «¿Sabes que Franco tiene Parkinson?» Francisca Repecho contestaba: «Vaya noticia: es más vieja que bailar.»
También nosotros teníamos Parkinson: una estúpida parálisis agitante que inspiraba conversaciones idiotas. «Dicen que el padre Arrupe se va a cargar el Vaticano…» Y Teresa Rampardaclass="underline" «¿Vas mañana al golf?» Tenía cuerpo de vieja y cara de niña. «Depende de la resaca.»
La noche pasó lenta entre gimnasias bailables y comentarios idiotas. Cuando regresamos a casa, amanecía. Tuve que desnudar a Serena porque no se mantenía en pie. Al echarse en la cama, se quedó dormida.
Aquel verano Sofía Tramacho fue invitada a la finca. Llegó una mañana acompañada de su padre. Rodolfo venía preocupado por el cambio de Gobierno:
– El reajuste no me parece descabellado, pero las causas son alarmantes.
Se refería a las convulsiones universitarias y al progresivo descontento de los campesinos. «Todo eso venía provocando tensiones entre los gubernamentales.»
– Por eso Franco ha querido añadir otro remiendo ministerial. Una forma de tapar lacras y hacernos tragar el Plan de Desarrollo…
Era indudable que Rodolfo había heredado la vena política del padre. Y como aquél mantenía que, hasta que el país no implantase una verdadera y sólida democracia, andaría siempre a la deriva.
Pregunté por su madre:
– Cada vez más ida.
Era un consuelo saber aquello. Era casi tan consolador como saberla muerta. Rodolfo se quedó poco en la finca. Decía que su mujer lo esperaba… Me causaba envidia verlo tan unido a la familia.
También Paco me habló del cambio ministeriaclass="underline" «Si nos descuidamos un poco, te vuelves a quedar sin medalla…»
– Doce cambios en veintiocho años… No es mala cifra.
Serena, aquel día, no tardó en llegar; venía con su bikini puesto y un albornoz corto color malva. Preguntó distraídamente por Victoria:
– Ya sabes: uno de sus ataques de hígado…
Luego empezó la discusión. Fue a propósito de mis continuos viajes a Barcelona. Paco decía: «Eso te ocurre por ser esclavo de tu trabajo.» Respondí que sin «aquella esclavitud» ninguno de los que estaban en Can Pou podrían disfrutar de la finca. Serena saltó enseguida:
– También Paco tiene ocupaciones; parece que lo hayas olvidado.
– ¿Qué clase de ocupaciones? ¿Las de agenciarse influencias?
– No deja de ser un trabajo como otro cualquiera. Otro gallo nos cantara si no hubiera sido por él.
El tono de Serena era agresivo. Miré a Paco. Sonreía satisfecho, como alguien que se sabe dueño de la situación. Hubiera querido abofetearle por aquella sonrisa y aquella actitud. Me limité a meterme en el agua. Y Paco se quedó allí, junto a Serena, viendo cómo mi furor se diluía en el agua.
Anduve braceando hasta el islote. Carlota me reclamaba desde la orilla: «Papá, vuelve, vuelve, papá…» Quería pasear con Sofía en la canoa, enseñarle la finca desde el mar: contemplar el torreón de la colina… A veces Carlota se olvidaba de que en aquel torreón su madre había encontrado la muerte.
El Concilio se cerró definitivamente poco antes de la Navidad de aquel mismo año.
La incertidumbre flotaba en el aire. La crisis de la Iglesia se había puesto al desnudo y el desconcierto invadía a los creyentes. Un mundo de interrogantes flotaba en el panorama de nuestra civilización. Las novedades escandalizaban, chocaban y creaban dilemas. Las opiniones eran libres, las voluntades eran libres, los hechos y las actitudes empezaban a serlo.
Ya no era sólo el padre Antonio el que hablaba descaradamente de «libertad», de amor, de caridad y de pureza de intenciones. De repente, un aluvión de curas nuevos planteaban soluciones nunca oídas hasta aquellos momentos.
El principio de autoridad eclesiástica comenzaba a tambalearse: la obediencia al Papa se ponía en tela de juicio, la oración se descartaba: «Más vale actuar que perder el tiempo en rezos.» Y si alguna beata se escandalizaba, le salían al paso con un «en el cielo se cansan de oír tantas avemarías… Lo que hace falta es socorrer, ayudar, poner remedio a las calamidades que agobian al mundo.»
Y se referían a las guerras, al hambre, a las injusticias sociales: «¿Sabía usted que, desde que terminó la guerra mundial, no ha habido ni un solo día de paz completa en esta condenada tierra?»
Luego había la «píldora», el gran remedio oculto de las familias pobres, de las señoras ricas y de las solteras algo putas. La píldora ya no era secreta. Infinidad de mujeres en activo recurrían a ella para evitar problemas. Los propios curas (tipo padre Antonio) eran los primeros en aconsejarla. «Mientras el Papa no se defina…» Todo podía hacerse «tranquilamente» y a conciencia: abortar, fornicar, comulgar sin confesarse… «Lo importante es la intención.» La intención era la clave de todo.
Después, los teólogos de la nueva ola: los que hacían declaraciones públicas sobre la Iglesia en el año 2000; los que vaticinaban que acaso entonces los matrimonios no fueran insolubles y la procreación libre y la paternidad responsable, y los pecados sexuales pecadillos de poca monta… Se esgrimían frases literarias de gran efecto público: «Los españoles, a fuerza de ser fieles a la Iglesia, no están ya en ella. La Iglesia "se les ha ido…"» Y todo aquello se decía, naturalmente, a la luz o a la sombra del Concilio. Del Papa todavía se hablaba poco. Lo esencial éramos nosotros, los que formábamos la Iglesia. Porque, andando el tiempo -decían-, los sacerdotes iban a desaparecer. «Sólo secularizando a los sacerdotes podremos conseguir que los seglares se clericalicen…» De pronto, las sotanas estorbaban: «Si Cristo hubiese nacido en esta época, jamás hubiera llevado sotana.» Lo curioso del caso era que los hippies la adoptaban y hasta había algún artista como Titín que utilizaba alzacuellos en las galas de la alta sociedad.