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De vez en cuando se leían retractaciones; súplicas de perdón: «Rogamos a la cristiandad que perdone nuestra antigua intransigencia…» Era como si pidieran permiso para convertirse en pecadores, en publicanos oficiales.

Fue una Navidad alterada, sensibilizada por los recientes cambios. Paco insistía: «Tal como van las cosas, el próximo año se nos dirá que Cristo nunca existió…»

Serena reía: abonaba las ideas de Paco. Un día nos anunció que en Italia había ocurrido un hecho insólito: «Un cura ha anunciado su boda desde el púlpito.»

– No quiero deciros la que se armó. Al parecer, la novia estaba en el primer banco…

Entonces había púlpitos (tardaron algunos años en suprimirlos) y sagrarios centrales e imágenes de la Virgen presidiendo el altar.

– Tal como van las cosas, cualquier día veremos curas mujeres…

Y Paco gastaba bromas sobre la posibilidad de que andando el tiempo Serena echara sermones sobre la moralidad de los bikinis y el amor libre.

Aquel año tuve que realizar varios viajes por el extranjero. Serena casi nunca me acompañaba. Decía siempre que eran «demasiado cortos, o demasiado aburridos, o demasiado serios: Cuando decidas hacer viajes extraoficiales, iré contigo.» Comprendí pronto que mis ausencias no sólo no la inmutaban sino que la complacían. Entre ella y yo se iba abriendo una sima cada vez más acentuada. Podía percibirlo en su forma de mirarme, de responderme, de atacarme con torneos verbales. Especialmente cuando había testigos: «Carlos sabe utilizar tácticas persuasivas. Cuando desea algo muy intensamente, se limita a averiguar qué clase de ambición mueve al contrincante. Cuando las conoce, no tiene más que retorcerle el pescuezo e inutilizarlo.»

Su agresividad iba en aumento. Y a veces resultaba peligroso llevarle la contraria. Enseguida buscaba la forma de desmontarme: «Como tú jamás quisiste a Carlota…» Decía cosas así para evitar que le tomase la delantera:

– Te ruego que, al menos delante de Carlota, no hagas uso de esa teoría…

– Como si Carlota no lo supiera.

Era doloroso oír aquello. Era doloroso y temible. Había un mundo de amenazas acechando en aquella afirmación.

– Tú sabes que no es cierto.

– Vamos, Carlos; todo el mundo recuerda tu desilusión cuando nació tu hija…

Fue aquella tesitura de Serena lo que, sin darme cuenta, me iba acercando cada vez más a Lolita. Eran encuentros breves, todavía amparados por el ineludible matiz de la amistad. Almuerzos tranquilos en lugares tranquilos, saturados de conversaciones tranquilas.

Jamás mencionábamos a Serena. Era como si los dos nos hubiéramos puesto de acuerdo para no hablar de ella.

Aquel día Lolita habló de su marido: me dijo que ya no soportaba vivir con él, que el ambiente de su casa era cada vez más irresistible.

– Los errores se pagan caros, Carlos.

– En efecto… Sobre todo cuando se reincide.

Estábamos sentados a una mesa cercana a la cristalera. El invierno discurría lento y la gente circulaba fosca, desafiando el frío con paso activo.

Lolita se mordió los labios igual que si se mordiera la voz. No se atrevía a decirme lo que estaba pensando.

– ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué volviste a casarte?

– No me quedaba otra solución, Lolita.

Veía sus manos jugando con el salero: tenía las venas abultadas y los nudillos prominentes.

– Si no me hubiera casado con ella, tendría la convicción de haber errado también… Es como si el ser humano no tuviera más destino que el de equivocarse.

– ¿Le has sido fiel?

– No.

– ¿Por qué?

Me encogí de hombros.

– Supongo que por costumbre. El hombre se acostumbra a su infidelidad.

– ¿Lo sabe ella?

– Probablemente lo sospecha.

– ¿Y Paco? ¿Lo sabe Paco?

– Es posible.

Lolita bajó la vista, volvió a mirar el salero:

– Procura que no se entere.

– ¿Por qué?

– Es peligroso.

Cogí su mano: temblaba.

– ¿A qué te refieres?

Lolita palideció. Retiró la mano:

– A nada. Conoces a Paco de sobra… Es inconsistente, y además vive amargado.

También entonces se encendió una luz, pero duró un segundo. No era posible mantenerla encendida. Lolita volvió a hablarme de ella. Dijo que estaba dispuesta a marcharse de Madrid una temporada: «Mi marido me ignora, mis hijos no se acuerdan de que existo…»

Le propuse que la pasara en Barcelona.

– Lo pensaré -dijo.

Me acompañó luego al aeropuerto: «Te espero, Lolita: no tardes.»

Cuando llegué a Barcelona encontré a Serena en el salón con mi hija. Me comunicó que Carlota había estado muy rara y que lloraba por cualquier cosa. Lo decía de un modo brusco, como si me echara en cara mi viaje a Madrid.

– Supongo que habrás almorzado con esa… Lolita.

No contesté. Cogí a Carlota y la senté en mis rodillas: «¿Qué te pasa, hija?»

Carlota tenía el entrecejo fruncido y me miraba con hostilidad.

– ¿Quién es Lolita?

– La hermana del tío Paco.

Serena añadió:

– El gran amor de tu padre.

Lo pronunció con ritintín, arrastrando la erre para que resultara más impertinente.

– No hagas caso, hija mía: Serena está bromeando.

– No bromeo: hace muchos años, antes de conocer a tu madre, antes de conocerme a mí, ese amor ya existía.

Carlota saltó de mis rodillas. Me miraba furiosa:

– ¿Te has ido con ella…?

Volví a cogerla:

– No seas absurda… Lolita es como una hermana.

Carlota era ya una niña espigada, de rostro definido y perfil maduro. Tenía el rictus de su abuelo cuando se esforzaba en pronunciar la erre.

– Tiene nombre de niña sádica, ¿verdad, Carlota?

Carlota no entendía la palabra «sádica». Serena intentaba definírsela.

– Basta -dije furioso.

La niña rompió a llorar. La cogí en los brazos. Le dije que no debía hacer caso de aquellas tonterías… Corrió pasillo adentro hacia su cuarto. La seguí. Se había echado en la cama; continuaba llorando. «No sé qué tengo, papá…» Pensé que tenía sólo desilusión, tristeza… Pero al besarla noté que su frente ardía: «Tienes fiebre, Carlota.»

Le dije a Serena que avisara al doctor Cordal. Serena se negaba: «Pamplinas: eso es lo que tiene Carlota. Una rabieta nada más…»

Aquella noche volvíamos a estar invitados en casa de los Moraldo y Serena alegó que tenía el tiempo justo para arreglarse.

Lo ocurrido después fue una sucesión de hechos insospechados: un continuo «no puede ser» siendo. Un sentir la vida horadada sin posibilidad de rehacerse del taladro. Sin embargo, fui capaz de sobrevivir, de soportar… de contemplar todo aquello sin cegarme ni morirme.

Cuando Serena se fue, avisé al médico. El aspecto de Carlota no me gustaba. Decía que le dolía la garganta, que la cabeza le estallaba… Pero el doctor Cordal me tranquilizó enseguida: «Simples anginas…» Le recetó sulfamidas y dijo que volvería a pasar por mi casa al día siguiente.

Me acosté relativamente pronto. Me sentía cansado. Olvidé a la niña y dormí. No puedo precisar cuánto rato estuve durmiendo. Me despertó el sonido lento y apagado de unos pasos que se deslizaban furtivos hacia la sala de estar. Miré el reloj: «Las dos de la madrugada.» Comprendí que Serena había vuelto. Lo que no entendía era por qué motivo, en vez de entrar en el dormitorio, se quedaba allí en el salón, silenciosa, dejando que la noche discurriese sin prisas.

Agucé el oído y me di cuenta de que no estaba sola. Hablaba con un hombre. Eran cuchicheos susurrantes y lejanos, sin ecos. Estuve a punto de levantarme, pero no lo hice: «No merece la pena -pensé-; no tardará en despedirse de quien sea…» Las voces se volvían cada vez más etéreas y lamentosas… Y el tiempo las iba absorbiendo, minuto tras minuto, con la velocidad absurda de las cosas que ocurren sin motivo.