Cuando volví a mirar el reloj, eran las tres. Seguían hablando. De pronto escuché una frase muy clara: «Aparta la lámpara, Manolo, que voy a eclipsarte.» Pensé: «El imbécil de Paco está con ella.» No había nada peyorativo en aquel descubrimiento. Era un hecho normal, como las borracheras de Victoria. Después vino un silencio largo, un silencio que acogotaba, que impedía razonar, ni moverse, ni respirar… Y el silencio se volvió latidos: los míos. Unos latidos desbocados que descorrían cortinas y emponzoñaban el ambiente. Me sentía paralizado: incapaz de saltar de la cama, de correr hacia ellos, de presentarme en el salón y descubrirlos. Quería aún convencerme de que aquellos latidos eran infundados. Todavía pensé: «Mañana, Serena me dirá: Estuve charlando con Paco en el salón más de una hora…» Y luego me repetiría todo lo que se habían dicho mientras yo dormía. Pero el silencio se prolongaba y las voces no volvían. Sólo se oían roces, crujidos de telas, gemidos medio sofocados… Fui a saltar de la cama, corrí el embozo… Me detuve: de nuevo los oía hablar. Miré el reloj: eran ya las cuatro. Me quedé inmóvil, reloj en mano, los latidos como detenidos… La vergüenza aprisionando mi voluntad.
Y el miedo: un miedo nuevo, rotundo, como de alguien que se ve empujado al abismo. «De ahora en adelante serán mis enemigos…», pensé. Lo vi claro: como si todas las luces de la casa se hubieran encendido repentinamente. Bastaría demostrarle que «yo sabía», para que inmediatamente ellos se pusieran en guardia.
Súbitamente me acordé de Carlota, de su devoción por Serena, de su llanto por todo lo que ella le había dicho sobre mí… Mi cabeza era un molino triturando ideas. Las sentía todas agolpadas en las sienes. «Paco es peligroso», me había dicho Lolita. «Te pediré la receta…», había dicho él.
Eran ya las cinco de la madrugada cuando escuché la puerta de la calle. Me volví de lado y fingí dormir. Serena entró en el dormitorio sigilosa. Se desnudó en el cuarto de baño y se deslizó en la cama contigua a la mía, procurando evitar que yo me despertara.
No dejé transcurrir ni un minuto. Quería probarla. Necesitaba saber enseguida cómo reaccionaba. Pensé: «Todo dependerá de lo que me conteste.» Al fin y al cabo. Serena y Paco eran lo suficientemente amigos para poder charlar horas y horas sin despertar sospechas. Lo grave iba a ser que lo negara, que me dijera: «No es cierto; lo has soñado.»
Bostecé ruidosamente, como si acabara de despertarme y extendí el brazo para rozar su cuerpo:
– ¿Qué hora es? -pregunté.
Serena no contestó. Se hacía la dormida. Incluso respiraba fuerte para justificar su sueño. Encendí la luz y volví a mirar el reloj.
Luego comenté:
– Son las cinco.
Ella se frotó los ojos, daba a entender que acababa de despertarse en aquellos momentos.
– ¿Qué estás haciendo, Carlos?
– Miraba la hora.
– ¡Vaya ocurrencia! Me has despertado.
– ¿Desde cuando estás ahí? No te he oído llegar.
– Debían de ser las dos.
– ¿Has venido sola?
– Naturalmente. ¿Con quién iba a venir? ¿Por qué lo preguntas?
– Por nada.
Apagué la luz.
No fue cobardía. Fue que, por primera vez, tuve conciencia de lo que iba a ocurrir. Era preciso retardar el estallido. Antes debía pensar, meditar lo que convenía hacer. Esperé a que Serena durmiera para levantarme. Anduve por el piso. Todo estaba en silencio. Entré en el salón. Vi el sofá ahuecado, terso; como si nadie hubiera yacido en él. «Los muy puercos se han tomado la molestia de arreglarlo.» También aquello evidenciaba su culpa. Si no hubieran hecho el amor en aquel sofá, las huellas de sus cuerpos hubieran continuado allí. Recordé súbitamente mil detalles: los vi corriendo por la playa, bailando, mirándose furtivamente cuando todavía yo confiaba en ellos: «Los insultaré hasta quedarme sin aliento…» Hablaba solo, mascullaba insultos: «Pregonaré a todo el mundo lo que han hecho…»
De pronto surgía la duda: No era posible. Serena siempre había despreciado a Paco… Serena no podía yacer con un hombre al que despreciaba… Y Paco… Mi mejor amigo. «Un imbécil cobarde y fanfarrón, pero amigo…» Lo difícil era saber cómo era, en realidad, Serena. Nunca lo había podido saber. Recordé a Victoria: Victoria llevaba muchos años lanzando pullas contra mi mujer. «Si al menos supiera cuándo ha empezado ese lío…» Victoria debía de saberlo. Victoria, desde sus borracheras, solía averiguar siempre ese tipo de cosas.
Era como si todo hubiese cambiado repentinamente, como si nadie fuera ya real. «Tengo que pensar.» Debía medirlo todo muy bien antes de adoptar una decisión. Y saber: sobre todo necesitaba «saber». Sin estar seguro de algo era imposible proyectar, ni prever, ni admitir.
Me acerqué al ventanal. El día estaba ya en la calle: era un día débil y vacío. Había beatas apresurando el paso camino de la iglesia, había barrenderos que regresaban del trabajo, algún coche atravesaba la calle.
Tenía un aspecto raro: como si fuera una calle antigua, una calle superviviente de mi adolescencia: sin Serena, sin Alicia… Una calle blanca, con la blancura de los amaneceres fríos.
Salí del salón: entré en el cuarto de mi hija. Dolores me comunicó que había pasado buena noche. Besé a mi hija: la frente continuaba ardiendo.
– Voy a salir -le dije a Dolores-. Si la niña me necesita, llámeme usted a la oficina. Si es posible, no moleste a la señora. Se ha acostado muy tarde.
Cuando entré en el Banco muchos de los empleados aún no habían llegado. Subí a mi despacho y cerré la puerta. Allí, en aquel lugar, era más fácil pensar. Debía trazarme un plan. Un plan concreto, con soluciones concretas y dignidades concretas.
A las nueve agarré el teléfono y pedí conferencia con Madrid. Fue un sosiego grande oír la voz de Lolita:
– ¿Qué te ocurre, Carlos?
– Debiste ser más franca conmigo, Lolita.
Guardó silencio. Preguntó:
– ¿A qué te refieres?
– Resulta difícil abordar esas cosas por teléfono… Si pudieras venir…
– Lo intentaré. Pero ¿qué te pasa?
– Es muy sencillo. Tu hermano y mi mujer están liados.
Pensé: «Ahora lo negará.» Casi lo estaba deseando. Pero no lo negó. Permaneció callada:
– Tú lo sabías, ¿verdad?
– Lo imaginaba.
– ¿Desde cuándo?
Tardó en contestar:
– Lo ignoro. Pero Serena no es mujer de un solo hombre. -Se detuvo un instante. Añadió-: Debiste comprenderlo cuando aún vivía su marido.
Hablaba con aspereza, casi agresiva:
– ¿Te has olvidado ya del pobre Fuentes? ¿Por qué supones que malogró su carrera? No irás a creer lo de la renuncia altruista… Sencillamente su mujer no encajaba. Todo el mundo sabía eso. Todo el mundo menos tú.
– ¿Y él? ¿Lo sabía él?
– Naturalmente.
Era duro oír aquello. Era duro que fuera precisamente Lolita la que me hablase así.
– De modo que era eso…
Escuché una respiración anhelosa, como si el corazón de Lolita se hubiera pegado al auricular.
– ¿Por qué no me lo advertiste? ¿Por qué no me dijiste que estaba arrimándome a una zorra?
– No me hubieras creído. Ningún hombre considera zorra a la mujer que engaña a su marido con él.
Mi silencio la alarmaba:
– ¿Estás ahí, Carlos?
– Sí -repuse-, supongo que tienes razón.
– ¿Qué piensas hacer?
– Aún no lo sé.
– ¿Cómo te has enterado?
– Ellos mismos se han delatado.
– Entonces saben que tú estás enterado.