– No. Lo ignoran.
– ¿Pudiste impedirlo?
– Sí.
– ¿Por qué no lo hiciste?
– Tuve miedo.
– ¿De qué?
– De todo.
– Nunca fuiste cobarde…
Pero empezaba a serlo. Me sentía atrapado en aquel miedo. Imaginé los años que tenía por delante: sanguijuelas chupando mi vida. Instintivamente recordé las confidencias que le había hecho yo a Serena. Ya no debían de ser mías. Probablemente las habría traspasado todas a Paco: «Te pediré la receta…»
– Decidas lo que decidas, debes hablar con ellos: poner las cosas en su punto, amenazarlos. De lo contrario, acabarán contigo. Conozco a mi hermano: es un hombre sin escrúpulos, como Serena.
– Demasiado tarde -repuse-. Serena domina a mi hija… También ellos pueden amenazarme.
– Te advertí que Paco era peligroso.
– Por favor, Lolita: no dejes de venir… Cuanto antes.
– ¿Crees que podré ayudarte?
– No lo sé, pero te necesito.
– De acuerdo. Iré hoy mismo a Barcelona.
Colgó el auricular. Hacía frío. Los radiadores funcionaban mal y en la calle se notaba el invierno.
Otra vez el teléfono: sonaba fuerte, insistente, machacón. Lo dejé sonar un buen rato antes de descolgarlo. A pesar de todo, la vida proseguía, y el Banco funcionaba y la gente precisaba comunicar conmigo…
– Diga.
– ¿Es usted, señor?
– Sí, Dolores, la escucho.
Hubo un carraspeo extraño que demoró la respuesta. Luego la voz de Dolores angustiada, llena de urgencia:
– Venga usted enseguida, señor. La niña empeora.
– ¿Han llamado al doctor Cordal?
– Está de camino.
– ¿Qué ocurre?
El carraspeo otra vez:
– No lo sabemos. La niña dice que no puede ponerse en pie.
Salí del despacho sin colgar.
Después fue un amasijo de horrores en un mundo sin esperanzas. Un rastreo de ritmos extraños, inéditos, completamente desligados de toda lógica. Un verlo todo sin color, como si se tratara de una fotografía siniestra: Carlota en la cama, asustada, sus ojos abiertos, sus manos aferrándose a Serena. «¿Qué me ocurre? ¿Por qué no puedo andar?» El doctor Cordal no respondía. Le miraba las piernas, las palpaba, las martilleaba…
– No hay reacciones.
Tampoco nosotros las teníamos. Éramos como muñecos de cera parodiando actitudes. Tres vidas detenidas, pugnando inútilmente por volver al tiempo.
Había una palabra terrible que no se pronunciaba. Había un temor-certeza, que se imponía, y una espantosa seguridad que mandaba, que engullía todas las esperanzas del mundo.
– ¿Cree usted que podrá ser transitorio?
Era extraño oír la voz de Serena preguntando aquello.
De pronto vi a Dolores. Tenía la misma expresión que el día en que Alicia murió.
– Fue al saltar de la cama. Cayó enseguida.
En cambio aquella vez había dicho: «Ni siquiera se había acostado…»
El doctor Cordal irguió el busto. Se llevó una mano a la cadera. Hizo un movimiento negativo con la cabeza. Repitió inflexible:
– Hay que hacer un recuento. Rápido. Podría ser poliomielitis.
Mi suegra llegó jadeante, desmaquillada, los labios encogidos: «¿Cómo ha sido? ¿Qué ha pasado?»
Se lo explicaron. No lo creía:
– Prueba otra vez, Carlota: La abuela te sostendrá… Vamos: ponte en pie…
Apartaba a Serena, quería sostenerla ella. El doctor la disuadió:
– Ya se ha probado, señora. Es mejor que no lo intente.
– ¿Por qué? Un día u otro tendrá que andar…
No podía aceptar que aquello fuera eterno. Recordé a Carlota la noche anterior, corriendo, pasillo adentro, camino de su cuarto. Escuchaba sus pasos precipitados, ágiles y bruscos, como si quisiera huir de ella misma: «No sé qué tengo, papá.»
Probablemente había llorado por eso, porque algo debía de decirle que, a partir de entonces, nunca podría correr, ni trepar, ni ser como las demás personas.
Salí del cuarto. Llegué al mío. Me lancé contra la cama. Los pasos de Carlota trepidaban en mi cerebro: «Los últimos, los últimos.» Lloré hasta extenuarme.
CARLOTA
– De modo que tiene usted una coartada que prueba mi inocencia…
Servando Fuentevella ha encendido un cigarrillo. No se tragaba el humo, lo ha expelido bruscamente, casi triunfalmente:
– Según usted sólo se es culpable en la medida en que los demás conocen nuestra culpa -he continuado diciendo-. Por lo tanto, si usted prueba mi inocencia, todo quedará arreglado. ¿No es así?
– En efecto.
Ya no había rayo de sol atravesando la estancia. La luz que asomaba por el ventanuco alto era débil y mortecina. Parecía como si los gérmenes que el sol había alumbrado, ya no existieran, como si al marcharse el sol, los gérmenes se hubieran ido con él. Sin embargo (no había duda), continuaban allí, ocultos, vitales, exactamente igual que mi culpa.
– Se equivoca, amigo: mientras haya una sola persona que conozca la verdad, el peligro persiste.
– ¿El peligro de qué?
– El peligro de la amenaza, del chantaje.
Fuentevella ha aplastado el cigarrillo contra el cenicero:
– Usted pretende inmiscuirse en el terreno de la moral. Yo me muevo en el terreno de la ley.
– ¿Y para qué se hizo la ley? ¿Para destruir la moral o para salvaguardarla?
Se ha levantado del asiento. Caminaba a lo largo de la estancia con pasitos cortos y preocupados. Se ha detenido, me ha mirado fijamente.
– ¿Quiere usted decirme, de una condenada vez, quién lo amenaza?
– Sólo puedo decirle que si usted «me salva», me habrá hundido definitivamente.
– ¿Por qué?
– A veces ninguna dictadura puede ser más cruel que nuestra propia libertad.
– Sofismas… Si es grave dejar una culpa sin castigo, más grave sería recibir un castigo sin culpa. Además -ha añadido-, ¿dónde caray deja usted mi reputación?
Al fin lo había soltado. Su orgullo profesional, su oportunidad hollada. ¿Quién era yo para entorpecer la reputación de un hombre que se ganaba la vida pleiteando?
– Le pagaré bien, pero, por favor, pierda usted su causa.
– No me dejo sobornar, señor Hondero. El soborno no encaja en mi ética.
Se ha marchado con la esperanza de su coartada atenazando mi recuerdo. Todo volvía a estar como al principio: inútil, igual que las piernas de Carlota.
Era difícil hacerse a la idea de su inmovilidad. Los primeros días el aturdimiento me impedía comprender aquello: «Te curarás», le prometí. «Te llevaré a los mejores médicos del mundo.»
También aquel día fue preciso soportar visitas. Venían a manadas como si Carlota hubiera muerto. Eran gentes alicaídas que explicaban casos similares, que ponían ejemplos, llenos de insustancialidad: «Luego creció y llegó a casarse…»
Fue un día largo y odioso. Un día desarraigado de todo. Lolita no tardó en venir. Se presentó en casa con su madre, los ojos hundidos, las mejillas pálidas. Apenas hablaba: me miraba. Serena la recibió compungida. «Ya lo ves, Lolita, un golpe terrible…»
Me preguntó si podía ver a la niña:
– Imposible -dijo Serena-, el médico lo ha prohibido.
Cogí a Lolita del brazo:
– Vamos: yo te llevaré a su cuarto.
Serena protestó: convencionalismos. La aparté de un manotazo. Carlota continuaba teniendo mucha fiebre. «Tú eres Lolita…», decía. Y cerró los ojos, como si no quisiera verla.
Lo difícil fue soportar la presencia de Paco. Llegó a mi casa de improviso, soplando, encogiendo la ceja. «Acabo de enterarme: horrible. Pero ¿cómo ha sido?» No le contesté. Dejé que Serena se lo explicara. Paco agarró mi brazo: «Espantoso, chico, espantoso… Un tremendo golpe bajo…» Me desasí bruscamente de éclass="underline"
– Pero ¿qué te ocurre?
Serena dijo: «Déjalo: está preocupado por lo de la niña…»