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No había tristeza en sus frases. Sólo una gran serenidad y una especie de alegría temblorosa que las volvía vibrantes:

– No he vivido mucho -siguió diciendo-. Pero conozco la vida. Ya te he dicho que desde mi silla todo se ve mucho mejor… El mundo está lleno de miserias: la guerra del Vietnam, las drogas, las rebeliones de los exaltados, las extravagancias de los yeyés, los asesinatos, incluso la desabrida paz de esa gente nueva que llaman hippies… No los envidio, papá: prefiero continuar en mi silla.

No me convencía. Había demasiada utopía en todo lo que me estaba diciendo. Por un momento olvidé que estaba hablando con ella.

– ¿Por qué a ti? ¿Por qué has tenido que ser tú la que Dios marcara? ¿Por qué no otra persona?

Carlota rompió a reír.

– No irás a decirme que intentas comprender los motivos de Dios.

– Eso es lo que me rebela: no comprenderlos.

– Pero, papá… ¿No te das cuenta de que si tú los comprendieras Dios iba a ser tan pequeño como tú?

Lo que más me sorprendía era la tranquilidad con que abordaba el tema; la paz que brotaba de sus palabras.

Me habló de pronto de su futuro. Decía que no le asustaba: «Yo sé que nunca conoceré el amor humano…»

– Pero, papá, ¡qué poca gente lo conoce…!

Era extraño que una muchachita de su edad fuera capaz de pensar de aquel modo: «Todo el mundo habla de él, pero nadie sabe lo que es el verdadero amor… Fingen quererse, fingen ser felices…»

– Yo he elegido el amor completo: el que no regatea nada.

Me puse en pie. Algo en mí se rebelaba. Me enfrenté a ella:

– A cambio de tenerte sujeta… Un precio caro, hijita.

– No, a cambio de mi libertad, de mi esperanza, de mi fe.

– ¿Puede bastar eso, Carlota?

Rompió a reír:

– No lo sé, papá: estoy empezando a probarlo -dijo bromeando-. Me queda una vida por delante para averiguarlo.

Al llegar la noche volví a recordar la conversación que había mantenido con Carlota: «Se agarra a su fe para no morirse de tristeza -pensaba-. Para soportarse a sí misma…» Y acabé diciéndome que si Dios existía, era injusto que hubiese tolerado aquella desgracia.

Encendí la luz. Recorrí la estancia con la mirada: vi el televisor, las fotografías de Carlota cuando corría por el césped de Can Pou, cuando se bañaba en la playa, cuando jugaba con Sofía…

No podía admitir que Carlota me hubiera expuesto su pensamiento de un modo tan rotundo y tan sencillo y que, al contemplar sus piernas, sonriera y, en un arranque de sinceridad, me hubiera confesado: «Prefiero estar sujeta a esta silla…»

Al día siguiente llegué al Banco enervado, laso, el insomnio adherido a mis piernas; me sentía viejo, con la extraña vejez de los vagabundos sin rumbo o de los exiliados solitarios. El teléfono, aquel día, sonaba persistentemente. Fue un día agitado, de ritmo delirante. Había mil cosas que aprobar, o discutir, o poner a debate… Pero de vez en cuando todo se detenía. Brotaba la voz de Carlota: «No irás a decirme que intentas comprender los motivos de Dios…»

A decir verdad, tampoco comprendía los motivos de los hombres. Era un mundo absurdo el que vivíamos, un mundo atosigado por el propio atosigamiento. Había sucesos, reacciones, violencias… Los años pasaban cada vez más deprisa, acumulando noticias, atropellando ideas… ¿Para qué?

Recordaba las bromas de Paco, las borracheras de Victoria, las estúpidas reuniones de Francisca Repecho, las teorías vindicativas de la condesa de Trigo… Todo seguía igual, copiándose a sí mismo, ridículamente exacto a su propia exactitud. Pero entre Serena y yo todo era ya distinto. Incluso había veces en que nada de lo que ella pudiera hacer, me importaba. Su asunto con Paco era una certeza que oficialmente se había quedado en duda, en una apariencia oficiosa que, sólo al recordarla vagamente, me afectaba. Tampoco las noticias mundiales lograban mantenerme en vilo como antes: tenía la impresión de que el tiempo pasaba deprisa sin dejar huella: todo iba quedando en agua de cerrajas: los temblores de tierra del Brasil y del Perú, la muerte de los famosos, el terremoto del Irán…

Montini ya no era el predilecto: su Humanae vitae y sus frecuentes suspensiones a divinis le habían restado popularidad entre sus afectos: «Está chocheando», afirmaba la condesa de Trigo. Ya no se acordaba de lo mucho que se había alegrado el día en que lo habían nombrado Papa. Probablemente se hallaba influida por el padre Antonio: «No es ni convincente ni definitiva», decía aquél al referirse a la encíclica, y defendía «las iglesias reprimidas» cuando se aliaban a los disidentes del Norte: «No hay que ser inmovilista…»; de vez en cuando alguien se hacía cruces cuando se hablaba de la ETA, pero, en definitiva, nadie sabía aún qué significaban aquellas tres letras.

El Banco prosperaba: la fuga de capitales había dado un vuelco. Repentinamente España se había vuelto receptora y los capitales extranjeros encontraban un encaje perfecto en Torremolinos y Marbella.

A veces, al recordar al tío Rodolfo y a mi madre, me pregunte cómo hubieran asimilado ellos el cambio enorme que estaba experimentando el país, Europa, el mundo entero… Las sordas rebeliones de la juventud. «Hay que desconfiar de todos los mayores de treinta años» contra el estancamiento y la tradición. La inquietud por lo nuevo espoleaba a todos: «En julio llegaremos a la Luna…» Parecía como si el hecho de llegar a la Luna fuera a transformar la faz de la Tierra. «Nixon será el presidente de la Luna…» Y los ovnis: «avisos del cielo», decían algunos. «Sugestión colectiva», decían otros. «Gentes de otros planetas», aseguraban los soñadores.

Cuando llamó Paco para rogarme que lo recibiera, estuve a punto de negarme. Había tenido una mañana agotadora y su presencia en aquellos momentos no era precisamente lo que estaba deseando. «Serán cinco minutos.»

Llegó puntualmente, se sentó frente a mi butaca y me ofreció un cigarrillo. Despotricó contra el ordenanza: «No me dejaba subir: es un asqueroso fascista…», decía. Le rogué que despachara pronto porque tenía mucho trabajo:

– Serán cinco minutos.

Enseguida abordó el tema. Me preguntó si conocía la firma norteamericana High Woodmade and Company:

– Una gran empresa: una cadena hotelera de gran renombre universal. Van a construir en Marbella un hotel monstruo: algo nunca visto…

Añadió luego que lo habían elegido a él mediador en las negociaciones:

– Ya sabes: tengo influencias y eso se cotiza… Esperan que me convierta en una especie de consejero delgado… Esas gentes son así: exigen garantías. Un representante español que los resguarde, alguien que esté estrechamente vinculado a la empresa para que se tome interés.

– Y te han elegido a ti.

– Así es: se han informado. Saben que mis suegros son personas solventes.

– ¿Y tus suegros se han enterado?

– Todavía no. Están con un pie en la tumba. Sobre todo mi suegro, que es el interesante. El médico le ha dado un año de vida.

Lo decía satisfecho saboreando el remate de aquel año como si estuviera ya a punto de cumplirse.

– En cuanto se esfume, ya lo sabes: Victoria heredará una fortuna. No es ningún secreto.

– Así que vas a convertirte en hombre de empresa.

Causaba risa que aquella calvicie y aquellas cejas pudieran algún día tener relieves de fundador, de hombre serio perorando sobre los derechos del capital (el que nunca había tenido ni iba a tener), aceptando adulaciones de los que, hasta entonces, sólo habían recibido condescendencias, y presumiendo de cosmopolita por unir su apellido a una empresa hotelera con nombre de cadencia americana.

– Menos coña, que esta vez va en serio.

– Así que vas a alinearte en Marbella… ¿Qué pretendes? ¿Erotizar la sociedad de consumo?