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– Hasta cierto punto no te equivocas. El desarrollo del país confía mucho en esa erotización.

– Pues adelante.

Se llevó la mano al cogote. Lo rascaba.

– Todo depende de ti.

– Me lo temía -repuse-. ¿Qué debo hacer?

Comenzó atacando a sus suegros. (Paco llevaba ya una temporada en que, en cuanto se terciaba, iniciaba las conversaciones con aquel tipo de ataques.) «Sólo piensan en ellos, en su maldito dinero… La pobre Victoria se pudra.»

– La verdad es que cuando la gente llega a cierta edad debería morirse: simplemente por buen gusto, por sentido del deber, por no molestar a los que vienen detrás, ¿estás de acuerdo? Yo me pregunto, ¿qué diantre pueden hacer ya en la vida ese par de momias carcomidas?

Y acabó diciendo que la mayoría de las gentes que sus suegros habían tratado, o se habían muerto o habían cambiado. «Son como fantasmas…»

En aquellos momentos tenía la impresión de que todos éramos fantasmas: Incluso yo. Y acababa de cumplir cincuenta y tres años.

– ¿Dónde caray quieres ir a parar?

Paco encogió la ceja. Pensé: «Ahora me incluirá en el lote.» Había llegado el momento de pedirme dinero. Podía olfatearlo en su modo de fumar, de rascarse el mentón y de aplastar el cigarrillo.

– Necesito que me concedas un crédito.

– ¿Cuánto?

– Tres millones de pesetas.

– ¿Contra qué? ¿Cuál es tu garantía?

– La herencia de mi mujer.

Paco cambió de expresión, tragó aire sin saliva y esperó impaciente mi respuesta.

– Por lo que me has confiado, deduzco que esperas la muerte de tu suegro para cancelar la deuda. ¿Has pensado en los intereses?

– Confío en que los acumules hasta poderlos pagar.

– ¿En razón de qué?

Paco hinchó el tórax y carraspeó nervioso:

– En razón de nuestra amistad.

– Nuestra amistad -repetí-. Comprendo… Pero el Banco no es sólo mío: existen otros accionistas. Lo primero que objetarán es la precariedad de esa famosa herencia.

– Un año -me interrumpió-. Puedo garantizarte que sólo transcurrirá un año… Si quieres informarte habla con el médico. Verás lo que te dice. Mi suegro es ya un muerto en potencia.

– ¿Quién no lo es? -repuse fríamente-. También tú lo eres.

– Hombre: no seas cenizo. -Y buscó madera ansiosamente para rozarla con el índice y el meñique.

– ¿Quién no te dice que al salir de aquí te atropella un coche y te quedas frito? ¿Me quieres explicar qué pasaría entonces con tu famosa garantía?

– No irás a desearme la muerte, Carlos Hondero.

– Hombre, si te murieses ahora evitarías a los otros el bochornoso espectáculo de tu decrepitud futura… Ya no eres un niño, Paco.

Se miró al espejo que tenía delante, volvió la cabeza a un lado y puso cara de fotografía:

– Tampoco soy un vejestorio… Acuérdate de nuestras enamoradas del golf.

Paco se refería a dos niñas medio bobas que cuando pasábamos él y yo por delante de ellas cuchicheaban y reían.

– Todavía somos alguien, todavía, bueno: tú me entiendes.

Lo entendía. Quería hacerse el cachondo, el compañero de juergas, el potente, para atraerme a su terreno y convencerme.

– Además, habría que hablar con Victoria. No olvides que la heredera es ella.

– Pero yo soy su marido.

– Estamos en Cataluña, Paco: si ella quiere puede cortarte el suministro.

– Victoria hará lo que yo le diga.

– ¿Tanto la dominas?

Empezaba a mosquearse. No le gustaba mi forma de tratar el asunto.

– Victoria confía en mí.

Le dije que no prometía nada, pero que expondría el caso en el próximo Consejo.

Paco insistió:

– Necesito saberlo ahora. Me han dado tres días de plazo.

Me fijé en sus manos: lo delataban. Eran unas manos inestables, llenas de desazón.

– El Banco necesitará informarse sobre la solvencia de la Compañía. ¿Cómo has dicho que se llamaba?

– High Woodmade… -vaciló-. ¿No te basta mi palabra?

– No, Paco: no me basta.

Cambió repentinamente de expresión. Era otra vez la cara de Paco niño, la que ocultaba mal su miedo a fracasar en los exámenes, la que se encorajinaba cuando lo suspendían.

– Entonces tendré que recurrir a Lolita: tal vez ella te convenza.

– ¿Qué pretendes insinuar, Paco?

Me puse en pie de un salto. Me acerqué a él.

– No me mires así, Carlos: esta vez no bromeo.

Estuve tentado de agarrarlo por la solapa y levantarlo del sillón. Me reprimí. Quedé frente a él viendo cómo cruzaba las piernas y encendía otro pitillo.

– Hasta tu propia hija se ha dado cuenta de lo que hay entre vosotros.

– ¿Qué clase de reptil eres, Paco? ¿A qué viene meter a Carlota en ese maldito lío?

– Carlota puede saber más de lo que tú imaginas.

– ¿Qué es lo que puede saber?

– Lo que salta a la vista, Carlos: tus desaires a Serena. Es evidente que, últimamente, la tienes muy abandonada.

Lo peor era ver su ceja encogida, su párpado entornado, como si la ceja le pesara, su forma de mover las pupilas, como si no pudiera fijarlas de una vez.

– Carlota quiere mucho a Serena -continuó diciendo-. No creo que le gustara saber lo mucho que Serena sufre por culpa de su propio padre…

– Tendrás valor…

– No te sulfures, Carlos: Serena sufre mucho contigo. Dice que desde la enfermedad de Carlota, te has vuelto muy raro, que la tienes atenazada, que no le das dinero, que le regateas hasta cien pesetas…

– Eso es mentira: Serena tiene todo lo que precisa.

– Pero con humillaciones.

Recordé conatos de escenas fugaces entre mi mujer y yo: sus constantes peticiones a fondo perdido, sus sablazos sin justificación: «De ahora en adelante deberás especificar para qué quieres el dinero», le había dicho yo en un arrebato de furia. Y el comentario de Serena: «Con razón tu hija dice que eres un tacaño…»

– Yo no la humillo, pero quiero saber qué hace con el dinero que le entrego.

– Es una manera de humillarla.

– ¿Y tú cómo sabes eso?

– Serena me lo cuenta todo… No te extrañe, Carlos. Siempre fuimos buenos amigos. ¿Has olvidado ya que la conociste gracias a nosotros?

Era imposible olvidar aquello. Venía recordándolo día tras día y noche tras noche.

– Supongamos que yo sea, efectivamente, tacaño con Serena. ¿Me quieres explicar qué caray te importa a ti lo que yo hago o dejo de hacer con mi mujer?

Paco lanzó una anilla de humo y miró al techo:

– A mí nada. Al único que ha de importarle es a ti. Sería muy lamentable que tu hija se enterase de ciertas cosas ocultas…

Se puso en pie. Aplastó el cigarrillo contra el cenicero y volvió a mirarse al espejo. Se arreglaba la corbata, y contemplaba su perfil de reojo, poniendo cara de fotografía:

– Todos tenemos algo que ocultar, Carlos… Especialmente a las personas que mejor concepto tienen de nosotros.

Me tendió la mano:

– Piensa bien lo que te he dicho.

Miré su mano: no era la de un chantajista o la de un atracador. Pero estaba llena de amenazas.

– De acuerdo -repuse-, lo pensaré.

– No olvides el plazo -recordó-. Son tres días. Sólo tres días.

Se fue alzando la mano que yo no había estrechado: «Ciao, bambino. Hasta más ver.»

Creo que fue aquel día cuando empezó el largo calvario de mis temores. Hasta entonces habían surgido esporádicamente, de un modo aislado, sin que llegaran a prender mi atención.

Había en juego varios elementos, pero todos giraban en torno a Carlota: Lolita, mi prestigio como marido de Serena y, sobre todo, el elocuente silencio de «aquello que se ocultaba» y que Carlota no sabía…

Comprendí enseguida que de nada iba a valer plantarles cara o hacerme el ofendido: la espada de Damocles estaba sobre mi cabeza y sobre la de mi hija. Aquélla visita de Paco me había traído el aviso. Por la tarde llamé por teléfono a Lolita. «Tenías razón, Lolita: tu hermano es un perro sarnoso.» Le conté la conversación que habíamos mantenido en el Banco aquella mañana: «Ahora más que nunca creo que Serena y él están liados. Su forma de hablar lo ha puesto en evidencia.»