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– ¿Qué vas a hacer?

– No lo sé.

– Piénsalo bien, puedes perder ese dinero. Puedes perder a tu hija…

– Lo haré: te lo prometo.

Hubo un silencio prolongado. Escuché un sonido que podía ser un sollozo.

– Lolita, ¿estás ahí?

– Sí, Carlos.

– Escúchame.

– Te escucho.

Ni yo mismo sé por qué me subió a la boca. Necesitaba decírselo. Necesitaba que lo supiera.

– Es un poco ridículo hablarte de esas cosas por teléfono… Pero quizá sea mejor: Te quiero, Lolita. Te quiero tanto como a Carlota.

– Lo sé, Carlos. También yo te quiero a ti.

– Me parece idiota no habértelo dicho antes.

– No importa: yo lo sabía.

– ¿Desde cuándo?

– Desde siempre.

Otra vez el silencio. Y su respiración. Y la cercanía de centenares de kilómetros resumidos en un hilo.

– Quisiera tenerte a mi lado.

– ¿Para qué?

– Para decírtelo cara a cara, para no separarme de ti, para…

– Por favor, Carlos, no sigas.

– ¿Por qué?

– Sería inútil.

– Mañana iré a Madrid. Necesito hablar contigo.

Un silencio largo. Un gemido casi imperceptible.

– No, Carlos: mañana saldré de viaje. Iré a París con mi marido.

– ¿Te lo ha pedido él?

– Se lo voy a pedir yo.

– No lo hagas, Lolita. Espera a que vaya yo a Madrid. Quiero hablar contigo.

– Ya lo estás haciendo.

– Te lo suplico.

– No insistas.

De nuevo el silencio. Y la tristeza de la lejanía. Y el sinsabor de no saber por qué estaba ocurriendo lo que ocurría, o por qué no ocurría lo que debería haber ocurrido hacía mucho tiempo.

– He sido un imbécil, Lolita: un perfecto imbécil.

– No te culpes -dijo ella-. Sería darle la razón a la trampa.

– ¿Qué trampa?

Lolita dejó escapar un suspiro casi brusco:

– La de nuestros errores. Hay que sacar el mejor partido posible de ellos. De lo contrario, nos hundiremos.

– Yo estoy ya hundido.

– Todavía no, Carlos. Debes luchar.

– ¿Para qué?

– Piensa en tu hija.

– No hago más que pensar en ella.

– Es lo único que importa.

– También tú importas.

– Yo soy el pasado, Carlos. No quieras convertirlo en presente. Cometerías otro error.

– Me estás pidiendo que renuncie a vivir.

– No: únicamente te estoy pidiendo que renuncies a verme.

– ¿Por qué, Lolita? No tienes derecho. No puedes exigirme eso.

– No te lo exijo -murmuró ella-. Sólo te lo pido.

– Por favor, no cuelgues aún. Escúchame… Aquella tarde en San Sebastián… ¿Recuerdas? ¿Sabes a lo que me refiero? Aquella tarde…

– No conviene hurgar cadáveres, Carlos. Ni tú ni yo somos ya los mismos. Aquella mujer era una niña alocada y aquel hombre era un pobre ambicioso cargado de vanidad. Los dos han muerto.

– Pero seguimos latiendo.

– Es curioso… -rió sin ganas-. Supongo que a eso se le llama sobrevivir.

– Para mí significa más. Significa tener esperanza.

– ¿De qué?

La voz se le iba:

– No vuelvas a engañarte, Carlos…

– Por favor, no te vayas aún.

– Adiós, Carlos.

– ¿Lolita? ¿Estás ahí, Lolita?

No hubo respuesta. Colgué el auricular. Al día siguiente llamé a Paco para decirle que podía contar con el crédito. «Yo mismo avalaré el préstamo.»

Llegó al Banco satisfecho, otra vez sumiso:

– Una buena inversión, Carlos: no te pesará. A lo mejor puedo devolverte el dinero antes de que mi suegro palme.

Aquel año la primavera volvió a llenarse de festejos entre los intocables. Se hablaba mucho de que los Rampardal iban a celebrar un baile «monstruo» en su finca de Cadaqués. Los Rampardal eran ya los amos de la situación. En cierto modo sus millones estaban sustituyendo al aristocrático bullir de los Sobrado, los Repecho y los Cabeza de Moro. Muchos apellidos ilustres comenzaban a ser desguazados por apellidos como el suyo: plebeyos, pero cargados de «posibles». Además los Rampardal eran todavía jóvenes mientras que los Sobrado y los Repecho (padres) comenzaban a declinar visiblemente. Los Cascote ya no iban a Estoril y Tico Sobrado iba perdiendo sin remedio su categoría de conquistador.

Había un mundo de diferencia entre los intocables de mi adolescencia y los de aquel momento. A nadie interesaban ya los martes de los viejos Moraldo, ni la opiniones de Manuel Bruton (si se pronunciaba Briuton, mejor) ni los chistes facilones del conde de Trigo. Interesaban los nuevos, los que llegaban a España a lomos de la ola turística, los artistas del momento, los avanzados… Por eso Francisca Repecho no ofrecía ya festejos sin una figura destacada capaz de divertir: «Habrá mucha mezcla», decía. Precisamente lo contrario de lo que años atrás hubiera dicho.

Serena no perdía ocasión de asistir a todos los festejos que Francisca organizaba: «Es la única que ha sabido cambiar el panorama de la sociedad», decía.

Y me arrastraba con ella, «para que la gente no murmurase», para que todo el mundo se diera cuenta de que nuestro matrimonio había sido un éxito.

Pero me aburría. Era una tortura para mí escuchar noche tras noche las sandeces de aquellos que hablaban sin oír, o presenciar las borracheras de Victoria (cada vez más fofa y desbocada), o contemplar las miradas furtivas que se dirigían Paco y Serena cuando suponían que yo no reparaba en ellos. Y soportar las opiniones de los que no se resignaban al cambio, los que juzgaban que el «turismo barato» estaba destruyendo a España, o los que se remontaban a su juventud para contar anécdotas que no interesaban, que nada tenían que ver con el vertiginoso presente que nos estaba acogotando.

Luego, «los elegantes venidos a menos» que presumían de boutiques, o los nuevos pobres que se dedicaban a gorronear, y los aprovechados, que sacaban partido de todo para medrar a fuerza de lugares comunes: «Voy a abrir una mini-tienda.» «Fulanito ha puesto un mini-bar.» Desde que se había puesto de moda la mini-falda, todo se había vuelto repentinamente «mini». La falta de imaginación era evidente, pero todos los dueños de algún «mini» se sentían emocionadamente originales cuando mencionaban sus «minerías».

Era muy cansador soportar todo aquello. Era casi tan desmoralizador como recordar a Lolita lejana o a Carlota en su silla de ruedas. Era como si también aquellas gentes anduvieran en sillas de ruedas, como si todos viviesen paralizados.

Al llegar a casa Serena siempre reprochaba mi actitud: «Siento decírtelo, pero estás perdiendo puntos…» Y añadía que los amigos empezaban a encontrarme tostón, que ya no era el de antes, que la gente se aburría cuando estaba a mi lado…

– ¿Me has oído, Carlos? La gente se está cansando de ti.

También yo me estaba cansando de la gente. Había sentimientos irremediablemente mutuos.

Pero mi aguante llegó al extremo cuando me vi obligado a soportar el crucero de aquel verano.

Serena, escarmentada por su tedio del año anterior, se había desquitado invitando ella sola a los amigos. «Como Carlota prefiere quedarse…» Había los de siempre más algún elemento nuevo. Uno de aquellos elementos era una mujer extranjera. Una otoñal de pelo descolorido, cogote recio y mirada dura que acababa de separarse de su marido. «La pobre Marión está muy triste», decía Serena y se había propuesto «consolarla».

Fueron veinte días agotadores. El tema principal lo encabezaba siempre el padre Antonio. Nadie podía asimilar aún que hubiera colgado repentinamente los hábitos: «Al parecer, se ha fugado con su secretaria.» Francisca Repecho estaba verdaderamente consternada: «Pensar que hace poco más de un mes me confesé con él…» Victoria la tranquilizaba: «No te preocupes, ya se habrá olvidado de tus pecados.» Teresa Rampardal se hacía la escandalizada: «Pero si parecía un santo…» «Tanto hablar de amor…» Y Paco aprovechó la coyuntura para largar uno de sus chistes de mal gusto sobre los curas yeyés. Recordé a aquel hombre cuando todavía llevaba clergyman… Entonces aún era «alguien». Luego había ido perdiendo categoría social. La gente, en cuanto lo vio vestido de seglar, dejó de invitarlo.