Выбрать главу

No tardé mucho en percatarme de lo que estaba ocurriendo entre Victoria y la nueva del cogote recio. Tras su apariencia de valquiria rubia, se escondía una lesbiana como una catedral.

Cuando regresé a Barcelona le comuniqué a Serena rotundamente que aquél era el último año de barco.

– Pienso venderlo.

Me miró de soslayo: frunció el labio inferior.

– Tú verás lo que haces -me dijo-. Los amigos no van a perdonártelo.

– Cualquiera diría que he comprado el Serena para los amigos.

– ¿Para quién si no?

– En principio lo compré para ti.

– Entonces, ¿cómo te atreves a venderlo sin consultarme?

La miré de arriba abajo.

– Tú ya no me perteneces.

Lo dije sin nostalgia, sin dolor: únicamente con asco.

– ¿Qué intentas darme a entender?

– ¿Para qué describirte lo que sabes mejor que yo?

No había violencia entre nosotros: únicamente una repugnante frialdad:

– Lo que me admira -dijo ella- es cómo imaginando lo que imaginas tienes el cinismo de tolerarlo.

– Entonces ¿lo admites?

– No he dicho que lo admitiera. Sólo me intriga saber lo que pasa por tu torturado cerebro.

– Todo -dije-, todo lo imaginable.

– ¿Y cuál es la consecuencia?

– Eso está aún por ver.

– ¿Me amenazas?

Esbocé una sonrisa despectiva:

– Es demasiado peligroso amenazarte, Serena. Prefiero dejar las cosas tal como están.

– ¿Hasta cuándo? -cambió de voz-, ¿No pretenderás deshacerte de mí como hiciste con Alicia?

Fue la primera vez que lo dijo abiertamente.

– ¿Cómo te atreves? Sabes muy bien que yo no maté a Alicia.

– Hay muchas formas de matar, querido Carlos. ¿Te has olvidado ya del famoso papel que dejó en tu dormitorio?

Me acerqué a ella. La agarré por los hombros. La vi de pronto con el rostro de Estrella; tenía la misma sonrisa, el mismo odio en la mirada.

– Me repugnas, Serena, me repugnas.

La empujé contra el sofá y salí de la estancia.

No fueron sólo las amenazas. Hubo mucho más: un continuo desprestigiarme entre los amigos: «Ese Carlos es un celoso empedernido… No me deja dar un paso…» Un continuo sacarme dinero: «Además, se vuelve tacaño.» Un continuo prescindir de mí: «Es mejor que no me acompañes, Carlos: te aburrirías demasiado…» Todo se repetía. Sólo que los papeles se habían trastrocado.

A veces, cuando me miraba al espejo era como si estuviera asumiendo la expresión triste de mi primera mujer: «¿Por qué te casaste conmigo, Carlos?» También yo me estaba preguntando por qué motivo se había casado conmigo Serena.

Incluso los amigos empezaban a tratarme como en tiempos habían tratado a Alicia. En cambio, la personalidad de Serena crecía; Serena era divertida; Serena era animada; Serena no tenía una hija paralítica que estuviera paralizando su vida.

Así me fui introduciendo en el silencio, en la misantropía, en la soledad. Lo peor era los reproches de Carlota. Ella no sabía: «Papá, estás descuidando a la pobre Serena… Deberías acompañarla.»

Aquel verano me sentía cansado y prolongué mis vacaciones más de lo habitual. Me quedé en Can Pou con mi suegra y con Carlota. Serena se resistía a «enclaustrarse», como decía ella. Tenía proyectos: viajes al sur de España. «La cadena hotelera de Paco costeará mis viajes…» Y yo fingía creerla, para no violentarla, para que mi hija continuase suponiendo que las ausencias de Serena eran lógicas y normales.

Lo más difícil de soportar era el distanciamiento de Lolita, la falta de cartas suyas, su total aislamiento. Por primera vez me sentía viejo, desgastado, sin empuje para vivir. La hora mejor era la del baño; cogía a Carlota en los brazos, la metía en el agua. La obligaba a bracear. Y Sofía nos contemplaba sonriendo.

– Lo estás haciendo muy bien, Carlota…

También Carlota sonreía. No tenía ya ni prejuicios ni complejos. Por las tardes solían llegar chicos y chicas de su edad a Can Pou. Mi suegra los recibía con su proverbial entusiasmo. Se creía joven como ellos, les preparaba la merienda, los obligaba a reír…

Serena llegó hacia finales de agosto: venía morena, esbelta, cargada de regalos. «Un día te llevaré al hotel del tío Paco -le anunció a Carlota-. Está quedando precioso», y afirmaba que la empresa le había encargado que asesorara gran parte de la decoración.

Cuando entró en su cuarto, Carlota y yo la seguimos. Abría la maleta, colocaba las prendas sobre la cama. Pregunté directamente:

– Supongo que el suegro de Paco continuará vivito y coleando.

Serena cambió de expresión:

– Si no se ha publicado la esquela, es de suponer que continúa vivo.

Tras el ventanal se veía una tierra guijarrosa cercando la explanada del jardín. Era un paisaje empapado de verano, de sequedad, de torridez.

– Paco afirmó que tenía un año de vida -insistí.

Carlota también miraba el paisaje. Decía que iba a sacar un apunte desde el balcón de Serena. Serena continuó extrayendo prendas de la maleta.

– Si el conde de Remo te estorba… Ya sabes lo que debes hacer, Carlos.

Carlota se volvió hacia nosotros. No entendía. Reaccioné pronto. Lancé una carcajada, me acerqué a Serena, acaricié su brazo: «Estás muy guapa -le dije-. La estancia en Marbella te ha probado.»

Y la soga de mi cuello se iba estrechando.

Regresamos a Barcelona muy cerca del otoño. Desde la avenida Pearson, Barcelona se veía ya envuelta en frío y humedad.

Aquella temporada Paco solía pasar muchas horas en nuestra casa. A Carlota solía divertirle su charla; sobre todo cuando lanzaba sus noticias inéditas. Fue él quien primero habló del asunto Matesa. Conocía a fondo los pormenores:

– Ahora es cuando podemos afirmar que España está avanzando: hasta tenemos nuestro escándalo público a nivel de los países pudientes… -Serena reía-. Sólo nos falta un buen secuestro de aviones para completar nuestro prestigio internacional.

Todavía no me resultaba demasiado difícil mantener una conversación con aquel hombre. Todavía, cuando pensaba en su lío con Serena, no llegaba a exasperarme. Todavía nos tolerábamos, como si yo no «supiera» y él no supiera que yo «lo sabía».

Fue el año de las alarmas bancarias y de los sondeos de créditos desmedidos. El asunto Matesa había despertado conciencias y provocado suspicacias.

Fue entonces cuando le insinué a Paco que empezara a devolver su crédito. «Los intereses acumulados están preocupando a los consejeros.»

Paco no se inmutaba: «Mi suegro no puede tardar en morirse», me contestó fríamente.

No obstante, el tiempo pasaba y el conde de Remo, contra todas las previsiones, continuaba vivo. Al fin decidí intervenir. Me puse en contacto con la compañía High Woodmade de Málaga. Averigüé entonces lo que ya había supuesto: Paco sólo había intervenido como mediador entre los dueños del terreno y los compradores. Lo demás había sido puro invento. El crédito que había pedido no formaba parte del capital de la empresa.

Lo llamé por teléfono. Le dije que deseaba hablar con él en mi despacho. Se presentó en el Banco con aires sosegados, sin dar muestras de la menor alteración. Venía galleando sobre el viaje de Nixon a España, decía que lo había conocido en Madrid: «Un gran tipo ese Nixon.» Últimamente Paco ya no se contentaba con el roce de los importantes nacionales. Necesitaba presumir también de internacional, de hombre influyente más allá de nuestra esfera política.