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– Celebro que hayas conocido a Nixon -le dije-. Siempre es una ayuda intimar con presidentes.

Mi tono burlón debió de mosquearlo, pero no dio muestras de enfado.

– En la vida nunca se sabe lo que puede ocurrir.

Aguardé a que se sentara para lanzarle la bomba:

– Me he puesto en contacto con la Compañía hotelera de Marbella -le dije.

Paco se pasó una mano por la calvicie y, por supuesto, encogió la ceja:

– Lo imaginaba: tarde o temprano tenía que ocurrir.

– Así que admites tu mentira.

– Hasta cierto punto. Necesitaba una excusa para que me prestaras el dinero. Te lo pagaré religiosamente cuando mi suegro muera.

Enseguida hinchó el busto, sacó las gafas, se las colocó y desplegó el periódico que llevaba consigo.

Se lo arranqué de las manos de un manotazo.

– No te he llamado para que leas en mi presencia.

Se quitó las gafas y volvió a guardarlas en el estuche.

– Ahórrate los malos modos, Carlos: no encajan en mi estilo.

– Tampoco en el mío encajan los embustes.

Respiro hondo. Miró el techo:

– Has dado pruebas de ello: toda tu vida no ha sido más que un prolongado y miserable embuste.

– ¿Y la tuya? ¿Qué ha sido la tuya, Paco?

Se encogió de hombros. Dejó escapar un soplido y cruzó los brazos.

– De acuerdo; tampoco yo he sido un dechado de virtudes: pero al menos no he presumido nunca de intachable como has presumido tú.

Comprendí que ganaba terreno. Corté por lo sano:

– Me gustaría saber para qué me pediste el crédito.

– Sencillamente para vivir.

– Y no vacilaste en urdir ese maldito enredo…

– Todos caemos en eso, Carlos. Dime, ¿jamás has enredado a nadie? ¿Te has olvidado de cómo conseguiste el puesto que ocupas ahora? ¿No fue a costa de engaños, embustes y adulaciones?

– Fue a costa de mi trabajo, de mi esfuerzo, de mis estudios…

– Y de algo más, Carlos. Nos conocemos bien… En cierta ocasión me dijiste que Alicia te había llamado ladrón. No andaba equivocada. Hay muchas formas de robar, Carlos… Una de ellas consiste en hacerse nombrar administrador de los bienes de la propia mujer.

– Alicia no estaba en condiciones de administrar sus bienes.

– Eso es lo que tú le hiciste creer a tu suegro.

Las piernas me flaqueaban. Me senté en el sofá. Paco continuaba atacando:

– Nos conocemos demasiado para que yo ignore tus puntos flacos. Siempre fuiste ambicioso. ¿Recuerdas? Querías prosperar, querías ser un Freudman, un hombre de pro, con medallas, con propiedades, con descapotables extranjeros y consejos de administración. Bien. ¡Ya has conseguido todo eso! ¿Te satisface? ¿Puede satisfacer la gloria al precio que la has pagado?

Recuerdo el tono de su voz: tenía la monotonía de la dulzaina, la sequedad de sus notas, el chirriante susurro de sus falsetes. Y, sobre todo, su toque de alerta.

– Te has valido de nosotros -siguió diciendo-, nos has exprimido hasta la saciedad: nada se te ponía por delante. Querías dinero y te casaste con Alicia. Querías medalla y me sobornaste para obtenerla. Querías ser libre y eliminaste a Alicia.

– ¡Basta!

Pero la voz de Paco no se interrumpía; seguía hablando como un disco que no tuviera fin: fanfarroneando, jactándose de hombre razonable.

– Todo te parecía poco para satisfacer tus estúpidos delirios de grandeza, tus complejos de advenedizo, tus interminables lacras de la infancia…

Me tapé los oídos. No podía soportar su voz. Devoraba, hurgaba, roía. Lo vi de pronto de pie, frente a mí: alto, erguido, los puños crispados.

– Y todavía te quejas porque te pido un miserable crédito con garantías. ¿No te parece que resulta un poco fuerte tu desfachatez?

Estuve a punto de levantarme y emprenderla a bofetadas con él. Todo en Paco se me antojaba ya insufrible: su cara de cobarde envalentonado, sus labios finos, moteados de burbujas de saliva reseca, su calvicie brillante, sus cejas, por primera vez unificadas, sin dar síntomas de encogimiento.

– No eres razonable, Carlos; no lo eres.

Se volvió de espaldas, se acercó al balcón. Miraba la calle: una calle pletórica de miasmas, de ruidos de vehículos exudando tóxicos, de gente angustiada intentando abrirse paso para llegar… ¿Llegar adónde, Dios Santo? Tal vez llegar al punto de partida, a la conciencia de que nada tenía sentido, a la meta de los que nunca alcanzan lo que buscan, la que se anhela sin razón y se ríe de nosotros cuando la rozamos con la mano.

– Escucha, Paco.

No se volvió; continuó imperturbable, respirando anheloso, su furia desatada, prestando vaho al cristal.

– No es tu petición lo que me indigna. Es la excusa que diste para que yo la atendiera.

Rompió a reír.

– ¿Y a ti qué caray puede importarte el empleo que yo vaya a darle al dinero que me pertenece?

– No era tuyo ni mío: era del Banco.

Volvió a mirarme. Se había congestionado y los ojos le brillaban como los de un perro rabioso.

– Ahí quería yo pillarte, Carlos Hondero Ruiz de la Argamasa -decía señalándome con el dedo-. El dinero del Banco… El que tú manejas.

– Me pertenece hasta cierto punto.

– Como le pertenece al cazador la carnada de una loba. Es muy fácil hacerse con ella manejando un rifle. Bien: pongamos que yo también lo he manejado. ¿Qué tienes que alegar, señor puritano? Analicemos la situación: ¿cuál de los dos ha salido ganando a lo largo de nuestra vida con esa maldita amistad nuestra? ¿Crees que todo lo que yo te he dado a ti vale menos que ese cochino crédito que me has dado tú a mí? ¿Quién te metió en sociedad? ¿Quién te consiguió la medalla? ¿Quién dio brillo a tu sucia casta de chupatintas? ¿Quieres decírmelo? Pero ¡si ni siquiera sabes quién era tu padre…! Y tu madre… ¿Quién era tu madre? Una pobre costurera de fama un tanto dudosa…

Fue entonces cuando salté. Lo cogí por las solapas; lo empujé hasta la pared: clavé mi aliento contra su rostro.

– O retiras lo de mi madre, o te dejo seco -le grité.

No se defendió. Me miraba; sólo me miraba.

– Retíralo, ¿me oyes? Te lo mando, te lo ordeno.

Paco se llevó un dedo a los ojos.

– Está bien: lo retiro. Al fin y al cabo, tu madre era una infeliz… Ningún delito pudo ser peor en ella que el de haberte traído al mundo.

Me aparté de su lado. Me dejé caer en el sofá. Tenía la impresión de que los pulmones iban a estallarme.

No sé cuánto rato estuvimos en silencio, como dos gatos enemigos que aguardan el ataque del contrario. Al fin, Paco volvió a hablar:

– Estarás satisfecho…

Lo decía mientras se arreglaba la corbata y estiraba su chaqueta.

– Siempre fuiste dado a la violencia: un gesto muy Carlos Hondero. Muy tuyo.

No contesté. La garganta me dolía de tanto gritar.

– Afortunadamente te conozco -continuó diciendo-, por eso no tomo en consideración tus estúpidos arrebatos de soberbia.

Emitía un odio frío, un odio acumulado durante años y años: un odio con nubes, con humedad, con invierno.

– Voy a decirte algo, Carlos Hondero: algo que probablemente nadie se ha atrevido a decirte. Creo que ya es hora de que lo sepas: si no fuera por ese maldito dinero que tienes en las manos, si no fuera porque te has convertido en un hombre influyente, nadie, ¿me oyes bien?, nadie se tomaría la molestia de tratarte. Te quedarías sin un solo amigo. La gente te ha calado: ya no engañas a nadie.

– Jamás he creído en la amistad -lo atajé-. No me forjo ilusiones sobre un sentimiento tan precario como ése…

– Lo cual no impide que, de vez en cuando, lances discursos azucarados y melifluos ensalzándola.