Recordé lo que me había dicho Alicia: «Eres un fraude, Carlos.»
– Por eso te prevengo: guárdate de la maledicencia. No exprimas a la gente; en cualquier momento puedes verte atosigado por la opinión ajena.
– Como si la opinión ajena me importara… Tengo la conciencia limpia.
Paco me miró: los labios prietos, la sonrisa irónica apuntando en ellos otra vez.
– ¿La tienes, Carlos?
– Naturalmente.
Paco se rascó de nuevo el cogote:
– Yo, en tu lugar, no estaría tan seguro.
– ¿Qué pretendes insinuar? ¿Te has propuesto enloquecerme?
– La verdad. Sólo la verdad.
– La verdad no me asusta: no tengo nada que esconder.
– ¿Ni siquiera a tu hija?
– Carlota confía en mí. Ninguna insidia puede dañarla.
– Eso está por ver.
– Serías capaz de…
No me dejó terminar la frase. Se acercó a mí. Me plantó cara directamente:
– No le preguntes a un hombre atosigado de lo que podría ser capaz, Carlos. La mente humana no tiene límites cuando intentan coartársela como estás haciendo tú. Es un aviso: un simple aviso. Todo depende de tu comportamiento.
– ¿Me estás haciendo chantaje?
– Estoy utilizando tus propios procedimientos. ¿Lo has olvidado? También tú le hiciste chantaje a Alicia. También tú especulabas con su silencio frente a tu suegro. La muerte de don Alberto pesaba mucho… ¿Recuerdas? No debe extrañarte que ahora haga yo lo mismo contigo… Ya sabes a qué atenerte: mi silencio a cambio de tu tolerancia.
Fue la última dentellada de aquel día; el último aviso. No contesté. Hubiera sido ocioso contestar. Me dolía la cabeza, me sentía febril. Notaba un malestar grande en todo el cuerpo. Yo ignoraba aún que estaba enfermo. Imaginaba que mi estado angustioso se debía sólo a la disputa que acababa de tener con aquel hombre.
Llegué a casa con la sensación de que Alicia acababa de morir. Más de una vez me había ocurrido aquello. Era como si volviera a tenerla delante, junto al torreón, la cabellera esparcida, los ojos abiertos mirando un sol que ya no podía cegar sus pupilas…
Me sentía débil, bañado en soledad. Pensé que había culpas imborrables, incapaces de vindicación. Culpas eternas que desposeían de todo derecho, de toda excusa.
Me dije entonces que yo mismo hablaría con Carlota. «No permitiré que lo hagan los otros.» Pero ¿cómo decirle a Carlota: «Tu madre murió porque yo dejé que muriese»? Carlota indagaría, preguntaría, querría saber… Y sabría. Paco y Serena se encargarían de que lo supiera todo sin omitir detalle. Y Victoria: también ella aportaría su grano de arena. La imaginaba ya volcando sobre mi hija la escena de aquella noche: «Tu madre me llamó por teléfono porque se sentía sola: tu padre no la quería, tu padre la torturaba…» Y Carlota me contemplaría como había contemplado la tormenta de aquella tarde; horrorizada, buscando un apoyo que nadie podría darle…
Después… ¿Qué iba a ocurrir después? No podía haber un después. No podía existir nada: ni siquiera el derecho a ser considerado víctima.
Aquel día Serena no almorzó en casa. No era la primera vez que se adjudicaba el privilegio de ausentarse a la hora de almorzar.
Subí al estudio de mi hija. Desde allí, la ciudad era un gran bloque gris, cercado por el azul de un mar que a veces se volvía negro. Recuerdo que hacía mucho viento y los árboles se balanceaban goteando restos de una lluvia reciente.
Carlota estaba allí, su silla encarada hacia un caballete donde se alzaba el cuadro que estaba haciendo. Tenía el tocadiscos en marcha y no me había oído llegar. Detuve el mecanismo y me acerqué a ella: «¿Cómo va ese cuadro?» Abandonó los pinceles, me tendió los brazos: «¿Qué hora es?», preguntó. Decía que cuando pintaba las horas se le pasaban volando, que se olvidaba de todo. Era un sosiego escuchar su voz (todavía alegre): «Fíjate en ese paisaje, papá: ¿no te parece sobrecogedor?»
– Pintas mejor que tu madre -le dije-. Algún día podrás hacer una exposición.
Carlota entornaba los ojos: retrocedía, volvía al lugar donde yo la había encontrado. Era consolador comprobar su forma tan ágil de manipular la silla. A veces uno llegaba a olvidarse de que no podía caminar.
– ¿Sabes, papá? Cuando pinto a menudo imagino que la tengo al lado, que me está insuflando lo que debo hacer… No deja de ser un acicate saber que también mi madre era artista. Es una forma de prolongarla.
Pensé otra vez: «Voy a decírselo todo. Si no lo hago ahora, no lo haré nunca…» Pero Carlota dio vuelta a su silla y me tendió la mano.
– Mira, papá… Contempla el paisaje. ¿Qué te está diciendo?
Tenía una mano cálida y suave. Una mano llena de sueños. Apretaba la mía, me arrastraba hacia el ventanaclass="underline"
– ¿Crees tú que el paisaje puede hablar?
– Todo puede hablarnos, papá.
– Suponte que te diga algo terrible, algo que tú ni siquiera sospechas… ¿Cómo reaccionarías?
– Quizá pensara: el paisaje está mintiendo.
– Suponte que no mintiera.
– Entonces pensaría: «No volveré a mirarlo.» No me gusta que me digan cosas feas.
– ¿Aunque te vieras obligada a tenerlo siempre delante?
Carlota frunció el entrecejo y torció la cabeza:
– ¿Qué tratas de decirme, papá? ¿Qué llevas entre ceja y ceja?
– Nada. Era una hipótesis.
Carlota volvió a sonreír.
– Ya sé lo que haría; correría hacia ti. Te buscaría, te diría: «Defiéndeme contra el paisaje, papá; acaba de atentar contra mi vida.»
Cogí su cara entre las manos. Besé su frente.
– Y yo te diría: confía en mí, Carlota; jamás toleraré que nadie ni nada la destruyan.
Almorzamos allí mismo en una mesa portátil. A Carlota le gustaba contemplar el jardín mientras comía. Había tilos balanceándose, había hojas correteando secas por la planicie de arena y había una extraña crispación en la hierba y en las ramas.
– No quisiera parecerme al jardín de ahora -dijo ella-. Es como un borrón en un escrito.
Le gustaba decir cosas así, peculiares; cosas que la gente normal no captaba, como si el hecho de su contemplación forzosa le hubiera descubierto unas dimensiones nuevas.
– Si aguzas el oído, podrás oír sus bramidos.
Intenté bromear:
– Nosotros, los que no somos artistas, lo llamamos viento.
– No -dijo-, más allá del viento… ¿No oyes?
Miré mi plato. Apenas comí aquel día. Me sentía inapetente, destemplado.
– Algo te ocurre, papá. ¿Por qué no me dices lo que te preocupa?.
– Estoy cansado: eso es todo. Quisiera hacer un largo viaje contigo. Marcharme lejos de aquí: tú y yo solos.
– ¿Y Serena?
Me llevé la mano a la frente: la tenía ardiendo.
– Serena no querrá acompañarnos.
– Te equivocas, papá… Serena nos quiere mucho. -Se detuvo. Apartó el plato, cruzó las manos sobre la mesa-: Tú, en cambio, jamás la has querido, ¿verdad, papá?
– No es eso.
– ¿Entonces qué es? Suele quejarse de que la dejas sola, de que nada de lo que ella hace te interesa… Tiene razón, papá.
– Tampoco lo que yo hago le interesa a ella.
– Apariencias.
– Me duele que hables así de Serena.
Me levanté:
– Perdóname, hija mía; no me encuentro bien.
Me dirigí a la puerta. Carlota quería seguirme. Escuchaba tras mí las ruedas de su carrito avanzando rápidas y suaves sobre la alfombra del vestíbulo.
– Escucha, papá…
Llegué a la escalera. Bajé al rellano de mi dormitorio. Me coloqué el termómetro. Temblaba. Tenía fiebre, mucha fiebre. Pensé aún que podía ser una reacción nerviosa. «Cuida de tu hija, Carlos: podría convertirse en tu enemigo…» Me eché en la cama. La habitación daba vueltas: «El hombre ha llegado a la Luna…» Había que ver la televisión, asistir a los consejos, comer platos típicos, leer best-sellers, romper lanzas por una idiotez y forjar metas estúpidas. «La meta, Carlos; la meta…» En aquellos momentos la meta era protegerse contra Paco, contra Victoria, contra Serena. Intenté levantarme de la cama. No podía. Pulsé el timbre. Pensé que acudiría Dolores. Pero cuando se abrió la puerta, entró Serena: