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– No, por favor… Tú no.

– ¿Qué le has dicho a Carlota? -preguntó fríamente.

– Tengo fiebre, Serena; estoy enfermo.

– Te conozco, Carlos; siempre aduces esas cosas cuando quieres desviar el tema.

Cogí su mano y la llevé a mi frente; Serena la retiró enseguida.

– La has dejado hecha un mar de lágrimas.

Intenté incorporarme. Serena era una mota difusa en la penumbra de la habitación.

– ¿Dónde has estado? -pregunté.

– No creo que a estas alturas te importe demasiado saber dónde paso mis horas libres.

– Has almorzado con ese imbécil.

– No sé a qué imbécil te refieres. En todo caso, sea quien fuere, nunca lo será tanto como tú. Lo que importa ahora es saber con exactitud qué le has dicho a Carlota.

– No temas: no le he explicado el lío que os traéis entre manos. Si es eso lo que te preocupa, quédate tranquila. Es demasiado arriesgado hablar con Carlota de esas cosas. Le he propuesto que hagamos un viaje juntos.

Serena carraspeó:

– Así que pensabas huir con ella… ¿Hasta cuándo?

– Hasta siempre.

– ¿Y dejarías tu trabajo?

– No soy insustituible.

Serena respiró hondo:

– Te has vuelto loco.

– Es posible.

– ¿Qué te ha contestado Carlota?

– No me ha entendido. No puede entenderme. Imagina que tú eres poco menos que una santa.

– A ti lo que te ocurre es que tienes celos de tu hija. No puedes tolerar que me quiera tanto como te quiere a ti.

No contesté. Su maldita voz era ya un flagelo.

– Me he enterado de todo, Carlos. Has tenido la desfachatez de echarle en cara a Paco el préstamo del Banco. Por si fuera poco lo has agredido… No, es inútil que protestes. Paco me ha puesto al corriente.

– Por lo menos confiesas haber estado con él.

– No es ningún delito almorzar con un amigo de toda la vida.

– Lo es cuando ese amigo atenta contra tu propio marido.

– ¿Atentar? ¿Quién atenta contra quién? ¿No estarás invirtiendo los términos, Carlos? ¿Has olvidado ya todo lo que Paco ha hecho por ti a lo largo de la vida?

Volví a incorporarme. No podía ver su rostro. La penumbra me lo impedía.

– Te lo ruego, Serena; no vuelvas a sacar lo de la maldita medalla… ¿Crees tú que todos esos favores le dan derecho a acostarse con mi propia mujer?

Serena no se inmutó. Dio un respingo y se quedó inmóvil.

– Por menos te acostabas tú con la mujer de Justo Fuentes. Por menos te acuestas todos los días con la primera furcia que se arrima a ti por dinero. Paco está bien enterado de todas esas correrías tuyas.

– Luego… lo reconoces. Reconoces que eres una puta…

– Más vale ser puta que asesino.

Me puse en pie. No sé de dónde saqué fuerzas para llegar hasta ella. La percibí apelotonada en el sillón: sus ojos de pantera brillando en la penumbra.

– Vuelve a repetir eso.

– No tengo inconveniente -dijo-. Tú mismo me lo confesaste.

Y de pronto Serena fue otra vez Estrella. Sólo veía sus ojos. Dos brillos agudos en la oscuridad del cuarto. «¿Qué pretendes?» Me incorporaba hacia ella, las manos enristradas, mi odio en la fiebre.

– De modo que soy un asesino.

La cogí por los brazos y la obligué a levantarse. Quedamos frente a frente, el vaho de mi boca invadiendo el suyo.

– Hiedes -dijo ella-. Tienes un aliento putrefacto.

Entonces la abofeteé una, dos, tres veces.

Serena cayó en la butaca llorando. «Asesino, asesino…» Lo repetía entre sollozos: la voz agarrotada.

Tras el cristal apuntaba ya la noche. Las tardes invernales eran cortas. Recordé lo que me había dicho Carlota: «El jardín está bramando.» Carlota era intuitiva. Carlota adivinaba.

– Si vuelves a decir eso, te mataré -le dije entre dientes.

Serena dejó de llorar. Se llevó las manos a la boca y fijó los ojos en los míos.

– ¿Serías capaz de hacer conmigo lo que hiciste con Alicia?

– Todo depende de lo que hagas tú con mi hija. Una palabra, ¿lo oyes bien? Una sola palabra, una ligera insinuación y te juro que acabaré matándote.

Se levantó. Se estiraba la falda, se arreglaba el cabello.

– Saldré hoy mismo de España -me anunció-. Pienso tomarme unas vacaciones largas. Espero que al regresar te hayas calmado lo suficiente para no correr yo peligro viviendo a tu lado.

Me tambaleaba… Volví al lecho.

– Estás borracho -dijo-. Todos los borrachos pegan a sus mujeres. Pero ten cuidado, Carlos. No involucres a Carlota. Mientras sepas callar, yo también callaré…

La dejé salir del cuarto sin intentar retenerla. Volví a pulsar el timbre. Le dije a Dolores que me encontraba enfermo, que destapara la cama y que avisara al doctor Cordal.

Estuve ocho días con fiebres altas, tiritando, sudando, sufriendo pesadillas. Recuerdo que, de vez en cuando, alguien abría el batiente del ventanal. Había un hueco en la pared de la terraza que se llenaba de palomas. Era extraño tener palomas cerca del cuarto. Escuchaba sus arrullos, sus aleteos… La fiebre debía de ser muy alta; perdía la noción de las cosas… Mis ideas se diluían en imágenes sin sentido, encabritadas y dispersas.

Lo peor eran las noches. Había miles de ojos oteándome en la oscuridad, y torreones enormes escupiendo papeles, y cuerpos de mujer caídos en la tierra… También había sollozos y manchas moradas invadiendo el rostro de mil Lolitas. Y arrullos de palomas. Y batas blancas junto a carritos de ruedas. Y susurros: infinidad de susurros. Comentarios que rastreaban recuerdos. Frases que dejaban huellas efímeras: «Virus, cansancio, exceso de trabajo…» Palabras obligadas para darle un sentido a la fiebre. Y consultas. Veía a los médicos entre sombras. Escuchaba sus voces. Preguntaban cosas como si hablaran con un niño: «Vamos a ver, don Carlos… ¿Dónde le duele?»

Quería decirles que me dolía el alma, la vida, el horror de perder a Carlota. ¿Cómo explicar todo aquello? Palpaban mi hígado, mi estómago… Me auscultaban.

Cierta tarde la enfermera me pinchó el brazo y me rogó que no me moviera. Comprendí que me estaban administrando suero. No tardé mucho en salir del caos, en concretar relieves y desligar las pesadillas de las realidades.

Primeramente vi a Carlota, pálida, desencajada, con dos cercos morados bajo sus ojos azules. Tenía el carrito de ruedas pegado a mi lecho y en las manos sostenía un rosario.

– ¿Qué estás haciendo, Carlota?

Dejó el rosario en la falda y tendió su mano hacia la mía:

– Creí que dormías.

– ¿Qué hora es?

Consultó el reloj.

– Mediodía. El doctor no tardará en llegar. ¿Cómo te encuentras?

Me sentía mejor, pero aún tenía fiebre. Pregunté qué había tenido.

– Una infección hepática. Te pusiste amarillo.

Comprendí enseguida que mi hepatitis había sido grave.

– No deberías acercarte: es contagioso.

– Si lo es, ya no tengo remedio -bromeó ella-. He estado contigo durante toda la enfermedad.

No pregunté por Serena. Carlota me lo dijo: «Salió de viaje la tarde que caíste enfermo, se fue a París con tía Victoria y tío Paco…»

Me recalcaba que «la pobre Serena no sabía nada», que no habían querido alarmarla para no estropear su viaje.

– Pensé que tú lo preferías así.

– Es mejor… A Serena también le conviene descansar… Se llevó un gran tute con el traslado de casa.

Carlota me dijo que doña Alicia había estado a visitarme todos los días.