– Tampoco a ella la recuerdo.
– Estuviste delirando.
– ¿Qué dije?
Carlota esbozó una risa que murió enseguida, señaló el rosario que tenía en el halda y dijo:
– Pedías un sacerdote.
– Gracioso. No lo recuerdo.
– Hablabas mucho del padre Celestino. Me tomé la libertad de avisarle. Estuvo aquí hace dos días.
– ¿Qué más dije?
– Incongruencias. Frases sin sentido. Mencionabas el torreón. La abuela dice que te acuerdas mucho de mi madre.
– ¿Qué más ha ocurrido…?
– Tus amigos han llamado por teléfono… Tengo los nombres apuntados.
– Así que el padre Celestino ha estado aquí…
– Intentó hablarte, pero tú no respondías. Quedó en volver cuando mejorases.
Y volvió.
Compareció una tarde mientras Carlota me acompañaba. Había cambiado. Era ya un hombre que frisaba en los setenta, entrado en carnes y escaso de pelo.
– Al fin puedo hablar contigo.
Le tendí la mano desde la cama:
– Conque ¿has tenido ictericia? La enfermedad de los taciturnos. Ya sabes la receta: reposo, mucho reposo.
Le dije que el doctor Cordal me había prescrito dos meses de cama.
– Un panorama espléndido para la meditación.
– El caso es que no tengo muchas ganas de meditar.
Carlota nos dejó solos: «Gran muchacha», dijo el padre Celestino cuando la vio salir. «Puedes estar orgulloso de tu hija, Carlos.»
Me fijé en su rostro: la nariz le había crecido y sus ojos habían perdido viveza. Pero su mente continuaba tan lúcida como en la juventud.
– Según dicen, estuviste llamándome.
– No lo recuerdo.
– Sería el subconsciente.
Pensé: «Ahora me pedirá que me confiese», pero olvidaba que el padre Celestino no era un cura normal. Me habló del Banco, de la situación política, del giro escandaloso que se estaba produciendo en el clero.
– Sin embargo, no debemos preocuparnos demasiado -añadió-. El extraño apoyo de Dios consiste casi siempre en dejar que el hombre se tambalee y caiga, para levantarlo luego y darle mayor estabilidad.
Personalizaba, pero de un modo ambiguo. Era su forma de encauzar la conversación.
– A decir verdad, la era espacial que hemos inaugurado no resulta muy prometedora. Ya ves lo que está ocurriendo: antes perseguían a los curas por inmovilistas, ahora se mueven para ser perseguidos… -dijo riendo-. Resulta un mal negocio llevar sotana.
Era de los pocos que no se la habían quitado.
– Aunque te parezca una aberración, hoy día presumir de anticlerical es presumir de retrógrado… No hace falta que nadie nos desprestigie: nos estamos desprestigiando nosotros mismos… Una curiosa paradoja.
Carraspeó ligeramente:
– Pero vendrá una reacción; no te quepa duda. La carga religiosa no puede volar de España por un simple soplido.
Decía que había cosas inamovibles. Cosas que jamás podrían desaparecer.
– Es inútil que retiren la imagen de la Virgen: Pablo VI la ha nombrado Madre de la Iglesia. Es inútil que aparten los sagrarios de los lugares preeminentes: donde los coloquen, allá estará siempre la presidencia. Es inútil que prediquen el amor sin Dios; Cristo se hartó de decirlo: «Como el sarmiento se halla unido a la vid…»
Se detuvo repentinamente, esbozó una sonrisa y se llevó la mano a la sien:
– Perdóname: estoy empezando a sermonear.
Me acordé del padre Antonio, de sus diatribas contra la Iglesia triunfante, de sus largas peroratas sobre la humildad…
Le hablé de aquello al padre Celestino:
– Sí, ya lo sé; se critica mucho el triunfalismo, pero ¿has visto nada más triunfalista que un cura desacralizado predicando la humildad? ¿Y has visto nada menos humilde que un cura antitriunfalista? ¿Y los teólogos? A veces uno se pregunta cómo se las arreglan para enredar tanto las cosas… ¡Con lo sencillo que resulta limitarse al Evangelio! Afortunadamente, como decía una escritora francesa. Dios no sabe leer.
– Lo malo -dije yo- es la duda… Nadie hace nada para evitarla.
– Dudar no equivale a ser ateo.
– Son primos hermanos. Pero ¿cómo salir de ese ateísmo si todo lo que nos rodea lo está pregonando?
– Ése es el error: se habla demasiado de Dios para demostrar que no existe. Nadie habla de aquello que de antemano se considera inexistente. ¿Hablas tú de los hijos que no has tenido? ¿Hablo yo de los nietos que jamás tendré? Böll lo dice muy claro: «Nadie habla tanto de Dios como un ateo.» ¿Sabes por qué, Carlos? Para que lo convenzan de que tiene razón. No está seguro y espera estarlo. Ésa es su terrible pesadilla. Por eso quiere hacer una religión de su falta de fe.
Se expresaba sin énfasis. Se limitaba a volcar aquello que desde hacía años estaba deseando volcar.
Hubo un lapso molesto: demasiado prolongado.
– Si al menos hubiera conocido a Cristo… -dije.
– ¿Crees tú que, de haberlo visto, las cosas hubieran cambiado?
– No lo sé; pero resulta duro creer sin ver, ni oír, ni conocer.
– Hubo un tiempo en que pudiste conocerlo, Carlos. ¿Lo recuerdas? Desgraciadamente te negaste. Te contentaste con subir al árbol, como Zaqueo, para observarlo a distancia…
– ¿No era eso bastante?
– No, Carlos; no lo era. Te negaste a escuchar la voz que te ordenaba bajar del árbol y preparar tu casa para ser recibido en ella.
– Era difícil, era muy difícil atender aquella voz…
¡Había tantas voces apagando la suya! ¡Había tantas incongruencias atosigándome a la vez! ¡Había tantas cimas por escalar, tantos obstáculos que derruir, tantos egoísmos que saciar…!
– Había un mundo de cosas impidiendo que la oyera -dije.
– Dios también sabe eso. Pero no se cansa. Es muy posible que cuando en tu delirio me llamabas, lo único que hicieses fuera atender Su voz.
Recordé a mi madre; también ella había reclamado a un sacerdote cuando creyó que iba a morir: «Hay erratas que nunca podrán ser corregidas… Pero pueden compensarse…» Eso me había dicho don Pablo Daniel mientras señalaba su rostro comido de viruelas: «Ahora podré ser algo más que un cura renegado… Ahora podré dejar de inventar cosas para vivir…» Luego se había perdido para siempre en la vida sin inventos: la de su realidad, la de un destino sellado desde su juventud.
– Yo estaba lleno de propósitos, padre… Pero no podía cumplirlos: no me dejaban…
– Tu vida ha sido azarosa, Carlos. Un tipo de vida que encallece y envara. No es extraño que te encuentres desorientado.
– A veces pienso que me gustaría volver a la fe… Pero no puedo.
– Basta que lo desees para recobrarla.
– No me veo con ánimos de abrazar la cruz, padre.
– Sin embargo, todos la abrazamos aunque no queramos, Carlos. Nadie deja de estar clavado a su cruz particular… Lo único que nos cabe hacer es elegirla. Si eliges la de Cristo, puedes ser feliz. Si eliges la del mal ladrón, estás perdido.
– No sabría por dónde empezar.
– Deja que sea Dios el que empiece.
Recordé a Carlota arrastrando su carrito como si arrastrase un trofeo. Me daba miedo que Dios hubiera querido empezar por ahí:
– ¿Cree usted que las culpas de los padres recaen en los hijos?
El padre Celestino sonrió moviendo la cabeza:
– No irás a culparte por la parálisis de Carlota… Más de una vez te lo he dicho: Dios no castiga, sólo ayuda…
– Según qué ayudas pueden ser terribles.
– No puedes quejarte… Dudo de que en el mundo haya una muchacha más feliz que tu hija. Podrías considerarlo castigo si Carlota estuviera desesperada: tiene paz. Tiene fe. Tiene a Dios.
– ¡Pero le falta tanto!
– Más te falta a ti, hijo mío; incluso teniendo dos piernas.
Se levantó. Se inclinó hacia mi cama. Me tendió la mano: «Volveré otro día», dijo.
Escuché sus pasos mientras se alejaba. Le oí bajar la escalera. Ya no tenía la agilidad de antaño. Cerré los ojos. Soñé que moría. Era una muerte dulce, casi alegre. Alguien me decía: «Por fin has dejado de temer…» Y yo me sentía liberado, ingrávido, feliz.