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Serena regresó de su viaje cuando yo todavía continuaba en la cama. La vi entrar en mi cuarto como si entre nosotros no hubiese ocurrido nada. No me besó: alegaba que las enfermedades hepáticas eran contagiosas. Luego rompió a hablar con naturalidad como si entre nosotros no se hubiera producido ningún tipo de choque. Carlota la escuchaba encantada. Serena tenía un sinfín de argumentos para justificar su viaje. Había que ver el «subido» que había dado París: «Una ciudad preciosa…» Habían cambiado el nombre de la Place de l’Ètoile… «Ahora se llama de Charles de Gaulle.» De vez en cuando se dirigía a mi hija: «Debiste decirme que tu padre estaba tan enfermo… Hubiera suspendido mi viaje.» No dejaba argumentar. Volvía a sus novedades: «Teníais que haber visto el duelo que se formó cuando enterraron a Nina Ricci: todo un espectáculo.» Carlota le seguía la corriente. Sonreía, bromeaba. Le complacía vernos a los dos en buena armonía. Serena repartió regalos: «Eso es para ti, Carlos», y dejó sobre mi cama un jersey de cachemir: «Pensé que te gustaría.» Enseguida comentó que los precios estaban por las nubes, que no era posible vivir en París sin ser millonario… Me acordé de los jerseis que le había traído yo a Alicia cuando viajaba con Serena. Pregunté por Paco con toda intención. Serena no pareció alterarse. Me dijo que Victoria y Paco se habían preocupado mucho al enterarse de mi trastorno hepático y que tenían intención de verme enseguida. Le repuse que el médico había prohibido las visitas. Carlota intervino:

– Pero Victoria y Paco no pueden ser considerados visita, papá.

– De acuerdo: diles que vengan cuando quieran.

Y los recibí, como si entre ellos y yo jamás se hubieran producido roces, como si Paco continuara siendo el amigo indispensable y Victoria la incondicional compañera de siempre. También ellos hablaron mucho. También coincidían en que París era el lugar más caro del mundo. También deseaban que «yo mejorase rápidamente», para volver a salir juntos y «divertirnos», como siempre habíamos hecho. Y de pronto, Paco regresó a sus bromas, las que lo hacían insoportable:

– Me han dicho que ahora te tratas con curas retro. La verdad es que no se te puede dejar solo. En cuanto vuelvo la espalda, te desmandas.

Y lanzó la risotada «bromista» especialmente reservada para sus chistes.

– Espero que no te salga rana como nos salió el padre Antonio. Poco le faltó para ser terrorista de la ETA. Es curioso: ¿quién iba a decirnos que ser cura y ser terrorista iba a parecerse tanto?

Y al decir aquello, alzaba el mentón como si olfatease el aire.

No le repliqué.

– Así que te han recetado reposo. No es mala cosa. Ojalá me lo recetaran a mí…

Y enseguida arregló las rencillas a su modo:

– Ahora comprendo lo nervioso que estabas aquella mañana en el Banco. Por lo visto, tenías ya mucha fiebre…

Era su forma de darme a entender que todo había sido olvidado, que, por él, «borrón y cuenta nueva». Pero también suponía una amenaza: la de mi posible desequilibrio. Era como si me advirtiese: «Mucho cuidado: la primera vez ha podido ser enfermedad, pero la segunda será locura.»

A pesar de todo, soporté aquella escena sin violentarme. La presencia de Carlota me frenaba, me impedía desfogar todo el odio que me iba creciendo por dentro.

Serena propuso enviarme un mes a Can Pou para reponerme. «Allí tendrías mejores aires…» Doña Alicia reforzaba su propuesta: «Nadie es insustituible, Carlos -decía cuando yo alegaba que me esperaba un gran trabajo-. Lo que no puede hacerse durante tu ausencia, se hará después…»

Y me llevaron a Can Pou. Me instalé allí con mi suegra, con Carlota, Dolores y Juan Villoria.

Serena dijo que iría los fines de semana. «El campo en invierno me resulta insufrible…» Era realmente insufrible aquel paisaje helado, rodeado de un mar hostil y agresivo. Resultaba abrumador ver aquellos cristales empañados y goteando continuamente. Y aquel mar desteñido que sólo se animaba un poco al brillo de un sol blanco y apagado.

Carlota me decía que allí iba a recobrar la salud. Pero yo sabía que la salud no podía recobrarse cuando la vida se envolvía en zozobras, el pensamiento en miedo y la respiración en ahogos. «Estoy viviendo una tregua», pensaba. En cualquier momento podía acabarse el plazo.

Afortunadamente, desde mi cuarto no se veía el torreón: sólo el cable eléctrico y los árboles negruzcos y la tierra enlodada junto a una hierba mustia.

Sin embargo, prefería aquella soledad a las visitas semanales de Serena. Jamás llegaba sola. Iba siempre acompañada de algún matrimonio amigo, aparte de los Moraldo. Recalaban en la finca avasallando, disponiendo a su antojo de cuanto había en la casa. Pedían whisky, tapas «para picar», hacían sonar el tocadiscos, contaban chismes subidos de tono, y, por supuesto, se olvidaban de mí. En el fondo, aquella invasión era una diversión nueva que Serena había ideado para sus amigos: un acicate semanal «distinto». A veces ni siquiera me dirigía la palabra. Alegaba que me había vuelto misántropo y que resultaba muy difícil mantener una conversación conmigo: «La enfermedad te ha dejado hecho un pingajo, Carlos…» Y se liaba a discurrir con los otros, como si yo no existiera.

Cierta noche, cuando Serena y yo nos quedamos solos, volvimos a tener un conato de pelea: le dije que sus amigos me parecían fundamentalmente estúpidos. Serena tenía un libro en la mano y fingía leer. Ni siquiera levantó la vista para responderme.

– Fuiste tú el que me los presentó.

– Lo reconozco: la culpa es mía. Pero ¿sería mucho pedir que no volvieras a traérmelos?

Serena dejó el libro en la falda y me miró fijamente:

– ¿Qué pretendes? ¿Que pase los fines de semana contigo a solas?

– Si tanto te molesta, puedes quedarte en Barcelona.

– ¿Es así como pretendes tranquilizar a Carlota? ¿Demostrándole a las claras nuestras diferencias personales?

– Haz lo que te parezca mejor, pero no me traigas a esas gentes.

– Con razón me aconsejan que te recluya.

Se arrepintió de haber dicho aquello. Lo intuí por la mirada furtiva que dirigió a mis manos.

– De modo que ésa es la amistad que me profesan…

Serena se puso en pie; dejó el libro sobre la mesa.

– Todo aquel que pega a su mujer o es un loco o está borracho.

Comprendí que todavía no me había perdonado. «Lo ha ido pregonando a los cuatro vientos.» Podía imaginarla explicando a «sus amigos» aquel despropósito mío: «De pronto se echó sobre mí como un loco y empezó a pegarme. No es la primera vez que pega a una mujer… Hace muchos años…»

– Así que les has contado la escena de aquella tarde…

– No veo por qué no había de hacerlo. Al fin y al cabo, tú estabas enfermo…

– No te preocupes -le dije-. ¡Olvídalo!

Y me dirigí a mi cuarto.

Había momentos en que yo mismo creía de verdad que acabaría enloqueciendo. Aquel lugar iba resultándome cada vez más insufrible. Fue un mes interminable. Un mes con categoría de siglo.

Pero lo resistí. Cuando llegué a Barcelona, estaba completamente curado. Enseguida vino Navidad: una fecha triste que Carlota en vano se empeñaba en hacer alegre. «Dicen que Franco va a conmutar nueve penas de muerte…» Se aferraba a cosas así para convencerse a sí misma de que la vida era bella y que, a pesar de todo, aquellos activistas de la ETA podían también pensar lo mismo.

Recuerdo que aquel día el padre Celestino había estado a vernos (procuraba hacerlo cuando Serena no estaba allí) y por primera vez me insinuó la posibilidad de que yo comulgara en la misa del Gallo.

Empezó hablando del atentado contra el Papa:

– De hecho están atentando contra él todos los días. Y lo que es peor: desde la propia Roma.