Se refirió luego a la puñalada trapera que había supuesto para Pablo VI la aprobación de la ley Fortuna-Baslini, que introducía el divorcio en Italia, mientras él viajaba por Filipinas.
– Un duro golpe para el Pontífice.
Carlota nos miraba inquieta: probablemente sabía ya que el padre Celestino iba a abordar el tema de la comunión.
– El Papa no puede admitir el divorcio -acabó diciendo-. Me refiero a cuando se efectúa religiosamente.
Abordó el tema de los sacramentos y acabó recordándome la escena de mi infancia cuando yo caí enfermo poco antes de inaugurarse la Exposición de Barcelona.
– Tampoco entonces quisiste comulgar. Si he de serte franco, me gustó que fueras sincero: entonces costaba serlo…
Nunca había hablado tan claramente delante de mi hija sobre mis ideas religiosas:
– Lo siento -le dije a Carlota-. Daría un mundo por tener tus ideas, pero no puedo: me resulta imposible.
Carlota hizo chascar la lengua:
– Por eso estás tan solo, papá.
Y salió de la estancia.
El padre Celestino cambió enseguida de conversación.
En aquella época era tal vez la única visita que yo toleraba. Sin embargo, no me veía con ánimo aún para confiarme a él. Había varias cosas que lo impedían: mi horror a explicarle lo que apenas me atrevía a pensar, la vergüenza de rebajarme, la convicción de que iba a hacer el ridículo…
Aquellas visitas exasperaban a Serena. Decía que me estaba volviendo beato y que los amigos no hacían más que gastar bromas a propósito de «San Carlos Hondero».
– Se pasan la vida diciendo: «Grave peligro tratar a un arrepentido; en cualquier momento puede hacernos arrepentir de haberlo conocido.»
Por experiencia sabía que las diatribas de Serena eran totalmente ciertas. Nada desacreditaba tanto a un hombre como tratar asiduamente a curas con sotana: «Atención con lo que se diga delante de Carlos Hondero: es de los intransigentes…»
– Quién iba a decirme que mi marido iba a parar en beato…
Pero sus comentarios más o menos ácidos se volvieron mordaces cuando averiguó que había puesto el Serena a la venta.
– ¿Se puede saber qué mosca te ha picado? ¡A quién se le ocurre! ¡Vender ese barco! Además, sin consultármelo…
– ¿Desde cuándo tengo por costumbre consultarte mis negocios?
– Dijiste que el barco era mío.
– Lleva tu nombre, pero los barcos suelen pertenecer al que los mantiene. ¿Podrías tú mantenerlo. Serena?
– Si no fueras tan rematadamente tacaño, podría.
Evoqué las insinuaciones de Paco al referirse a mi mujer: «Le regateas hasta el último céntimo.» Era evidente que me había pedido los tres millones de crédito para darle a Serena lo que yo no le daba, y asegurarla para él a costa de mi propio dinero.
– ¿Te parece poco tres millones? Me gustaría saber qué habéis hecho con ellos…
Serena palideció. Tensó la barbilla y abrió los ojos.
– Me estás insultando, Carlos.
– No tanto como me insultas tú a mí. ¿Te imaginas que ignoro lo que os traéis entre manos los Moraldo y tú?
De nuevo se enristraba:
– Vas a tener que aclarar eso… No toleraré que, después de tu desfachatez, sigas atacándome.
– No te preocupes. Dile a Paco que no pienso reclamar esos tres millones hasta que muera el conde. De momento pagaré yo la deuda.
Y la dejé plantada.
Aquella futura muerte era una obsesión para todos. Y la reserva de los tres millones iba agotándose. Fue un lapso interminable; un continuo rastrear situaciones cobardes, un insistente soportar escenas, un permanente desplegar claudicaciones.
Por fin, cierta mañana nos comunicaron que el conde había muerto. Aquel día se había declarado una huelga en el Banco. Era una huelga-parodia; una comedia que venía repitiéndose esporádicamente como los resfriados en invierno y las conjuntivitis en primavera. Ningún empleado abandonaba su puesto, pero se cruzaban de brazos y dejaban pasar la hora convenida como si aquel fragmento de tiempo no existiera.
Carlota me llamó por teléfono para decírmelo: «El padre de Victoria ha muerto.»
– ¿Cuándo ha sido?
– Supongo que la noche pasada. Serena me ha dejado el encargo de que te lo comunicara.
– Iré en cuanto pueda: ahora tengo problemas.
– ¿Qué clase de problemas?
– El Banco está en huelga. Ya sabes: esas huelgas de pacotilla que de repente lo trastornan todo.
– ¿Qué alegan?
– Lo de siempre: descontento.
– ¿No hay forma de contentarlos?
– No es tan sencillo, pero se procurará remediarlo.
– ¿Qué hacen?
– Nada: se limitan a no hacer nada. Ni siquiera aprovechan para tomarse el bocadillo. Es una hora en blanco.
Me acordaba de aquellas otras huelgas, las de mi infancia: con somatenes y disturbios.
– Son seres humanos: de alguna forma han de protestar si no están de acuerdo…
– Supongo que tienes razón. Supongo que el país necesita, de vez en cuando, menstruar de alguna manera.
Escuché su risa.
– Vuelves a ser tú, papá.
Probablemente la noticia de la muerte del conde de Remo me había puesto contento.
Aquella misma mañana me presenté en el palacete del difunto. De nuevo los Repecho y los Sobrado y los Cabeza de Moro y los Rampardal y los Trigo… Y Victoria, hecha una uva, con su llantina floja de beoda terca, repitiendo por milésima vez que «más valía que Dios se lo hubiera llevado para soportar la vida que soportaba…» Y la condesa viuda babeando, cabeceando y saludando sin tener noción de lo que ocurría: creyendo, tal vez, que aquella reunión era un festejo más entre los muchos que, a lo largo de los años, se habían celebrado en aquella casa «Hola, Toñita: tan guapa como siempre…»
Del marido muerto, ni siquiera se acordaba. De vez en cuando lo nombraba como si estuviera vivo: «Pepito no tardará en bajar: se está poniendo el esmoquin.» Y la gente asentía, le seguía la corriente: «Recuerda el día que nos casamos: también se vistió de esmoquin para celebrar nuestra noche de bodas… Pepito siempre ha sido un hombre extremadamente ceremonioso y educado.» Se llevaba la mano a la boca porque la dentadura se le caía, y sus dedos temblaban descontrolados, como si cada uno fuera independiente y quisiera separarse de las manos.
Era horrible presenciar el espectáculo que ofrecía aquella mujer. Seca, de piel apergaminada, ojos apagados y tupé postizo, se apoyaba en un bastón para no caer: «Lo malo es que se cree enfermo: toda la vida ha tenido esa manía; siempre dice que los médicos no lo comprenden.»
Pero cuando veía a su hija, se daba cuenta de que Pepito había muerto: «No llores, Victorita: ahora vas a ser condesa y millonaria.»
Enseguida encontré a Paco. Ponía cara de circunstancias y se mostraba compungido: «Ya lo ves, Carlos: no somos nadie.»
Aquella vez no pude contenerme:
– La ceja, Paco, la ceja: te está delatando la ceja.
Fingió no enterarse de lo que le insinuaba porque había demasiados testigos observándonos. La familia Remo en peso se había trasladado allí.
De nuevo vi a los Moraldo padres: eran ya dos seres caducos (casi tanto como la condesa viuda), encorvados y temblorosos, que, arrastraban la ese más que nunca, no por pedantería, como antes, sino por deficiencia dentaclass="underline" dos terrones de tierra que a duras penas dejaban traslucir sus aires marciales de intocables engallados.
– Horrible espectáculo el de la vejez, ¿verdad, Carlos?
Era Francisca Repecho, todavía conservada, todavía aferrada a una apariencia decente:
– Produce grima, miedo, dentera -terminó diciendo.
– Todos acabaremos así -le repuse.
– Si no morimos antes.
– De cualquier forma -le repliqué-, hagamos lo que hagamos, puedes tener la seguridad de que ni tú ni yo podemos ya morir jóvenes.