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Sin duda recordaba mil detalles que nunca había considerado importantes; los viajes de Serena con los Moraldo, su impavidez ante mi enfermedad…

– Sofía ha insultado a Serena. ¿Comprendes?

– Quizá lo haya hecho para defenderme a mí.

– Ni aun así podría justificar su insulto.

No contesté.

Fue un almuerzo sombrío, apagado. Ninguno de los dos arrancábamos a hablar. Sofía estaba en la mente de ambos: Sofía y su aturdimiento, su franqueza, su terrible y brutal sinceridad.

Fue a partir de aquel día cuando Carlota empezó a dar el cambio. Ya no había alegría en sus ratos vacíos, ni risas en sus conversaciones, ni proyectos en sus panoramas… Se acabó el teléfono sonando para ella, los encuentros con muchachos de su edad, las interminables veladas con Sofía…

Se encerraba horas y horas en su estudio, sola, taciturna… Había las salidas matutinas (con el mecánico y la sillita plegable en el coche) para trasladarse a la iglesia… Y los silencios cada vez más prolongados. Y los cuadros tristes y los almuerzos melancólicos frente a un jardín helado.

Fue una época sin vida para Carlota. Era como si dejara pasar el tiempo sin percibir su paso, sin aprovechar las horas; dejándose morir un poco en cada segundo.

Serena no entendía aquella ruptura:

– Algo ha ocurrido entre Sofía y Carlota.

Más de una vez intentó sondearla. «¿Se puede saber qué diablos está pasando entre vosotras?» Pero Carlota rehuía la respuesta: se aferraba a su mutismo, a su vergüenza, al pánico de herirla. Cierta vez llegó a decirle:

– No vuelvas a hablarme de Sofía, Serena. Es una chica normal y no tiene por qué encadenarse a una inválida como yo.

Pero Serena no cejaba: «Aquí hay gato encerrado.» Y me miraba como si yo le ocultase algo. «Deberías hablar con Sofía, Carlos. Tu hija ya no es la misma desde que esa niña estúpida la ha dejado.»

En cierto modo la ausencia de Sofía era un conflicto para ella: le impedía moverse con la libertad de antes. Se notaba obligada a cubrir de algún modo el hueco que la amiga de Carlota había dejado.

– No debemos interferimos en su vida privada.

– Muy cómodo, Carlos…

– Nadie puede forzar a nadie -insistí-. No creo que a Carlota le gustara tener al lado una Sofía obligada.

– Pues si no le hablas tú, le hablaré yo.

La llamó varias veces por teléfono. Sofía jamás atendía las llamadas de Serena. Cuando comprendió que la rehuía, empezó a atacarla: «Un mal bicho esa niñita Tramacho, una egoísta de tomo y lomo…»

Y se liaba a ponerla tibia como si Sofía, efectivamente, fuera una desaprensiva, una aprovechada, que, una vez harta de Carlota, hubiese optado por abandonarla sin escrúpulos.

– A eso llaman caridad. Para que vaya presumiendo de niña cristiana. Te digo yo que la juventud, hoy día, es un manojo de egoísmos.

– No creo que a Carlota le satisfaga la caridad de Sofía.

Entonces fue cuando dijo lo que decantó la balanza de Carlota:

– ¿Y te conformas? ¿No comprendes, desgraciado, que tu hija, sin Sofía, no vale ni un duro?

No se dio cuenta de que Carlota la estaba escuchando. La aparté de un manotazo y me acerqué a mi hija. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Quise consolarla. No sabía por dónde empezar.

Carlota se fue hacia él ascensor. Subió a su estudio. Se encerró en él. A partir de aquel día, cuando Serena almorzaba en casa ella no bajaba al comedor.

Fue una temporada amarga: día tras día veía yo cómo el rostro de mi hija iba demacrándose. Apenas me hablaba. Le propuse hacer un viaje para visitar museos, para conectarla con pintores famosos. A Carlota no parecía entusiasmarle nada de lo que le proponía.

Hablé con su maestro: «Tal vez podría exponer…» El maestro se negó: «No está preparada, hay que esperar…» Decía que las posibilidades de Carlota eran demasiado importantes para echarlas a perder adelantando acontecimientos.

Y la efigie de Carlota triste, de Carlota taciturna, iba siguiéndome como una pesadilla. Se acabaron las conversaciones desenvueltas. Ya no había ingenio en sus frases. Ya no había rumores más allá del viento, ni colores más allá del colorido… «La gente cambia, papá…»

Me acordé de lo que me había dicho Lolita en cierta ocasión al hablar de un sobrino de su marido: «Murió de viejo a los veinte años…» También Carlota parecía una vieja y todavía no había cumplido los dieciocho…

A veces incluso se volvía hostil, sobre todo cuando mi suegra se empeñaba en «saber»: «Vamos, Carlota: confíate a tu abuela…» Pero Carlota la rehuía. Y doña Alicia se quejaba: «Igual que mi hija… Exactamente igual…»

Aunque no me lo decía, temía que su nieta acabara como Alicia. A decir verdad, también yo había pensado aquello.

Hasta que un día me atreví a abordarla. Estábamos los dos en el estudio. No sé cómo empezó. Creo que fue al decirle yo que no debía dejarse llevar por la misantropía:

– ¿Qué temes, papá? ¿Que haga lo que hizo mi madre?

Fue como recibir una descarga eléctrica. Todo en mí quedó abrasado, fulminado.

– ¿Por qué dices eso?

Me miró fijamente: bruscamente, con el azul de sus ojos oscurecido de coraje:

– ¿No te parece que ya me habéis mentido bastante? ¿Por qué no he de saber yo lo que sabe todo el mundo? ¿O es que por vivir con una silla a cuestas debéis tratarme como si fuera imbécil?

Nunca la había oído expresarse con tanta dureza. Era una versión nueva de Carlota, de su voz, de sus ademanes, de su mirada.

Me dejé caer en la butaca contigua y escondí la cara en las manos.

– ¿Quién te lo ha dicho?

Carlota dejó escapar un soplido que imitaba una risa falsa:

– La pregunta de rigor: ¿Quién? ¿Cómo? ¿Por qué? Como si eso fuera lo único importante. ¿Quién me lo ha dicho? Nadie, papá. Nadie, tranquilízate. Podría haber sido Serena, pero no ha sido ella. Pudo haber sido Sofía, pero tampoco ella me habló jamás de eso. Infinidad de gente pudo habérmelo dicho. Todos los que me rodean lo saben, todos conocen a fondo la historia de su muerte… No hay más que ver cómo hablan cuando se refieren a la «pobre Alicia». Siempre se escapa un guiño furtivo, una mueca elocuente, un índice a los labios para que yo «no averigüe, para que yo no sepa». La gente disimula mal cuando se trata de ocultar una verdad demasiado conocida.

Era horrible escuchar aquella voz, cada vez más áspera, más ronca.

– Habéis sido todos. ¡Compréndelo de una vez, papá! Todos tenéis la culpa de que yo lo haya averiguado: Serena, la abuela, Dolores, el doctor Cordal… Me lo habéis estado repitiendo día tras día, con vuestros disimulos, vuestros embustes y vuestras falsedades…

– Por Dios, hija…

– Y encima nombras a Dios; como si Dios existiera para ti.

Jamás me había hablado de aquel modo. Manipulaba la silla, alterada, trasladándose de un lugar a otro de la habitación, como una persona que camina para desfogarse, como si el movimiento de su carrito fuera preciso para soportar todo lo que llevaba dentro Dios sabía desde cuándo. De pronto se detuvo. Se plantó ante mí, los ojos secos:

– Ahora te corresponde a ti, papá. También yo tengo en reserva mis «cómo», mis «por qués», mis «quiénes» y mis «cuándo». Necesito saber la verdad: sin velos ni tapujos. La verdad total.

– Ahora no, hija mía… Ahora no puedo…

– De acuerdo, papá: se lo preguntaré a Serena. El otro día me insinuó que mi madre estaba enferma. Ya me entiendes: enferma de la mente. ¿Es cierto eso?

Carlota había olvidado. Carlota ya no recordaba la escena de la corbata… «Mamá quería matarte, papá… Mamá es mala…» Eran aquellas cosas las que creaban en torno a Alicia la fama de su locura. Nadie podía comprender que su modo de actuar era una consecuencia y no un motivo.

– Serena te ha mentido -dije-. Tu madre no estaba loca.

Y de pronto callé. Serena estaba allí, en el umbral del estudio. Había llegado furtivamente sin que ni Carlota ni yo nos hubiéramos dado cuenta de su presencia.