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– De modo que Serena miente -dijo con la frialdad de un témpano, mientras se acercaba a nosotros-. No protestes, Carlos. Lo he oído perfectamente. Según tú le he mentido a Carlota al decirle que su madre había enloquecido en los últimos años de su vida… No tengo inconveniente en rectificar. Pero… ¿no era ésa la versión que todos aceptaban? ¿Qué otro motivo podía haberla impulsado aquella noche a subirse al torreón? Tal vez Victoria pueda aclararnos esas razones. ¿No pasó con ella la última noche de su vida?

Contemplé a Carlota; nos miraba extrañada; los ojos abiertos, los labios lívidos, las mejillas repentinamente secas, chupadas hacia adentro.

Titubeé.

– Lo admito -claudiqué-. Alicia era una enferma.

– ¿Por qué lo has callado, papá? ¿Por qué no me dijiste nunca que mi madre estaba loca?

Dios… ¡qué difícil era aquello! «Vamos, defiéndete sin mentir, Carlos…» No podía. Era imposible defenderme sin poner a Serena en trance de volcárselo todo a Carlota:

– No quería que te sintieras acomplejada -me excusé.

Carlota retrocedió. Se fue al fondo de la estancia. Miraba el paisaje, miraba el estudio, se miraba las manos:

– Entiendo -dijo-. Esas cosas se heredan.

– No -grité-. Eso no.

Corrí hacia ella, me arrodillé junto a su silla. La obligué a que su cabeza se apoyara en mi pecho. Carlota lloraba: «Por favor, Carlota… Te lo suplico: no llores…» La besaba, con su dolor fundido al mío, no podía soportar verla tan abatida, tan llena de desesperación.

– Te juro por lo más sagrado que no puedes heredar «eso» de tu madre. Te lo juro.

– ¿Por qué?

Y volví a mentir. Improvisé de nuevo la historia urdida hacía ya mucho tiempo: «Fue al nacer tú…» Y Carlota me daba golpes con el puño: «¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué tuve que enloquecerla yo?» Se miró sus piernas: «Nunca debí nacer, nunca debí existir…»

Era inútil calmarla. El dolor acumulado durante aquellos meses debía brotar de ella como fuera. Contemplé a Serena:

– ¿Estás ya satisfecha?

No contestó: salió del estudio. Se encerró en su cuarto.

Agarré la cabeza de Carlota: «No vuelvas a confiar en Serena -le dije-. Pase lo que pase, nunca vuelvas a escucharla…» Carlota continuaba llorando, no podía sosegarse: «Serena no es lo que tú imaginas. Serena es egoísta, falsa, sucia…»

Carlota aún la defendía:

– Tú nunca la has querido -decía-. Por eso la atacas.

– Piensa lo que quieras; pero, por el amor de Dios, no te fíes de ella. No lo merece.

– Es la única que me ha dicho la verdad.

– Una verdad engañosa. Una verdad que sólo puede hacerte daño.

Se apartó de mí, se llevó el pañuelo a los ojos; suspiró con doble resuello.

– Es espantoso -dijo-. ¿Cómo saber quién miente y quién es sincero? ¿Qué nos pasa a los humanos, papá? ¿Por qué vivir siempre en plena duda, en plena tiniebla…?

Seguía suspirando, el aire entrecortado, los ojos todavía brillantes:

– No me resigno a ser yo también un enigma. Quiero ser real y saber a qué atenerme…

Tragaba saliva, se atragantaba:

– Yo quería a Serena -siguió diciendo-. Yo ignoraba muchas cosas de ella. Solamente sabía que la quería, que la necesitaba… De pronto intervino Sofía…

Se detuvo, frunció la frente:

– Dejé de verla tal como la había visto siempre. -Se volvió hacia mí-. La duda es terrible, papá. Es casi peor que la certeza. Todo la delata. Todo va convirtiéndola en algo horrible, en esa persona extraña que me había descrito Sofía…

– No hables más, Carlota, tranquilízate.

Pero continuaba hablando:

– Me acordé de tu propuesta, ¿recuerdas? Querías marcharte de España conmigo a solas, sin contar con ella… Pensé: «Papá quiere alejarme de Serena por algo…» Me acordé de su comportamiento cuando llegó del viaje… cuando estabas enfermo, me acordé de sus visitas a Can Pou con esos horribles amigos…

Se tapó la cara: dejó escapar un suspiro prolongado.

– Tengo miedo de haber sido injusta con Sofía, papá. Pero ¿cómo saberlo? ¿Cómo averiguar hasta qué punto Sofía me dijo la verdad? ¿La sabes tú acaso?

No contesté. Volví a sentarme en la butaca contigua. Miré al suelo: había manchas de pintura en la madera. Unas manchas caprichosas que parodiaban un cuadro abstracto.

– No te canses, Carlota: la verdad que yo pueda conocer acaso sea también falsa… Siempre hay algo engañoso en nuestras verdades.

Carlota acercó su silla, cogió mi mano:

– Quiero confiar en ti, papá. Lo necesito. Por lo que más quieras, no me defraudes.

Su mano estaba fría, temblaba. La cogí entre las mías: la calenté con mi vaho:

– No te defraudaré, Carlota: te lo juro. Pase lo que pase…

A partir de aquella escena empezó a precipitarse todo.

Primero fue la desfachatez de Paco. Se presentó un día súbitamente en mi despacho, congestionado, nervioso, la voz atiplada y tremola: «Lo siento, Carlos: me temo que nunca podré devolverte el dinero.» No lo entendía. Victoria, al fin, había heredado. Victoria era ya millonaria. Victoria disfrutaba de una fortuna incalculablemente mayor que la de la mayoría de los intocables.

Recuerdo que estábamos en mi despacho los dos solos: abril finalizaba y los árboles del paseo de Gracia empezaban a rebrotar. Un punto de aflicción volvía la expresión de Paco, por primera vez, sincera:

– Temo haber comprendido mal -le dije-. ¿No lo habíamos basado todo en la muerte de tu suegro?

– En efecto.

– Entonces ¿qué diantre te impide devolvérmelo?

Paco retrocedió: le asustaba mi tono, mi actitud, mi conato de violencia.

– ¿No te has convertido ya en el conde de Remo consorte? -insistí-. ¿No estás plagado ya de millones? ¿Se puede saber a qué estás jugando ahora?

Palideció, se achicó, puso la misma cara de infeliz que había puesto ante sus padres cuando recibía un suspenso:

– Tú lo dijiste una vez, Carlos: estamos en Cataluña. Victoria tiene derecho a manejar su fortuna sin que yo intervenga…

Todavía pensé que me estaba engañando, todavía supuse que se trataba de una trama urdida por ambos para burlarse de mí.

– No voy a consentirlo -dije-. No toleraré que me hagáis esa cabronada. Prepárate, Paco; eso es una estafa con todas las de la ley. Voy a pleitear contra ti. Veremos cómo reacciona Victoria.

Paco sudaba: le brotaban burbujas en las sienes y el bigote.

– Haz lo que quieras. No conseguirás nada. Victoria es inflexible. Antes de apechugar con la deuda, sería capaz de separarse de mi

Me acerqué a éclass="underline" de nuevo lo agarré por las solapas, de nuevo lo empujé contra la pared.

– ¿No te bastan aún todas las guarradas que me has hecho? ¿Necesitas más? ¿Qué pretendes? ¿Sacarme de quicio? Vamos, dilo de una vez: ¿Qué cuernos pretendes ahora?

No se defendía. Bajó la vista. Ni siquiera se inmutó cuando le agarré el mentón para que me mirase a los ojos.

– Nada -dijo-. No pretendo nada. Tómalo como mejor te plazca. Soy un hombre acabado, Carlos.

Lo empujé contra el diván. Me causaba asco verlo tan cobarde, tan vencido:

– Me asqueas -le dije-, eres un cubo de basura.

Se llevó la mano al pecho: decía que le dolía el costado, que le costaba respirar:

– No me convencen tus comedias… Las conozco al pie de la letra. ¡Como si los gusanos pudiesen tener infartos!

– Eres egoísta -me dijo-. Sólo piensas en ti… No te das cuenta de lo que estoy sufriendo.

Y por primera vez en la vida tuve la impresión de que no mentía. De pronto dijo algo que jamás había oído en sus labios: «Victoria es un monstruo.»

Tenía la vista fija en la alfombra, los brazos apoyados en las piernas y las manos colgando.