– Tú no puedes saber de lo que es capaz esa mujer -repitió-. No has tenido que padecerla como la he padecido yo.
Causaba escalofríos escuchar aquello en labios de Paco. Nunca, hasta aquel momento, se había atrevido a hablarme de ella en tales términos.
– La culpa es tuya -le dije-. Debiste separarte de esa virago el mismo día que te casaste.
– Imposible -susurró-. Habíamos hecho un pacto. Victoria me tenía cogido… Me dominaba. Me juró que si no me separaba de ella, cuando heredase, su dinero pasaría a mis manos.
– Conque ¡era eso!… Te dejaste comprar…
Pensé que iba a responderme: «También tú fuiste comprado», pero no lo dijo. Continuó mirando al suelo, sudando, palideciendo:
– Nunca imaginé que iba a heredar tan tarde… Eso ha sido lo malo. Se ha servido de mí como tapadera a cambio de nada.
– No te preocupes: estáis nivelados. También ella ha sido una tapadera tuya.
Asintió: me daba la razón. No podía negarlo: «Era un odio mutuo que nos apoyaba…»
– Un espléndido intercambio de tolerancia, ¿verdad? Ninguno de vosotros estorbaba al otro. Perfecto, no veo la razón de tus quejas. Al fin y al cabo, todo sigue en su lugar. Nada ha cambiado.
– Te equivocas -dijo Paco-. Nada es lo mismo.
Supe entonces que no todo en aquel imbécil era simple desfachatez: había algo más, algo que todavía no me decía, pero que pronto, muy pronto, iba a volcar sobre mí.
Había detalles inequívocos: la normalidad de sus cejas, la obsesiva mirada de sus ojos, el pedacito de pavimento que estaba horadando con ella… Todo se volvía elocuente, todo volvía a recrudecerse para amenazar, para prevenir. Y supe que el verdadero horror de mi vida aún no había empezado, que el siniestro temido debía aún cumplirse, que todo lo que hasta entonces había ocurrido eran preliminares inocentes de lo que había de suceder.
Estuve a punto de rogarle que no me lo dijera, que lo callara. Pero Paco no sabía callar. Me necesitaba: «Ese problema, Honde… ¿Cómo se resuelve ese problema?»
Y al final lo dijo, con su vergüenza mezclada a su cobardía. Como si confesara un suspenso, el mayor suspenso de su vida.
– Victoria me ha desbancado.
Todavía no caía en la cuenta. Todavía supuse que se refería a la dichosa herencia.
– Victoria ha conquistado a Serena -confesó.
Me dejé caer en la silla estupefacto. Era lo más estúpidamente grotesco que había oído en la vida:
– Repítelo, por favor; temo no haber comprendido.
Paco se apoyó en el respaldo. Cerró los párpados. Probablemente le aterraba mirarme.
– Está muy claro, Carlos. No es ningún secreto que a Victoria le gustan las mujeres. Toda su vida ha sido una perpetua cadena de vicios lesbianos. Serena la obsesionaba… Siempre intentó conseguirla… ¿Para qué imaginas que Serena nos acompañaba en todos los viajes? ¿Por qué supones que iba con nosotros aquel día en Can Pou cuando Alicia vivía aún? Victoria entonces no tenía más idea que llevarla a su terreno.
– De modo que era eso…
Paco continuó: «Pero Serena se resistía. Serena no es como ella. Serena sólo baila al son del dinero…» Y los recuerdos, a medida que Paco hablaba, surgían nítidos, cada vez más convincentes: «Quién tenía que decirle a la antigua bailarina que algún día iba a convertirse en excelentísima…» Y sus borracheras continuas: «La obsesión de su vida», decía Paco.
– El maldito dinero lo consigue todo -insistió Paco.
– Es lo más ridículo que he oído en toda mi puerca existencia -repuse.
Y me eché a reír con risa fuerte, incontrolable.
– No entiendo cómo puedes reírte, Carlos… ¿No lo comprendes? Victoria es un vampiro.
– Eso es precisamente lo gracioso, Paco. También lo es Serena. ¿Te imaginas? Dos vampiros chupándose la sangre mutuamente. Una historia digna de risa. Es lo más asquerosamente jocoso que uno puede imaginar. ¿Cómo lo has averiguado?
– Las he pillado in fraganti. No lo han negado. Me han desafiado.
Podía suponer la escena: el estupor de Paco, su vanidad herida, el cinismo de Serena, la agresividad de Victoria…
– ¿Cómo has reaccionado?
– Les he dado una buena paliza… Luego he venido a verte.
Como antes, como siempre. Cuando Paco no sabía a quién recurrir, acudía a mí.
– Por eso se niega a darme dinero: quiere tener la sartén por el mango.
– Ahí te duele: confiesa la verdad.
No contestó: se sentía herido, insultado, chasqueado, como un novato impotente y grotesco.
– A la mierda el dinero, a la mierda todo…
Saqué la pitillera. Le ofrecí un cigarrillo. Las manos le temblaban al encenderlo.
– ¿Qué piensas hacer? -le pregunté.
– Matarlas: eso haré.
– No es rentable -le dije en son de burla-. Perderías rápidamente tu suministro.
Me miró expulsando humo y furia:
– En el fondo, también tú estás involucrado. También tú vas a llevar cuernos lésbicos.
– Lésbicos o normales ¿qué más da? Estoy acostumbrado a llevarlos. Hace mucho tiempo que tú y Serena tuvisteis la gentileza de coronarme.
Retorció su cigarrillo aplastándolo contra el cenicero:
– Si quieres que te sea franco -continué diciendo-, me importa poco lo que Serena haga o deje de hacer.
– A mí no.
– Pues defiéndete. Yo no pienso mover un dedo por evitarlo.
– Victoria es perversa. No imaginas siquiera de lo que puede ser capaz. Cuando bebe se transforma en una fiera.
– Pues si tanto te duele, sepárate de ella. Hoy día las separaciones carecen de importancia. Todo el mundo se separa.
– Ya es tarde -dijo.
Paco no quería la separación. Se había acostumbrado a vivir como soltero bajo la cómoda bandera de un matrimonio respetable. Además, acababa de convertirse en conde. El sueño de su vida. ¿Cómo renunciar a tanta ventaja?
– No tengo un duro -confesó-. No sabría qué hacer con mis huesos. Mientras sea el marido de Victoria tengo la vida resuelta.
– Trabaja…
– ¿En qué? Nunca lo he hecho. No sabría por dónde empezar.
– ¿Has pensado en lo que puede ocurrir cuando ella muera?
– Ésa es otra -dijo furioso-. Se niega a testar en favor mío. Y aquí, tú lo sabes muy bien, no existen bienes gananciales.
– Amenázala.
– ¿Cómo? ¿No lo comprendes? Es ella la que me amenaza a mí. Sabe demasiadas cosas de mi vida.
– Pues entonces no te queda más solución que resignarte.
Se resignó. Fue una resignación próspera y ventajosa. Victoria no reparaba en «chiquitas» para que su marido la dejara en paz.
Lentamente iba desprendiéndose de él con la misma facilidad que él se había desprendido de ella en tiempos de los tres millones.
Finalizaba mayo cuando me enteré de que el Serena había sido vendido. Me lo comunicó el administrador con aires triunfales: «Por fin lo hemos conseguido.» Pregunté el nombre del comprador. Me dieron un apellido extranjero. Al llegar a casa se lo comuniqué a Serena: venía de la piscina y tenía el rostro congestionado por el sol.
– Ya lo sabía -me contestó fríamente.
– ¿Conoces al comprador?
– Naturalmente.
Tuve una sospecha fugaz. Serena prosiguió:
– La persona que lo ha comprado ha tenido la delicadeza de poner el barco a mi disposición. Dentro de una semana zarparemos para Grecia.
– Par de zorras…
– Desahógate lo que te plazca, Carlos. Tú te lo has buscado. Decidiste venderlo, ¿no es así?
– Pero no a esa tortillera.
– Por eso lo adquirió a través de un alemán. Tenía la seguridad de que tú no querrías vendérselo. Ahora ya es suyo… y mío, naturalmente.
Subió a su cuarto. Tras ella dejaba una estela de agua. No le importaba ensuciar la casa, ni provocar desorden, ni abusar de mi paciencia. Se sabía dueña de la situación y ya no se molestaba en hacerse «la perfecta».