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Carlota, al fin, la había calado: ya no confiaba en ella. Serena se daba cuenta: «Un día u otro tenía que enterarse de que no he nacido para víctima…», solía decirme cuando comprobaba que Carlota ya no era la de antes con ella. «Una se cansa de andar fingiendo de la mañana a la noche.»

Por aquella época Sofía volvió a frecuentar mi casa. La propia Carlota la habla llamado por teléfono. Ignoro lo que se dijeron. Pero comprendí que sus rencillas habían terminado cuando vi bajar a Sofía del estudio de mi hija con el rostro radiante: «Carlota ya no tiene una venda en los ojos», me dijo. No supe qué replicarle. A pesar de todo, mi temor persistía. Todo cuanto se relacionaba con Serena se volvía temor. Probablemente, tanto Carlota como Sofía continuaban creyendo que Serena seguía siendo amiga de Paco. Todo el mundo lo creía. Nada importaba que Paco lanzara diatribas contra mi mujer y que de vez en cuando se desahogara con la primera que le saliera al paso: la sociedad no solía reparar en ese tipo de trivialidades; las consideraban veleidades normales, peleas de enamorados. Al fin y al cabo, para la mayoría de aquellas gentes vivir era eso: bandearse, brujulear, buscar caminos nuevos, renovar circuitos y acabar regresando al rediclass="underline" «Hay que ser comprensivo…» Victoria era sólo la inevitable sombra de Paco, la entrañable y comprensiva compañera que lo toleraba todo, por bondad, por sentido del deber, porque «al fin y al cabo Paco y Victoria son un matrimonio modelo…»

Nadie sospechaba la sordidez que se había escondido tras «la paciencia de Victoria». La creían simplemente eso: un payaso que elige la borrachera para representar su número, más o menos cómico, pero honesto. Un relleno de millones, que acaso hubiera caído «de vez en cuando» en deslices medio turbios, sólo por aburrimiento, porque no era demasiado agraciada, y porque en la vida algo había que hacer para seguir…

De hecho, Victoria no era nadie: sólo una figura establecida en la establecida sociedad de los establecidos privilegiados. Un ente amorfo e indispensable que no suscitaba recelos, ni prevención, ni dudas excesivamente graves.

Una especie de Manuel Bruton (si se pronunciaba Briuton, mejor), sólo que casada, respaldada por un marido guapo, unos millones muy sólidos y un título nobiliario que, desde tiempos remotos, venía dando lustre a una familia algo degenerada. «Al fin y al cabo, no hace daño a nadie… Es una infeliz.» Paco era el primero en mantener aquel principio. No le convenía adoptar otra tesitura. Delatarla hubiera sido delatarse, perder todas sus ventajas, hundirse definitivamente.

Nadie comprendía, ni siquiera yo, hasta qué punto aquella inaudita aceptación podía arrastrarnos al desastre. No era posible saber entonces que todos nosotros estábamos viviendo sobre un volcán. Y la vida se iba acoplando de nuevo a la normalidad cotidiana, la que siempre parece inofensiva, aun cuando por dentro los rugidos de la futura lava fueran horadando cada vez más el cuello del cráter.

Aquel verano habíamos proyectado celebrar un festejo en Can Pou para que Carlota fuera presentada en sociedad. La propia Sofía había dado la idea y Carlota la había aceptado.

Era un año clave para España. Un año de posibilidades que, no por controladas, dejaban de parecer halagüeñas. Franco, al fin, había renunciado a la Presidencia del Gobierno para cedérsela al hombre de su confianza. Era preciso dejar los cabos muy atados en espera de la hora de la sucesión. Recuerdo que en el último Consejo del Banco estuve bromeando sobre aquella circunstancia: «También yo debería renunciar a la presidencia: hay que saber retirarse a tiempo y dejar el paso libre a los jóvenes.» Y contemplé a Falstat, el vicepresidente de los discursos engolados y estereotipados, que tanto me habían halagado cuando don Alberto decidió que yo debía remplazarle. Pero Falstat no se había dado por aludido. Ni siquiera se enteraba de lo que se decía.

Falstat era ya un fardo de vaguedades, sin criterio, un pobre disminuido mental, comido de arteriesclerosis, inflado de grasa y de colesterol. Era un hecho que aquel hombre sobraba. Pero nadie se atrevía a arremeter contra él. Confiaban en que muriese pronto. Pero mientras tanto Falstat estaba «siempre allí», fluctuando en dispersiones mientras se abordaban temas sobre la insolvencia de los clientes, las transacciones, los contratos electrónicos, las defensas contra las crisis, los arbitrajes, la tensión creditiva, la baja bursátil… consumiendo un puro que siempre se apagaba: «Al menos si Franco muere, el Gobierno no se quedará sin presidente…»

En aquellos momentos Carrero Blanco era la esperanza de los conservadores, los que temían que el cacareado aperturismo pudiera repetir un 18 de julio. «A poco que se abra la mano… vamos a estar listos», decían. Falstat, de vez en cuando, hacía chistes: «De todos modos este Gobierno es el número 13… Mal número.»

Del Banco hablaba poco. No estaba al corriente de las nuevas exigencias, ni de los nuevos rumbos sociales. La esfera de la rentabilidad masiva (la que se pretendía alcanzar armonizando la rentabilidad privada con la rentabilidad social) escapaba a sus principios y a su comprensión. «Explíquenme eso de las finalidades comunes…»

Fue aquel día cuando me enteré de que Jesús Salcedo (uno de los J. J.) acababa de llegar a España «con todos los honores». Alguien (que lo sabía de buena tinta) se había enterado de que los millones de su nueva mujer le habían permitido servir de intermediario entre el Grupo Europartners y ciertas entidades bancarias de grandes perspectivas internacionales: «Como se trata de un exiliado, todos se han volcado a recibirlo con grandes muestras de simpatía.»

Los exiliados eran ya los grandes mimados de la nueva España, la que desdeñaba rencores para sentirse paternalista. No había día sin que algún cerebro «fugado», o algún político «inhibido», o algún intelectual «incomprendido» se permitiera el lujo de reencontrarse con su patria recibiendo halagos de hijo pródigo.

Me acordé de lo mucho que había tenido que padecer don Alberto cuando «tener un hermano exiliado» era prácticamente un delito. Entonces el apellido Salcedo era una lacra: «Su Banco apoyó la campaña electoral de la República…» Era malo llamarse Salcedo.

Tenía curiosidad por verme de nuevo con don Jesús. Me divertía imaginar la conversación que sin duda iba a mantener con los periodistas. Probablemente adoptaría la actitud, entre ofendida y gloriosa, que adoptaban todos los que pisaban la España de Franco después de haberla combatido desde «el otro lado», como si la satisfacción que sentían al regresar fuera simple condescendencia, pura y generosa claudicación personal.

Se hospedaba en el hotel Ritz y no fue difícil localizarlo.

Me presenté tras de haber concertado una cita. Me recibió el hijo. Apenas hablaba español. Lo chapurraba sobrecargándolo de galicismos. Le dije que éramos primos. «Mi primera mujer era una Salcedo…»

René era simpático, joven: de aspecto desenfadado. «Tú sabes: cuando on ma dicho que tú desirabas vermé, me he preguntado: "¿qué es que querrá ese monsieur Honderó?"» Le expliqué la historia de su tío. Le detallé lo mucho que había tenido que sufrir cuando la guerra. «Los rojos le mataron tres hijos.» René Salcedo frunció el entrecejo: «Pas posible: un malentendú… Les republicanós no mataban…» Intenté explicarle que no era precisamente la República sino las fuerzas anarquistas que dominaban entonces: «Los republicanos eran sages. Todós saben esó.» Y decía que su papá se lo había explicado muy bien. «Tu sabes, Caglós: Ça sent le sabotage

Me dio a entender que se había llevado una gran desilusión al llegar a España. «Yo la imaginabá más farouche. ¿Me comprendés tú? Menos cosmopolit… Papá deciá siempré que ella estaba vraiment subdevelolapadá…» Para René el desarrollo español consistía en ver parejas abrazadas por las calles, mujeres sin sostén y anuncios naturalistas: «Una sorpresá este país… Un país como el faltá…»