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Le propuse hablar francés. Me lo agradeció. Supe entonces que su padre estaba enfermo y «no quería morir sin volver a su tierra». En aquellos momentos estaba descansando: tenía delicado el corazón.

Le di mi tarjeta, me ofrecí para lo que le hiciera falta y lo invité a la fiesta de Can Pou. «Conocerás a tu prima…»

No le advertí que Carlota era inválida. René prometió asistir. Quería conocer la Costa Brava.

Habían transcurrido treinta y tantos años desde que don Jesús había elegido el exilio. Cuarenta años de luchas, de incomprensiones, de rencores, de claudicaciones personales. Recordé lo que se había dicho de él hacía ya varios años: se divorció de la primera mujer para casarse con una millonaria francesa. Y allí estaba el resultado: un René de pantalón ajustado, melenas lacias, aspecto pop y un respaldo capitalista de considerable volumen.

Al llegar a casa Serena me anunció que al día siguiente se iba: «Al fin todo está preparado para zarpar…» Me dijo que tardaría en volver. No le contesté. Ni siquiera le recordé la fiesta de Carlota. Fue ella la que la sacó a relucir: «Procuraré estar de vuelta para la fecha del festejo…»

Se iba con Victoria en el Serena, rumbo a Grecia. Paco, aquella vez, «no estaba invitado». Iban los amigos de siempre, con la indispensable «nueva» y la consabida maritornes que Victoria había «alquilado» para que la invitada de honor no careciese de ayuda.

La fiesta se había previsto para finales de julio.

Fueron invitadas gentes de toda España, personajes de relieve que, a lo largo de los años, había ido yo coleccionando, para casos de ese tipo.

Escribí a Lolita: tenía la esperanza de que, después de tanto tiempo, no rehusara mi invitación. «Espero que esta vez no me falles…»

Tardó algún tiempo en contestar. Envió una tarjeta comunicándome que Raimundo y ella aceptaban gustosos la invitación y que Carlota recibiría un regalo por correo.

Fue una respuesta protocolaria y escueta, sin concesiones de ninguna especie.

Me molestaba que viniera con el marido. Hubiera preferido encontrarme a solas con ella. Pero Lolita no cedía. Se aferraba a aquel hombre como si su inútil presencia pudiera defenderla de todo peligro.

Carlota parecía contenta. Desde que Sofía volvía a ser amiga suya, todo había cambiado otra vez para ella. A veces, cuando creía que yo estaba distraído, se quedaba mirándome como si quisiera averiguar lo que se escondía tras mi apariencia de hombre indiferente. Probablemente no concebía que yo tolerase aquellos manifiestos despropósitos de Serena; aquel continuo ir y venir que casi siempre la mantenía fuera de nuestra casa.

No podía comprender que yo no era más que un ciego tanteando dudas, perseguido por temores, esperando la muerte con terror y afrontando la vida como si afrontase un enemigo.

Durante aquel mes de julio, Can Pou se llenó de ajetreos. Había un maestro de ceremonias que ordenaba cambios, planeaba situaciones y disponía de la finca como si se tratara de un guiso que a toda costa debía condimentarse en su punto. «Allí colocaremos la orquesta, ahí el tablado, allá las mesas…» Lo dejaba actuar sin intervenir, dándole carta blanca y remitiendo a Carlota y a Sofía la responsabilidad del éxito. Mi suegra, como siempre, estaba de acuerdo en todo: «Será una fiesta preciosa…» De Serena hablaba poco. Ya no la encomiaba, pero tampoco la censuraba.

Carlota volvía a tener ilusiones. Aquello era lo importante. Se había fabricado un mundo a su gusto, un mundo en que las cosas pequeñas podían adquirir dimensiones grandes y en el que las cosas grandes podían ser diminutas.

Los días transcurrieron vertiginosamente, matizándose de mil novedades: el traje de Carlota, la iluminación, los puestos de feria…

Serena llegó una semana antes de la fecha señalada: se había puesto morena y con ella traía un cargamento de indumentarias nuevas. Hablaba mucho de Atenas, del Partenón, de la civilización griega: «Te convendría conocer aquel país, Carlota, muy apropiado para tus aficiones: allí todo el mundo es artista.» Y relataba minucias del barco, de los cambios que Victoria había realizado: «Le ha quitado aquel maldito cuadro que parecía un vómito… ¿Recuerdas, Carlos?» Oyéndola parecía como si su viaje hubiera sido un acontecimiento inofensivo, como si la suciedad que lo había caracterizado fuera puro afán turístico y sana curiosidad culturaclass="underline" «Además son gente civilizada, muy civilizada; tienen el empaque olímpico de los dioses. No hay duda, Papadopoulos es un gran hombre; nadie podría decir que Grecia ya no es una monarquía. Todo sigue igual.» Y para remachar más la civilización de Grecia arremetía contra Italia, contra sus disturbios: «Veremos cómo se maneja ese tal rumor con eso del racionamiento de la gasolina…»

Enseguida dio en criticar los detalles de la fiesta: «No acaba de convencerme el menú; ahora nadie sirve pollo; demasiado barato.» Pretendía modificar parte de la comida, la distribución de las mesas, los focos del jardín: «Va a ser una fiesta camp. Lo importante sería que fuese in.» Le rogué que dejara sus ridículas expresiones para sus amigas y que procurase no meter sus narices donde nadie la llamaba. Pero Serena no cejaba; quería opinar, decidir, gravitar sobre nosotros como había hecho siempre.

El maestro de ceremonias se molestaba: «Señor Hondero, no puedo tolerar que a estas alturas…» Tuve que imponerme. «Si pretendías dirigir la fiesta de Carlota, debías no haberte marchado…» Se mostró ofendida. «Como si no tuviera derecho a permitirme un descanso… Tú sabes cuánto me relajan los viajes por mar…»

Para sosegar su enfado decidió marcharse al bungalow de los Moraldo. Regresó con Victoria cuando el día declinaba. Paco, al parecer, continuaba en Barcelona.

Los días que siguieron sólo tuvieron una preocupación seria: la posible lluvia. Mi suegra mandó huevos a Santa Clara: «Te aseguro que tendremos buen tiempo.» La vida, para ella, se medía por cosas así: infantiles y milagreras. El caso es que lo decía convencida y no solía equivocarse. El día señalado amaneció radiante. También Carlota lo estaba. Recuerdo que aquella mañana no bajamos a la playa. Recorrimos los lugares preparados: calculamos por milésima vez los coches que cabían en el espacio dispuesto para ellos. Probamos los altavoces. Revisamos el toldo de los mecánicos, los puestos de comida, las cocinas ambulantes… Todo estaba a punto. Nada podía fallar.

Me notaba cansado. Tenía el cansancio de las tensiones reprimidas y los nervios atados. Pero me sentía feliz. Bastaba echar un vistazo a Carlota para comprender que también ella lo era. «Faltan sólo dos horas…» No había más que mirar aquel cielo despejado, hinchado de luz, para sentirse tranquilo.

Hacia el atardecer el cielo se volvió rojo. Era como si de repente se hubiera llenado de brasas. El mar ni siquiera se oía. Allá abajo, la arena de la playa también rojeaba, y las olas…

Cuando bajé a la explanada vestido ya de esmoquin vi a Carlota y a Sofía junto al arco que delimitaba la casa. También ellas se habían vestido con traje largo. «Estás preciosa, Carlota…» Costaba comprender que aquella silla de ruedas estuviera allí por culpa de sus piernas. Era difícil acordarse de ella viendo su rostro y su busto.

– Sofía tiene razón -dije-. Vas a ser la más guapa de la fiesta.

El crepúsculo estaba agonizando cuando empezaron a escucharse los primeros coches subiendo la cuesta. Recuerdo que los focos quedaban aún neutralizados por la luz diurna.

La gente venía a oleadas, acicalada, olorosa… Besaban a Carlota. Algunos (los que no la conocían) la compadecían: «Pobrecilla, tan joven y estropeada.» Más de uno habría considerado que aquella fiesta era algo fuera de tono: «En vez de presentarla en sociedad, deberían esconderla…» Pero Carlota era distinta. Carlota podía llegar a borrar su silla de ruedas. Bastaba hablar con ella unos instantes para olvidarse de que sus piernas eran inservibles.