– No, Carlos, ya la hemos terminado.
Se le quebraba la voz al decir aquello.
– Mientras hay vida, puede haber futuro, Lolita.
– ¿A qué le llamas tú vivir? -preguntó.
– A lo que en estos momentos estamos haciendo tú y yo -repuse-. ¿No lo entiendes? Volvemos a ser jóvenes: terriblemente jóvenes.
Notaba el roce de su pelo en mi mejilla, sus labios junto a los oídos.
– Cerrando los ojos, quizá…
Me aparté de ella para mirarla. Tenía los ojos brillantes, ligeramente aguanosos. Volví a estrecharla contra mi pecho:
– ¿Recuerdas nuestra última conversación telefónica?
– Palabra por palabra.
– Todo en mí sigue igual… -dije.
Lolita se detuvo.
– Dejemos eso, Carlos.
Bajamos de la pista. Anduvimos hasta el borde del acantilado. Se veían parejas pululando por entre los árboles del bosque. Desde allí la música se escuchaba en sordina.
Miré el mar: tenía el tinte de las cosas que perduran, que prometen, que nunca defraudan.
– Por unos instantes he llegado a creer que te habías marchado… Que volvías a rehuirme.
– Estaba a punto de irme cuando nos hemos encontrado.
– ¿Cómo? No tenías coche…
– No lo sé; le hubiera pedido a un amigo que me acompañara.
Lolita bajó la cabeza. Contemplé su nuca: hacía mil años, cuando éramos niños, yo había besado aquella nuca.
– No debí venir a esta fiesta, Carlos.
– ¿Por qué?
Cogí su mano: temblaba.
– Es peligroso.
La atraje hacia mí. Apoyó su cabeza en mi pecho:
– Toda la vida he luchado para mantenerme digna -dijo-; sería estúpido perder esa dignidad al borde del ocaso.
– Cuando hay amor, nunca hay ocaso.
– Cuando hay amor, siempre hay renuncia. No existe un amor sin ella.
– Entonces ¿por qué has venido, Lolita?
– Quería verte. Sencillamente eso.
Se llevó las manos a la cara. Luego volvió a mirarme.
– Te he mentido, Carlos: Raimundo nunca pensó acompañarme. Raimundo y yo vamos a separarnos.
La cogí del brazo, la llevé hacia la explanada. Lolita caminaba como sonámbula, sin preguntar adonde íbamos, sorteando gentes, mesas, gritos.
– Quiero hablar contigo a solas -le dije-. Te llevaré al hotel.
Fue al llegar junto a la casa cuando Juan Villoria me detuvo. Tenía el rostro demudado: «La señora condesa está muy enferma», decía.
Recordé a Victoria cuando se tambaleaba:
– Avisa a don Paco -repuse.
– Lo siento, señor. Don Paco no aparece por ningún lado.
– ¿Y doña Serena? ¿Se lo has dicho a doña Serena?
Juan Villoria bajó la voz:
– Doña Serena no está en la finca. Llevamos mucho rato buscándola.
Miré a Lolita.
– Por lo visto, tu cuñada Victoria está enferma.
Le rogué que me acompañara. Seguimos a Juan Villoria. Nos condujo hasta el dormitorio de Serena.
Victoria estaba allí, vestida, echada sobre la cama de mi mujer, el rostro vuelto hacia la almohada, el cuerpo encogido.
Sollozaba. Era un tipo de sollozos histéricos, nerviosos y entrecortados. Me incliné hacia ella; un fuerte olor a whisky invadió mi olfato:
– Está como una cuba -le dije a Lolita.
Juan Villoria explicó: habían tenido que trasladarla entre varios. «Doña Victoria parecía fuera de sí…»
– ¿Qué hacía?
– Gritaba, decía incongruencias, golpeaba todo lo que encontraba.
Juan Villoria enrojeció. Era gracioso que, a su edad, todavía se ruborizase de aquel modo.
– Decía cosas irrepetibles, señor. Insultos.
– Habrá algún médico en la fiesta.
– El doctor Cordal; él mismo la ha atendido.
– ¿Dónde está ahora?
– Se ha marchado. Dice que la señora condesa ha bebido demasiado. Le ha suministrado unas gotas de amoníaco. Asegura que se le pasará enseguida.
– Procura que no se mueva de aquí -le dijo a Juan Villoria-. No creo que esté en condiciones de conducir hasta su casa… Que decida la señora cuando vuelva.
– El doctor Cordal ha dicho lo mismo, señor.
Recuerdo la mirada de Lolita. Había un horror grande en sus ojos al contemplar a su cuñada.
– Vámonos -le dije.
Era preciso olvidar a Victoria… Era preciso olvidar a Paco, a Serena, a Raimundo… todo lo que convertía nuestras vidas en un charco de miserias.
Al salir de la casa, la música llegaba tenue hasta nosotros. Nos metimos en mi coche. No hablábamos. La carretera de Can Pou se veía nítida y blanca a la luz de las estrellas. Cogí su mano y la coloqué sobre el volante: «Como aquel día, ¿recuerdas?»
Fue entonces cuando Lolita habló. Lo volcó todo. La vergüenza que había tenido que soportar en su propia casa por culpa de aquel marido… Los desprecios de sus hijos, el horror de las últimas escenas: «Estoy cansada, Carlos; terriblemente cansada…»
Me confesó luego que había consultado con un abogado. Estaba decidida al pleito: «Son demasiadas injurias…» El abogado le había asegurado que Raimundo llevaba las de perder: «No puede alegar nada contra mí…»
Contemplé su perficlass="underline" el cabello cuidadosamente recogido en la nuca. La evoqué joven: su pelo suelto, sus mejillas tersas.
– Es curioso -dije-. Hemos querido huir de nuestro destino… Y ya lo ves: volvemos a estar juntos.
– ¿Crees de verdad que yo he sido tu destino?
– Año tras año he ido creyéndolo.
– Sin embargo hemos envejecido separados.
– Todavía no, Lolita; todavía podemos envejecer juntos.
Respiró hondo. Dijo:
– La vejez no es bonita.
– Todo es cuestión de empeñarse en que lo sea. La nuestra va a serlo.
Bordeamos el mar. Había dunas en el agua: unas dunas llenas de estrellas. Y había un olor refrescante a salitre y a brea:
– Quisiera hacerte feliz, Lolita. Tienes derecho a serlo.
Apoyó su cabeza en mi hombro:
– Queda ya tan poco tiempo…
– Habrá que aprovecharlo.
Al llegar al pueblo enfilé hacia su hotel. El tránsito de las calles era escaso. Sólo noctámbulos aburridos, parejas despistadas, gentes que buscaban de local en local lo que sin duda ninguno podía darles. Seres vagabundos que no pensaban en lo estéril de sus merodeos ni en la incongruencia de sus vidas…
– También yo anduve merodeando así, desperdiciando la vida sin comprender que el tiempo pasaba…
Había prostitutas veraniegas que se arrimaban a un hombre cualquiera para no perder la costumbre. Borrachines inofensivos que hablaban solos para no sentirse solos.
– También yo hablaba solo y pensaba solo y vivía solo…
Y algún perro furtivo hurgando en las esquinas o en los sumideros para ganar el sustento que durante el día no había podido hallar.
Alineé mi coche tras la larga fila que se arrimaba al recinto del hotel. Entramos juntos al vestíbulo. Lolita pidió la llave de su cuarto. El conserje nos saludó con ojos adormilados. Luego nos metimos en el ascensor.
Todo era normal. Todo obedecía a un impulso lógico, a una situación acompasada, matemática, como esos sueños en que todo está previsto.
Al entrar en la habitación, Lolita se acercó al balcón y lo abrió de par en par. Quería que la noche entrase en el cuarto, que el mar estuviera allí. «¿Por qué hemos esperado tanto tiempo?»
Todo era sosiego. Un sosiego grande que venía del mar, del cielo estrellado, de la incipiente claridad que asomaba tímida tras las rocas.
– De nada ha servido luchar tanto…
Era extraño tener a Lolita en los brazos. Era como abarcar la vida entera con sus años vacíos, sus triunfos ridículos y sus errores acabados. Era detener el tiempo y plasmarlo para siempre en aquel amor nuestro que jamás moriría. Era conseguir la plenitud sabiendo que la esperanza nunca seria ya frustración, ni el vacío un reproche. «Resulta extraño vivir el sueño de toda una vida…»
Cuando la amanecida entraba por el balcón abierto, el cuarto se llenó de azules, de rumores marinos, de humedad salobre. Fue preciso entornar el batiente, porque entraba frío. Abajo se veían pescadores dispuestos a hacerse a la mar: manipulaban con las amarras, empujaban los botes hacia el agua y sus voces flotaban en la quietud de la playa como globos sonoros.