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– Será difícil olvidar ese paisaje…

Era un paisaje tranquilo, sin miedo acechando ni amenazas hiriendo. No era posible sentir temor al contemplarlo. No era posible intuir que al separarme de Lolita nunca volvería a recuperarlo.

– Descansa -le dije al marcharme-. Volveremos a vernos dentro de unas horas.

Cuando bajé al vestíbulo eran ya las seis de la mañana. Pasé por delante del conserje. Estaba seguro de que no había reparado en mí. El coche continuaba junto a la acera, pegado al bordillo, ligeramente bañado en relente.

El sueño me vencía cuando llegué a la finca, los invitados se habían marchado. Había un grupo de camareros recogiendo mesas, sillas, cestas… Recordé la borrachera de Victoria. Su coche ya no estaba allí. Pensé: «Alguien se habrá encargado de llevarla a su casa…» Pregunté por ella: nadie la había visto salir. Luego subí a mi cuarto.

Me tumbé en la cama vestido. Fue en aquel momento cuando sonó el teléfono. Pensé que sería Lolita. Escuché la voz de Paco.

– Ven a mi casa enseguida -dijo-. Es muy urgente.

– ¿Qué pasa?

– No hagas preguntas. Ven enseguida.

Colgó sin que me diera tiempo a preguntarle algo más. El tono de su voz me alarmaba.

Me quité la corbata, el cuello duro… Cambié mi americana por un jersey y salí de casa.

La carretera continuaba vacía. Llegué a la urbanización: me detuve junto al bungalow de Paco. Me abrió la puerta él mismo antes de que yo hiciera uso del timbre.

Recuerdo que Paco llevaba una bata amarilla, y el tono de su rostro se fundía al de la tela:

– ¿Qué ocurre?

Tiró de mí hacia adentro y cerró tras él. Jadeaba. Tenía la boca seca y en las comisuras de sus labios se le amontonaban porciones de saliva espesa.

– Serena ha muerto -me dijo.

LOLITA

– Lo estaba esperando -le he dicho en cuanto lo he visto entrar.

Su forma de andar es cansina, completamente distinta a la que lo caracterizaba hace un par de años. Ahora arrastra los pies como si le costara despegarlos de la tierra.

Le he ofrecido asiento junto a mi catre. Los huesos le han crujido al agacharse:

– Quisiera hablarle de mi balance particular.

El padre Celestino ha comprendido. Se le escapaba un centelleo alegre que confirmaba aquella comprensión.

– Imagina que lo que voy a hacer supone una claudicación…

– Claudicar no significa necesariamente haberse ido derrotado.

– En todo caso, la derrota ya no me importa -le he dicho-. Es curioso: nunca pensé que pudiera ser tan fácil.

– Todo se reduce a renunciar y aceptar.

Me he acordado de lo que me dijo Lolita tres días antes: «El amor es siempre renuncia.»

– ¿Sabe usted. Padre? He pensado mucho en estos tres días. No deja de ser un plazo breve para analizar toda una vida. La conclusión es muy sencilla: si todo acaba en este mundo, nada merece la pena. Pero si no acaba, resulta estúpido olvidarlo y actuar como si acabase.

Hasta nosotros llegaba un sonido hueco de puertas metálicas, de pasos lentos, de susurros inconcretos.

Quería decirle que de pronto había comprendido. Era un comprender nuevo, lleno de matices. Un comprender que no se reducía solamente a mí, sino a toda la humanidad, con sus esfuerzos, su ceguera, sus afanes limitados.

– ¿Cuándo has descubierto eso?

He tardado en contestar. Evocaba el sueño que tuve en Niza.

– Cuando he descorchado mi caja negra.

Allí estaban las causas de mi siniestro: mis ambiciones, mis rebeldías, mis estúpidas vanidades.

– En el fondo, es muy sencillo -he seguido diciendo-. Tarde o temprano Él vence siempre.

Ha dejado escapar un suspiro hondo, como de alguien que se libera de un peso grande.

– Sería todo fácil si en vez de pensar tanto escucháramos más. Pero nos empeñamos en enderezar las cosas a nuestro gusto y acabamos siempre por estropearlas.

Hablaba exactamente igual que hacía cuarenta años, cuando me recibía en su despacho para sondear mi vida: «¿Algún problema, Hondero?» Pensándolo detenidamente, nada había cambiado desde entonces. Todo se repetía con la precisión de un reloj. Era una cuestión de ciclos, de ráfagas, de volver siempre al punto de partida para escapar de él, y de escapar de él para volver al punto de partida. Un permanente destruir y construir, un continuo dejar y recuperar… Y protestar para rectificar, y rectificar para protestar y amar para odiar y odiar para volver a amar. La vida debía de ser eso: llevar la contraria, sentirnos gallos de pelea únicamente para convertirnos en animalitos de laboratorio. Una especie de autoaniquilamiento para evitar que nos aniquilen.

– Lo esencial es aceptarse -ha dicho él-, reconocerse y comprender que no somos dioses.

– Supongo que será así… Lo malo es el sufrimiento. Uno se cansa de tanto sufrir.

– No -ha respondido él-, no es el sufrimiento lo que cansa: es la lucha para no sufrir. Es el esfuerzo que se realiza para evitar el sufrimiento. ¿Recuerdas lo que te dije sobre las dos cruces?

– Perfectamente: el problema está en saber si yo puedo aspirar a la cruz de Cristo.

– Todos los hombres del mundo pueden aspirar a ella.

– ¿Y al perdón? ¿Puedo aspirar al perdón?

– Dios no sólo perdonó a David: también lo hizo santo.

– ¿Cuál fue su culpa?

– Matar a un hombre para usurpar a su mujer.

La alusión no ha podido ser más directa.

– El caso es que yo no he matado a Serena.

– Lo sé: no me refería a ella.

– Entonces… Usted sabe lo de Alicia.

– Lo vengo presumiendo hace muchos años.

– ¿Por qué no lo ha dicho antes?

– Ni Dios ni yo teníamos prisa. Ya conoces su sistema: se limita a sentarse junto al pozo de Jacob en espera de que llegue la Samaritana. Luego le pide agua, o, en último caso, declara que tiene sed… como hizo cuando pendía de la cruz. ¿No te parece curioso que el propio Dios se muestre sediento?

– Tal vez sea una forma de explicarnos que aquí, en la tierra, la sed nunca puede saciarse.

El padre Celestino ha torcido la cabeza:

– O acaso quiera darnos a entender que, a pesar de ser Dios, tiene una infinita sed de almas… Simplemente eso.

De nuevo se ha producido un silencio. Después me ha preguntado:

– ¿Qué piensas hacer?

– Nada.

– ¿No vas a defenderte?

– No puedo.

Ha movido la cabeza como si comprendiera.

– ¿Qué te lo impide?

– ¡Tantas cosas! Una de ellas tal vez el derecho a sentirme víctima. ¡Llevo tanto tiempo sintiéndome verdugo! Serena o Alicia… ¿Qué más da? Lo esencial está en que yo he matado: de algún modo tengo que purgar esa culpa. No puedo arrastrarla siempre como un lastre angustioso. Mi vida tiene una cuenta pendiente y he de pagarla. Pero además está Lolita, está Carlota…

Ha cerrado los ojos.

– ¿Sabe Lolita lo que ocurrió con Alicia?

– Nunca se lo he dicho.

– ¿Por qué?

– Temí que me despreciara.

– ¿Y ahora: vas a decírselo?

– No pienso volver a verla. Le agradeceré que se lo diga usted.

– ¿Para qué?

– Le debo esa prueba de confianza. Será el mejor modo de que me olvide.

El padre Celestino ha carraspeado.

– La quieres, ¿verdad?

He asentido sin palabras: la garganta agarrotada por aquel amor que lo invadía todo.

– Suponte que te declarasen inocente… ¿Volverías a ella?

– No.

De nuevo el silencio y el rumor metálico y los pasos lentos: