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No hacía falta que me contestara. Mi caso había sido su gran oportunidad, y lo había ganado. Un formidable tanto a su favor. Un éxito que probablemente iba a modificar la trayectoria de su carrera.

No: el mundo no cambiaba. El mundo seguía inmerso en el indestructible engranaje de egotismos, de avaricias, de vanidades prensadas: «Aunque usted se resista, yo apuraré todos los recursos.» Y los había apurado.

Servando Fuentevella podía respirar tranquilo: «A la fuerza tenía que haber una mujer oculta tras el silencio de mi cliente…»

Y regodearse de satisfacción cuando leyera los titulares de los periódicos: «Abogado de oficio demuestra la inocencia de un personaje relevante.»

«Un proceso difícil e importante», diría él. Y ni siquiera sabría hasta qué punto era importante perderlo.

– Efectivamente, señor Hondero: estoy muy contento.

Hubiera querido hablarle de mi hija, de Alicia, de todo lo que me había mantenido en silencio… Hubiera querido preguntarle: «Dígame, señor Fuentevella, ¿cómo se gana el pleito de las amenazas y el de los reproches internos y el de las culpas ocultas, y el de los remordimientos y el de la imposibilidad de purgar…?» No me hubiera entendido. Además, había preguntas que sólo el futuro podía contestar.

Servando Fuentevella me ha acompañado a mi casa. Al entrar en el jardín he visto a Carlota corriendo hacia mí en su sillita de ruedas. He detenido el coche para correr hacia ella: «Papá, papá, papá querido…» Me abrazaba, me besaba… lloraba de alegría…

Y Servando Fuentevella nos contemplaba lleno de complacencia emocionada.

Esta mañana he vuelto al Banco. Todo continuaba igual. Los ejecutivos me han recibido sonrientes, como si no hubiera ocurrido nada. Algunos pretendían ser amables: «Un atropello indigno… Un verdadero atropello.» Se callaban enseguida en cuanto recordaban que Serena había sido mi mujer.

Había asuntos retrasados que requerían urgencia. El trabajo es un buen recurso para enterrar problemas. La secretaria me entregó la lista de las llamadas telefónicas. He atendido las más precisas. He dictado cartas, organizado entrevistas, buscado soluciones. Iba ya a marcharme cuando me han anunciado la visita de Rodolfo Tramacho.

Ha entrado en mi despacho tal como lo hubiera hecho el tío Rodolfo: eufórico, alegre. En cuanto me ha visto me ha abrazado sin reservas:

– Menuda faena. Encima de todo lo que has pasado, detenerte por sospechoso…

Tenía la voz de su padre, la risa de su padre, los ademanes de su padre.

Junto a él iba un muchacho joven: «Se llama Pablo Gómez Bidasoa.»

– Mucho gusto, don Carlos.

Debía de tener unos dieciocho años y vestía una indumentaria sencilla. Rodolfo Tramacho explicó: «Está terminando el peritaje mercantil; le gustaría trabajar en el Banco… por descontado.» Ha añadido luego que su madre era viuda y estaba empleada como mecanógrafa en la Editorial Estrella. «No tiene hermanos. Naturalmente, podía solicitar referencias, pero él, Rodolfo, respondía totalmente de la honradez de Pablito… El muchacho ha sonreído al estrecharme la mano.

Hemos hablado. Hemos argumentado. Hemos expuesto los inconvenientes y las ventajas.

– Cuando te incorpores al Banco, tendrás que empezar por abajo -le he advertido yo-. Es la forma de conocer a fondo los manejos bancarios.

– Por supuesto, señor Hondero; ésa era mi idea.

– Al principio te resultará algo duro.

– No me importa; estoy hecho a la vida dura.

– Y ganarás poco dinero.

– Lo comprendo.

«Conque tú ees Calitos» Y yo había contestado: «Me llamo Carlos Hondero», para dejar bien sentado que cuando un hombre se ganaba el pan, debía prescindir de apreciativos.

– Tengo intención de asistir a las clases nocturnas. Me gustaría llegar a intendente y perfeccionar mis idiomas.

Rodolfo Tramacho opinaba:

– Los grandes hombres se forjan con luchas, ¿verdad, Carlos? Tú lo sabes por experiencia.

Pablo Gómez señaló la fotografía que había puesto yo sobre la mesa: «¿Su hija?»

Asentí. Era una fotografía reciente en la que sólo se veía el busto.

– Guapa -opinó-. ¿Cómo se llama?

– Carlota.

«Me llamo Alicia Salcedo. ¿Y tú?» «Yo me llamo Carlos Hondero» Y al salir de allí el tío Rodolfo me había dicho: «Le has caldo muy bien, Carlitos

– Procuraré acelerar la tramitación. ¿Te conviene?

– Muchas gracias, señor Hondero. Espero que no se arrepienta de aceptarme.

Aquel día las copas de los árboles amarilleaban, pero las hojas aún no se habían secado. El tío Rodolfo iba contento: silbaba, reía…

Lentamente fuimos enfilando Ramblas abajo, camino de mi casa.

Junto a la plaza de Cataluña los vendedores de periódicos aireaban sus mercancías anunciando con voces ininteligibles y aullantes los acontecimientos del día.

Y yo acababa de pedir la cabeza del Bautista.

Junio de 1969.

Junio de 1975.

Mercedes Salisachs

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