Desconozco el origen del tío Rodolfo, pero aunque presumía de catalán, se llamaba Tramacho. Cuando mi madre hablaba de él con la vecina, solía decir: «El doctor Tramacho.» Probablemente a él le hubiera gustado llamarse «Poch» o «Casáis», o «Fontanals», pero apechugaba con su apellido porque no le quedaba otro remedio.
Parece que lo estoy viendo hablando de política con don Alberto (otro catalán con apellido castellano), saboreando el queso que mi madre guardaba para él en el aparador, o revisando el botiquín de nuestra casa, que, gracias a él, estaba en todo momento repleto y bien abastecido. Casi siempre se refería a los esfuerzos que mi madre desplegaba para hacer de mí un hombre. También él cooperaba. Eran unos esfuerzos sesudos, casi irritantes de puro asiduos. Acaso un poco deshonestos. (Años más tarde averigüé que tampoco él tenía fortuna y que el dinero que gastaba con nosotros distaba mucho de pertenecerle.) Pero entonces aquel despliegue de generosidades se me antojaba normal y, de haberse malogrado, mi vida hubiera constituido una pura frustración.
A pesar de todo (acaso para cubrir apariencias), mi madre trabajaba. Cosía para la gente elegante y tenía ocupadas todas las tardes. Las mañanas las reservaba para limpiar la casa y servirle al tío Rodolfo el queso que sólo ella sabía encontrar en los vericuetos misteriosos de la Barcelona antigua. Cuando se ausentaba, yo quedaba al buen recaudo de la vecina. «Los tiempos están muy malos y hay que aprovechar todo lo que caiga -decía aquélla-. Por eso tú, cuando seas mayor, debes estudiar mucho, Carlitos: algún día tendrás que devolverle a tu madre todo lo que está haciendo por ti.» Yo soñaba ya con ese día. Lo venía asimilando desde siempre entre desarrollos, digestiones y rebeldías. Me veía taladrando muros, escalando peldaños, buceando en aguas profundas para tocar el fondo… También la vecina (lo sé), también la vecina contribuyó a acrecentar mi «sana» ambición (ese sentimiento que algunos confunden con dignidad), y a espolear mis ímpetus, y a concentrar las peculiaridades de mi semilla, la que luego, cuando creciese, debía esparcir por la tierra que los mayores habían roturado.
Los domingos eran alegres. Tenían la alegría de saber a mi madre «toda para mí». (Curioso que en aquella época yo deseara tanto su compañía.) Fue mucho más tarde cuando su presencia me resultó insufrible. El fenómeno se produjo imperceptiblemente. Resultó una transición lenta. De pronto descubrí que sus labios estaban siempre húmedos y que sus axilas despedían un olor acre y desagradable, que su cogote era un muro rígido de lamentaciones sofocadas y que, salvo su belleza, nada en ella resultaba atractivo. Pero entonces yo no veía ni olía más que su perfección. Por eso resultaba tan deseable y necesaria.
Después de oír misa, nos metíamos en un tranvía y nos íbamos al Tibidabo. Desde allí contemplábamos la ciudad (casi siempre envuelta en niebla), los montes despoblados, el mar sin horizonte y los barcos difuminados por la distancia y la bruma. «Bonito, ¿verdad, Carlitos?» Era agradable oírle decir «Carlitos» a mi madre. Y, sobre todo, era agradable saber que el tío Rodolfo nos esperaba allá, junto a la balaustrada, con su sombrero calado y el cuello del abrigo alzado para proteger del frío sus orejas. «Fíjate bien en lo que estás viendo, Carlitos: cuando crezcas todo será distinto y te gustará recordarlo tal como es ahora…» Pero aunque lo recuerdo ya no veo nada, como lo veía entonces… Es imposible. Las cosas mueren cuando se modifican. Por eso mi recuerdo es tan vago, y por eso, a veces, quisiera derribar el torreón de Can Pou: para olvidarlo, para convertirlo en un cadáver, como aquel paisaje. «Llegará un momento en que tal vez necesites evocar esos montes vacíos.» El tío Rodolfo aseguraba que las ciudades crecían tanto, que cuando menos se esperaba ya no tenían afueras (al menos las que siempre se habían considerado como tales), ni descampados, ni zonas montañosas, con árboles capaces de prestar vigor y salud. «Por eso, cuando las ciudades crecen demasiado, se vuelven enclenques.» Era su teoría. Entonces la mayoría de la gente de aquella época emitía vulgaridades como catedrales, pero todo lo que aquel hombre decía, me parecía importante.
Un día, mirando la ciudad bajo un sol estallante, y apoyados los tres en la balaustrada, me comunicó solemnemente: «Pronto irás al colegio.» Y se miraron los dos con los ojos abiertos, elocuentes. Recuerdo que la luz daba de lleno en las contraídas pupilas del tío Rodolfo y las bolsas bajo sus párpados se le arrugaban como globitos deshinchados. «Será un colegio de pago, naturalmente.»
Hablaba como si yo no estuviera allí y se dirigiera exclusivamente a mi madre. Tal vez por ese motivo ella frunciera el entrecejo y hurtara su rostro a mi inspección. Fingía contemplar el mar (aquel día tenía horizonte), el cielo, los barcos… Y yo veía su escorzo; únicamente su escorzo. «Carlitos es inteligente como su padre -dijo-; estoy segura de que tendrá buenas notas.» Otra vez sacaban a relucir el muerto de la fotografía. Otra vez la esquela, la sonrisa desvaída, y el vago recuerdo de su bigote cosquilleando mi mejilla.
Mi madre daba por hecho que yo sacaría mis estudios adelante a fuerza de becas: «Todos los Hondero fueron inteligentes. Hasta el tío Baltasar, con ser tan raro, tenía fama de sabio.»
Ahora sé que todo aquel palabreo era una simple añagaza, una excusa para desviarme de la verdadera cuestión. Debían adelantarse a mis posibles lucubraciones y recelos. Debían rellenar los huecos, antes que mi imaginación los rellenara. A lo largo de los años he comprendido que mi porvenir dependía íntegramente del tío Rodolfo. Sin embargo, era esencial que, en aquellos momentos, yo no maliciara sospechas, ni conociera orígenes. Por eso discurrían de aquel modo.
Efectivamente, cuando empezó el curso escolar, yo ingresé en el colegio. Mis compañeros eran hijos de burgueses ricos, y alguno de ellos pertenecía a la aristocracia. Aunque allí se respiraba un nítido tufo a derechas, éramos todavía demasiado jóvenes para comprender las luchas de clases. Lo único que contaba era la propia valía y las ganas de estudiar.
Yo las tenía. No fue difícil destacar. Cuando, por las causas que fuere, me entraba la tentación de flaquear, me repetía a mí mismo que, siendo un Hondero, no podía permitirme el lujo de actuar como un vainazas, y que a costa de lo que fuera debía hacer honor a mi apellido. Durante toda mi vida había ido yo empapándome de aquella servidumbre (probablemente eso que llaman talento suele condicionarse a lo que nos han hecho creer en la infancia) y acabé por esclavizarme a ella. Me entraba una urgencia grande de llegar a los primeros puestos. De algún modo debía sosegar mis apremios (los que me habían forjado mi madre y el tío Rodolfo); pero, sobre todo, debía justificar mi apellido (el de mi padre y el del tío Baltasar) y también dar paso a las perspectivas aglutinadas en la mente durante años y años en las soledades infantiles que la vecina custodiaba.
En cierta ocasión, el Rey visitó el colegio. Aquel día hubo comida extraordinaria tras de la reunión en la sala de actos. Los alumnos aventajados (entre los que me incluyeron) formábamos una fila aparte. El padre Celestino (entonces prefecto de la comunidad) nos advirtió:
– Desfilarán ustedes ante Su Majestad y le estrecharán la mano.
Parece absurdo que un detalle tan parvo hubiera podido resultar importante. Pero lo fue. La vida está llena de menudencias como aquélla, que de momento impresionan y luego, cuando se evocan, parecen puntos, motas, escarchas disueltas o evaporadas. Sin embargo, aquel día hasta mi madre (tan republicana) dio muestras de emoción.