– ¿Te das cuenta, Carlitos? El Rey ha estrechado tu mano.
Para hacerme el hombre me encogí de hombros:
– ¿Y eso qué tiene de particular? Al fin y al cabo es como todos.
El tío Rodolfo dejó escapar una de sus habituales carcajadas: tenía ese tipo de risa contagiosa, sonora y taladrante que parecía abarcar la casa entera.
– El chico tiene razón, Remedios. Así me gusta, Carlitos: no hay que dejarse alucinar por cosas tan fútiles como ésa.
Sin embargo, impresionaban. También impresionan hoy día los coches aerodinámicos, y las viviendas elegantes y las sonrisas que nos dedican los que están en la cumbre.
Desde aquel día, los compañeros de mi clase me miraron de otro modo. Para ellos yo no era el mismo. Aunque mi posible talento fuera idéntico, nadie verdaderamente encumbrado lo había reconocido oficialmente. De ese modo empezó mi prestigio: con un apretón de manos.
Imaginé aquella mano aislada, carente de cuerpo: la vi tecleando sobre un piano, o rasgueando las cuerdas de una guitarra, o firmando, señalando, sosteniendo cubiertos, desabrochando prendas, desplegando un pañuelo para sonarse, empuñando un bastón… Dijeran lo que dijeran, era igual que las otras: con falanges y falangetas, con piel, venas y nervios. Pero nadie parecía reconocer aquella igualdad. Hasta Paco Moraldo, mi compañero de pupitre, tan abúlico él, tan estirado y tan aferrado a su condición de señorito inútil, parecía admirarme por aquel ademán consumado:
– Vaya suerte, chico.
Era la primera vez que Paco se dirigía a mí de tú a tú. La primera que me hablaba igual que si yo fuera como él.
– También tú hubieras podido estrechársela si te hubieses tomado la molestia de estudiar.
– No todos nacemos empollones.
Paco era perezoso. Tenía la pereza muelle de los que están acostumbrados a que se les dé todo hecho. Incluso sus conatos de agresividad eran abúlicos. Descargaba su energía enseguida. Sus arrebatos brotaban de él como cohetes disparados cielo arriba, lanzando lengüetas de fuego que herían y fulminaban, pero que se apagaban al instante mismo de refulgir. Quedaban en elementos chamuscados, retorcidos e inservibles. Él mismo se extrañaba de su propia agresividad; parecía avergonzado y cohibido tras su incongruente y ridículo arrebato de furia. Retrocedía, negaba su cólera, decía que todo había sido una broma. Y olvidaba. Olvidaba al instante lo que le molestaba recordar. Tenía una gran predisposición para el olvido de cuanto pudiera rebajarlo o disminuirlo. En cambio, jamás olvidaba las facetas adversas de los otros. Se las arreglaba a la perfección para abocar sobre ellos lo que debía adjudicarse él. Decía que habían sido «ellos» y no él los causantes del estropicio. Y lo afirmaba con tal seriedad, que uno acababa por creerlo. La cuestión era huir de sus propias deficiencias: olvidarlas como olvidaba sus bocadillos o los libros escolares. No, Paco no quería ser esclavo de su memoria.
Por eso decidió ser amigo mío. Intuyó pronto que yo podía ser su memoria, su ayuda y su comodín. Pero nuestra amistad (o lo que fuera) empezó, naturalmente, el día del apretón de manos. No antes. Pronto se acostumbró a mis intervenciones: «Mira, Honde, no consigo entender ese problema.» No lo decía para que se lo explicara, sino para que se lo diera resuelto. Yo comprendía sus intenciones (las adiviné en cuanto decidió ser amigo mío) y no me daba la gana de ser su criado: «Veamos, ¿cuál de ellos?» Me hacía el remolón, el lejano, el difíciclass="underline" quería que hocicara y se humillase ante mí. Y cuando conseguía mi intención procuraba explicarle las cosas del modo más enrevesado posible para que no las entendiera: era mi forma de llamarlo burro. Más de una vez conseguí exasperarlo: «Mira, Honde: no te pongas pedante y abrevia. Si no te explicas mejor, no hay dios que te entienda.» Entonces yo lo miraba con todo el desprecio que podía acumular: «Pues es muy sencillo.» Y volvía a la carga, complicando más el asunto, disminuyéndolo suavemente, concienzudamente.
También a Paco suelo recordarlo muchas veces tal como era entonces: chaparro y cabezota, con su pelambrera tiesa y sus ojillos huidizos, recorriendo el aula como un gallo recorre el corral, nervioso, engreído y desconfiado… O caminando en fila india, sus anchas caderas (algo feminoides) balanceándose con desgana: patosas, siguiendo un ritmo que no era el de los otros. «Sé paciente y escucha.» Pero Paco jamás fue paciente: tenía una abulia inquieta, una de esas abulias que exigen y machacan y fastidian a todo aquel que se veía envuelto en ella. Y, por descontado, sólo escuchaba lo que podía halagarlo: «Para eso no me haces falta», confesaba cuando se ponía furioso. «A mí los empollones pedantes me dan cien patadas en el estómago.» Lo dejaba llegar hasta el límite, pero evitaba que se lanzase al vacío. Cuando lo veía al borde del zarpazo, arriaba velas y me colocaba a su niveclass="underline" entonces le describía los pormenores del problema con sencillez meridiana. El juego se repetía continuamente: a decir verdad, jamás, hasta hace pocos días, ha dejado de repetirse. Cada problema que yo le resolvía, me iba atando imperceptiblemente a él. Así me volví imprescindible en su vida. Aunque me odiase, me necesitaba: no podía remediarlo. Mi presencia era su droga: la que le permitía pasar cursos y presumir ante sus padres de estudiante aventajado.
Pero su venganza era también refinada. Me invitaba a su casa. Allí Paco era el rey, el amo, el sabio. Yo era el segundón, el advenedizo, el desgraciado que no sabía cómo comportarse para estar a la altura de las circunstancias. Él comprendía aquello: por eso me invitaba. Allí mi superioridad escolar se venía abajo y mis donaires estudiantiles se esfumaban. Ni siquiera la anécdota de la mano era importante en aquel lugar.
Todo allí era nuevo para mí; todo era extraño e indescifrable. Me agobiaba el refinamiento de los criados, la sutileza de las costumbres, la incomprensible jerarquía de los objetos y de las personas… Lo peor eran las meriendas en el comedor. La mesa solía prepararse con los utensilios más inauditos. Los cubiertos se me antojaban jeroglíficos (los Moraldo eran ceremoniosos hasta en las meriendas) y mi atosigamiento era tan grande, que más de una vez pretexté falsos dolores de estómago para evitar el bochorno de caer en ridículo utilizando inadecuadamente aquel arsenal de adminículos-misterio.
Había también otro capítulo difícil en aquella casa (entonces vivían en la avenida del Tibidabo, en una torre llena de salones): los padres de Paco. Los veíamos poco, pero nada podía evitar que de vez en cuando se dignaran asomar por la sala de juegos con la suave brusquedad de los temblores de tierra. Bastaba verlos comparecer bajo el dintel, para que inmediatamente surgiera en mí aquella molesta sensación de riesgo que más adelante fue crónica. Todo se volvía peligroso, todo podía de un momento a otro paralizarme para siempre.
Entonces los señores Moraldo formaban una pareja elegante: altos los dos, displicentes y distraídos, con la distracción un tanto ficticia y estudiada de los que se saben por encima de lo vulgar. Observaban las cosas (¡qué bien lo recuerdo!) como si no las vieran, como si sus ojos hubieran sido creados para mirar más allá de las paredes y de los objetos, y, por supuesto, más allá de nosotros, los niños, con las pupilas llenas de estupor glacial, muy parecido a los de los maniquís de cera que se veían en los escaparates de las peluquerías.
Al entrar en la sala de juegos, apenas nos dirigían la palabra. Eran visitas convencionales, obligadas y rutinarias, para acudir a sus reuniones con la conciencia tranquila, para que no se dijera que habían salido sin «pasar» por los niños. A mí me saludaban con un «hola, chico» sin entusiasmo ni cordialidad, después besaban a Paco en la frente, discurrían en inglés con miss Dory y se iban dejando tras ellos una estela de frialdad perfumada que tardaba mucho en disiparse.