Paco solía aclarar (acaso para justificar la continua ausencia de sus padres o acaso para presumir): «Van a una cena importante, ¿sabes? Todas las noches tienen compromisos…» Y yo, automáticamente, recordaba la falta de compromisos de mi madre (exceptuando los propios de una costurera), su escasa y sencilla indumentaria, su desconocimiento del inglés y su aroma, nada frío ni perfumado.
Así eran las venganzas de Paco (no podía encontrar otras; al menos entonces). Todo se reducía a mantenerme en su mundo privado para avergonzarme del mío (aquel mundo sórdido, sin complicaciones rituales, ni protocolos avasalladores, ni cubiertos jeroglíficos), por eso lo odiaba y por eso también cuando me encaminaba hacia el colegio el lunes por la mañana, no hacía más que pensar en cómo iba yo a vengarme aquel día de la venganza suya del día anterior.
Sin embargo, jamás rehuía sus invitaciones: en el fondo eran divertidas, apasionantes e instructivas. Sobre todo cuando miss Dory intervenía. Tenía varias frases clave que servían de pauta para educar y enderezar las frecuentes groserías de Paco: «Ladies first. Dont be rude. Close your mouth when you eat. Dont talk with your hands.» Así me iba enterando yo de que no «había que hablar con las manos» ni comer con la boca abierta, ni entrar en algún lugar antes que las damas.
Pero la obsesión de miss Dory parecía ser las dichosas manos. Decía que los españoles no sabíamos hablar sin utilizarlas y que aquello estaba muy mal visto en las islas. (Decía las islas refiriéndose a su país, como si no pudiera haber más islas que las de su tierra.) Al anochecer, se metía en el cuarto de juegos: «Carlos, el chófer te espera.» Aquello significaba que debía marcharme. Los Moraldo eran detallistas y jamás se olvidaban de «devolverme» a mi casa con mecánico uniformado conduciendo un Renault, flamante (negro brillante), con telefonillo en el asiento trasero para comunicar con el conductor (previamente separado de los señores por un cristal fijo), que se deslizaba por las calles de Barcelona (entonces casi desiertas) despertando la envidia de los peatones.
Las despedidas eran breves. Lolita, todavía imprecisa, todavía inmersa en su mundo impúber y desvaído, solía chuparse el dedo mientras yo pasaba por su lado, sin dedicarle más atención de la que sus padres me dedicaban a mí. «Hola, niña.» A lo que ella jamás respondía porque entonces debía de considerarme una especie de fenómeno de feria.
Llegaba yo a mi casa sentado al lado del chófer, preguntándome a mí mismo cómo diablos aquel hombre podía conducir enfundado en aquel uniforme estrecho, abotonado hasta el cuello, sus guantes de piel pegados al volante y sus polainas de charol negro ciñéndole las pantorrillas. Eran jornadas agotadoras: domingos tensos que me abatían y me restaban fuerzas. Pero me gustaban. Eso era lo peor. La idea de que, al llegar el domingo, yo pudiera ser invitado por los Moraldo, me halagaba como a un perro le halagan las caricias de un amo arisco. Bastaba pisar el jardín de aquella casa para que la sangre se me encandilara y todo en mí adquiriese anchura: una anchura sabia, sin límites.
Pero al regresar a la mía, algo moría siempre dentro de mí. Eran muertes pequeñas, casi imperceptibles, muertes que apenas dejaban huecos: sin embargo, dolían. Sólo años más tarde comprendí que aquello que parecían huecos, eran simas tremendas. Instintivamente buscaba paralelos que nunca encontraba: allí, en la vivienda de los Moraldo, era el jardín de tilos, con sus mecedoras de lona y sus mesas de mimbre; los salones espaciosos con muebles firmados y tapices del xvi; la biblioteca salpicada de incunables; la sala de estar con sus cuadros antiguos, sus porcelanas del Retiro y sus jarros de La Granja; los vestíbulos, con sus estatuas romanas y sus alfombras persas; el comedor con su cristalería francesa, sus platos ingleses, y su cubertería jeroglífico… Y los jarrones de flores (siempre frescas, siempre recién arrancadas de la tierra) y los butacones confortables y el reloj sonoro…
En cambio, en mi casa era la portería estrecha, oliendo a moho y a sardina frita con ajo (la portera se empeñaba en guisar sardinas en el pequeño fogón que se alzaba al fondo de la garita y que no tenía más tiraje de humos que la propia puerta), la escalera de peldaños desiguales y torcidos, con su baranda abrillantada por las manos de los inquilinos, y la bombilla de los rellanos, empolvada y mosqueada, y el piso con su eterno y peculiar olor a calle estrecha, a comidas apresuradas y a lejía; y el comedor, con su aparador fin de siglo, ostentando, sobre la repisa, el queso (cubierto por una campana de cristal) que el tío Rodolfo degustaba todas las mañanas para reponer fuerzas y continuar sus visitas. Y el jarrón de vidrio tallado (ganado por mi madre en una tómbola del Turó Park) sobre la mesa, con sus flores artificiales de trapo (entonces no existía el plástico) imitando amapolas y otras especies campestres… Y la caracola gigante sobre el velador (aquel que un día mi madre encontró abandonado en una playa de la Costa Brava). Y mi madre: tan distinta a la madre de Paco, besando mis mejillas con los labios húmedos (tenía el vicio de mordérselos), preguntándome curiosa cómo había pasado la tarde y repitiéndome día tras día lo difícil que se estaba poniendo todo, la miseria que dominaba el país y las continuas huelgas que estábamos padeciendo.
Nada era igual. Nada, salvo la manía de mencionar los repetidos desórdenes políticos. Al parecer, aquella obsesión abarcaba España entera. Sin embargo, para mí, aquellos temores eran ya una costumbre. Nunca me impresionaban. Había nacido entre huelgas (aquellas que dejaban las calles vacías), entre disturbios y entre aprensiones siniestras y llegué a imaginar que todo aquello era lo corriente. No conocía otra cosa. Se producía como se producía el aire, y estaba allí, como estaba el sol, o la luna o las nubes, o la casa de enfrente.
Era evidente que algo funcionaba mal, pero a fuerza de oírlo, ni siquiera me molestaba en averiguar la causa. Cuando los hechos surgen al mismo tiempo que se desarrolla nuestro uso de razón, jamás provocan curiosidad: se aceptan, se padecen o se ignoran.
Recuerdo que de pronto la gente mayor se volvía taciturna: los rostros se contraían (como si el miedo los chupara por dentro) y los pasos de los transeúntes parecían precipitarse. Era el anuncio de la huelga. Al menos para mí lo era. Los síntomas no fallaban. Después venía todo lo demás: los carruajes desaparecían, las tiendas se cerraban y las porterías tenían las puertas entornadas. Entonces la ciudad entera parecía presidir un duelo. En días así no había colegio, ni espectáculos: la gente se retraía: el miedo paralizaba la ciudad. Era un día muerto: como si la gente hubiera huido y las casas se hubieran quedado deshabitadas, o como si todos hubiesen caído repentinamente enfermos.
Mi madre, cuando ocurría eso, temblaba. Hablaba mucho del somatén. A pesar de sus ideas políticas, el somatén constituía una garantía para ella. Con evidente nerviosismo, cerraba las contraventanas que daban a la calle, hablaba sola y vagaba por el piso como alma en pena. Luego, cuando se calmaba, encendía una lamparilla de aceite a la única imagen religiosa que había en la casa. Se trataba de una talla policromada que reproducía una Virgen: al parecer había sido el regalo de un cliente agradecido de mi padre. Y debía de ser verdad porque el tío Rodolfo hubiera sido incapaz, en aquella época, de obsequiarnos con una imagen religiosa.
– Sobre todo, Carlitos, no te asomes al balcón: puede alcanzarte una bala.
– Pero, mamá, eso es imposible.
– Cosas más imposibles se han visto.
Era el diálogo de siempre; me lo sabía de memoria como la tabla de multiplicar. Hasta que un día, cansado ya de tanta precaución, me asomé al balcón.
Y me alcanzó la bala. No era como todas ni había salido de ningún rifle. Salió de una frase: una simple e inesperada frase que bruscamente cambió de un modo rotundo el panorama de mi vida.