Recuerdo que la calle de Fernando era un río seco con barbechos humanos en las orillas. Había grupos de hombres en las esquinas: unos grupos extraños que desorientaban e impedían formar una idea concreta sobre lo que tramaban. Les brotaba la desconfianza por los poros y sus respectivas miradas iban cruzándose y descruzándose a modo de un ballet casi armonioso. Se comprendía que todo en la calle era suspicacia y tensión. De pronto vi al tío Rodolfo: iba hacia nuestra casa con el sombrero calado hasta las orejas, el paso decidido y la actitud resuelta. Espontáneamente grité su nombre. Mi madre acudió aterrada:
– Pero, Carlitos, hijo, ¿te has vuelto loco?
Y tiraba de mí hacia adentro, al tiempo que, con la otra mano, intentaba cerrar el balcón.
– ¿No te he dicho mil veces que…?
La interrumpí:
– Saludaba al tío Rodolfo. Viene hacia aquí.
Mi madre se llevó la mano a la frente:
– Lo que faltaba: ¿estás seguro?
No tardó en pulsar el timbre. Entró en casa sonriendo, sus ojos llenos de guasa temerosa: como si fuera un niño que acabase de cometer una picardía.
– Quería asegurarme de que estáis a salvo.
Mi madre se desplomó sobre una silla. Luego, apoyando los codos en la mesa, escondió la cara entre las manos y rompió a llorar. Su espalda se agitaba histérica, casi rabiosa, y sobre la mesa iban quedando pequeñas lagunas de lágrimas. El tío Rodolfo reía. Se le iban las carcajadas de la boca, como chorros de aire comprimido: «Pero, mujer…» Mi madre hipaba y, entre sollozo y sollozo, decía: «Así no podemos continuar: es imposible, es inhumano.» Y señalando al tío Rodolfo le reprochaba: «Y tú… tú eres un imprudente incorregible…» Enseguida empezó a romper lanzas contra el gobierno, contra las huelgas, contra todo lo que le pasaba por el magín:
– A quién se le ocurre: venir hasta aquí. Como si éste fuera un barrio tranquilo… En circunstancias tan graves… Cualquier día te acribillan a balazos.
Pero cuanto más lloraba ella, más se acentuaban las carcajadas del tío Rodolfo.
Muchas veces he pensado que aquel modo de reír, grueso y desbocado, era lo que más caracterizaba a aquel hombre: no hubiera sido posible imaginar al tío Rodolfo sin aquella risa.
Fue entonces cuando me alcanzó la bala. Llegó inesperadamente, a traición, pese al balcón cerrado y a las precauciones de mi madre. Fue un impacto directo, extraño, que se metía en mí con la lentitud de los asombros sordos y voraces. Mi madre dijo:
– Piensa en tu mujer, en tus hijos, en nosotros… ¿Te das cuenta de lo que puede ocurrir si llegan a matarte?
De pronto calló. Se dio cuenta de que yo estaba delante. Se alzó de la silla con las mejillas todavía húmedas, pero los ojos se le habían secado repentinamente. Me miraron los dos: asustados, intentando averiguar cuál era mi reacción. Ella ya sin llanto. Él sin risa. Pregunté:
– ¿Tú tienes hijos?
La sorpresa no me dejaba pensar. No entendía cómo el tío Rodolfo podía tener hijos y mujer sin que jamás me hubieran hablado de ellos. Pero la pregunta estaba hecha y era demasiado directa para eludirla. También la respuesta lo fue:
– Claro que sí: dos niñas y un niño.
– ¿De mi edad?
– De tu edad.
– ¿Y por qué no los traes a casa?
El tío Rodolfo no contestó. Se comprendía que estaba incómodo. Miraba a mi madre. Le pedía ayuda con los ojos. Le suplicaba, sin decirlo, que lo sacara del atolladero. Era inaudito ver al tío Rodolfo suplicando de aquella manera.
Mi madre se llevó el pañuelo a los ojos para enjugarlos. Pero no enjugaba nada. El sobresalto la había dejado seca. Solo se tapaba el rostro. Intentó desviar la cuestión:
– Hace calor -dijo.
El tío Rodolfo cambió de aspecto; encogió las piernas, curvó la espalda y fingió apuntarme con un fusil hipotético:
– Aparta, Carlitos, que te doy…
Pretendía distraerme, jugar como otras veces conmigo a guerras o a maleantes. Se comprendía que intentaba llevar mis ideas a su terreno, borrar la existencia de aquellos tres niños que yo no conocía.
No me moví. Me quedé frente a él desafiando el ademán, esperando que claudicara, haciendo caso omiso de su esfuerzo.
– Dime, tío Rodolfo, ¿por qué no los traes a casa?
Se irguió: recobró su postura. Miró el queso de la consola. Dijo luego como si tal cosa:
– Algún día los traeré. Eso es, Carlitos: algún día los conocerás. Estoy seguro de que Rodolfo y tú haréis buenas migas juntos.
Pero la bala estaba ya en mi cuerpo: sin dolor. Únicamente con extrañeza. Era una bala incómoda: sólo incómoda. Una bala que aturdía, como aturden los golpes en la cabeza o las caídas de bruces. No comprendía, no acertaba a asimilar lo que había descubierto. Pero me sentía vejado, insultado, disminuido. Tal vez porque imaginaba que entre mi madre, el tío Rodolfo y yo jamás había habido secretos. Y, he aquí que, de pronto, me daba cuenta de que, a espaldas mías, se había colado un secreto grande, lleno de pequeños dilemas que acaso nunca pudiera descifrar.
No hice más preguntas. El miedo a que me mintieran me impedía hacerlas. De pronto había descubierto que tanto el uno como el otro guardaban algo que no deseaban decirme. Lo difícil era saber por qué.
Fui comprendiendo poco a poco. Era un comprender inseguro: sin estridencias, sin sentirme verdaderamente humillado. Era un averiguar a medias: un saber y no saber; algo bendecido por la costumbre, y las costumbres casi nunca eran malas. Hasta que al fin llegó a parecerme natural, como las enfermedades o los cambios de estación, como las huelgas y los disturbios.
Ahora intuyo que aquel modo de comportarse fue realmente un error. Probablemente si, desde el principio, el tío Rodolfo me hubiera hablado de aquellos tres niños y de aquella mujer (luego supe que era muy rica y que gracias a ella vivíamos todos), yo habría tardado mucho más en saber la verdad y, por descontado, no me habría preocupado de analizarla como hice más tarde. Pero el obstinado silencio del tío Rodolfo y de mi madre los había delatado. «No se esconde aquello que puede admitirse», decía siempre el padre Celestino.
Efectivamente: creo que fue a partir de aquel día cuando empezó el declive de mi madre. Por mucho que el padre Celestino predicara sobre la necesidad de honrar a los padres «especialmente tú, Carlos: No olvides que desde que murió tu padre ella asume los deberes de un cabeza de familia…», por mucho que yo hubiese practicado hasta el límite la sugerencia de honrarla, algo empezaba a fallar en nuestras relaciones. Hasta entonces, mi amor por ella había casado perfectamente con las diatribas que lanzaba el padre Celestino contra la inmoralidad y el adulterio. Y he aquí que, de pronto, surgía el escollo. Era difícil compaginar ambas cosas.
Pero el dilema no alcanzó verdadero relieve hasta que Paco Moraldo me habló de su tío Lorenzo:
– Un cara, ¿sabes, Honde? Su mujer ha descubierto que tiene una amiga.
Yo no sé si en aquel tiempo Paco conocía con exactitud el alcance de aquella palabra. Probablemente lo había oído contar a sus padres y me lo repetía sin saber realmente lo que decía. Pero a mí su relato me produjo el efecto de una puñalada.
– Bueno, ¿y eso qué importa? Muchos hombres tienen amigas.
Se quedó perplejo ante mi reacción: la pelambrera centelleante, más tiesa que de costumbre, los ojillos abiertos:
– Pero eso está prohibido.
Enrojecí: no sé si de vergüenza o de coraje. Enrojecí con uno de esos rubores furiosos que van desde el cuello a la frente y que dejan las orejas brillantes como el charol.
– Hombre: si tu tío Lorenzo se ha enamorado de ella…
Paco no me entendía. Más aún, no comprendía cómo podía yo argumentar de aquella manera.
– Pero ¿tú no sabes que eso de enamorarse de otra estando casado es un pecado mortal?