Le di las gracias y nos separamos. Salí de allí aturdido. Estuve a punto unos instantes de volver a entrar en su despacho y volcárselo todo. Pero no lo hice. Lo guardé para mí como un tumor prensado.
Fue más o menos en aquella época cuando ocurrió lo de Lolita.
Como todos los años, los Moraldo se disponían a emprender su viaje por el norte de España: solían repartir la temporada de vacaciones entre Santander y San Sebastián. Decía Paco que aquellas dos ciudades eran idóneas para alternar con la gente bien. Varios días ante de la fecha prevista, miss Dory empezaba el equipaje: los botines por si llovía, las sombrillas por si salía el sol, las bufandas por si refrescaba… Paco y Lolita jamás intervenían en la tarea. La dejaban actuar sin inmiscuirse, como correspondía a todo niño de casa grande.
Recuerdo que aquel domingo Lolita no sabía qué hacer con sus huesos y se había instalado con nosotros en la sala de juegos, como se instalan las moscas, sin más afán que el de molestar.
– Aquí sobras -le dijo su hermano-; conque ¡ya te estás largando!
Lolita había crecido: ya no se metía el dedo en la boca, pero continuaba con su aspecto infantil. Todo en ella, salvo sus ojos, era puro infantilismo. Los ojos no. Los ojos eran de persona mayor. Negros, de pestañas espesas y largas, tintaban de oscuro sus obsesionantes ojeras. Sin prestar atención a la insolencia de su hermano, se acercó al fonógrafo y empezó a darle cuerda. Paco levantó los brazos, escandalizado:
– Encima música: ¡pues sí que la hemos hecho buena!
El disco sonaba rasposo, y, de vez en cuando se atascaba:
– No has cambiado la aguja -gritó-. Vas a estropearlo.
Pero Lolita no parecía oírlo. Se limitaba a dar golpecitos suaves al diafragma y aguzaba el oído para captar la letra:
– In a little Spanish Town… -canturreaba.
Y cerraba los ojos dejando que sus pestañas la volvieran mayor; Paco me miró furioso:
– Vamos, Honde: ayúdame a sacarla de aquí.
– ¿Por qué? En fin de cuentas no hace nada malo.
Indignado, se llegó hasta su hermana y cogiéndola por el brazo, fue arrastrándola a empellones hacia la puerta. Intenté separarlos:
– No seas bruto, Paco. Lolita es una niña.
Entonces ocurrió lo imprevisible. Bruscamente Lolita se desasió de su hermano y, enfrentándose conmigo, rompió a hablar con voz de mujer, sus ojos vueltos hacia los míos: duros, violentos, hirientes. Era como si su voz saliera de ellos, como si cada palabra que emitía fuera impregnándose de su negrura:
– ¿Quién eres tú para defenderme? ¿Me oyes bien, mamarracho? Yo misma me basto y me sobro para hacer lo que me dé la gana. ¿Te enteras?
Y, sin esperar respuesta, salió del cuarto de juegos con aires de reina ofendida. Pero la palabra «mamarracho» quedó allí, incrustada en mi estupor, en mi vergüenza, en mi sangre. Era una palabra enorme, bramante, como hecha de brasas. Se acoplaba perfectamente con todo lo que yo empezaba a detestar: los labios húmedos de mi madre, la protección del tío Rodolfo, la pobreza de mi casa, el hedor a sardina frita que emanaba de la portería. Toda mi vida se condicionaba a aquel insulto: los antiguos paseos por el Tibidabo, mi incapacidad para descifrar los cubiertos-jeroglíficos, la caracola gigante, el queso que mi madre guardaba tan celosamente para su amante…
Miré hacia el balcón para hurtarme a la inspección de Paco. No quería darle la satisfacción de verme vejado. Pero él debió de intuir lo que me ocurría:
– Vamos, Honde: no hay que hacerle caso. Es una niña litri.
Allá en el jardín, las copas de los tilos se veían chamuscadas por el calor, y las ramas se balanceaban lentas siseando al roce de la brisa. Era lo mismo que si me sisearan a mí:
– No irás a preocuparte por una idiotez semejante.
Pero mis ojos se achicaban cosquilleantes:
– Por el amor de Dios, Honde, no vayas a llorar por tan poco.
Fue la puntilla. Me volví hacia él, de espaldas a la luz, mi indignación clavada en la garganta:
– Jamás he llorado -le grité-. ¿Lo oyes bien, «señorito» Paco? ¡Jamás he llorado!
Y mantuve la mirada con los ojos secos, echando dentro las lágrimas que se empeñaban en brotar, confiando que la palabra «señorito» le causara el mismo daño que me había causado a mí la de «mamarracho».
– Bueno, chico: no hay para tanto. Perdóname.
Pero no le perdoné. Era difícil perdonar a Paco. Para perdonarlo en aquellos momentos, me hacía falta algo imprescindible: sentirme al mismo nivel que él. Y yo (eso era lo grave) me sentía por debajo de aquel desgraciado. Los niveles eran esenciales para los perdones (eso al menos creía yo entonces): fuera como fuese debía conseguir que aquel imbécil y yo llegáramos a ser iguales. Luego vendría el perdón y el olvido y hasta la indiferencia por aquel olvido y aquel perdón. Desvié el tema como pude:
– Ese disco es una porquería -dije deteniendo el mecanismo del fonógrafo. Y nos metimos de lleno en otra ocupación, como si no hubiera ocurrido nada y Lolita jamás hubiese incordiado.
Aquel día no volví a verla (pasaron tres meses antes de que tuviéramos ocasión de encontrarnos otra vez), pero a partir de aquella noche ya no hubo insomnio para mí sin la imagen de Lolita transformada en mi esclava. Era un placer grande idearla sometida, hollada, aplastada y suplicante, mirándome con sus ojos llenos de luto picante, envueltos en dulce terror. ¡Cuántas veces me vengué de Lolita de aquel modo! Luego, mucho más tarde, fueron aquellos mismos ojos los que consiguieron mi libertad; sin embargo, ellos jamás perdieron su sello de esclavitud.
Tal como tenían previsto, los Moraldo se fueron al norte con su equipaje, sus manías de grandeza, sus tópicos sobre lo que era respetable y sobre lo que no lo era, con miss Dory y sus sombrillas, sus paraguas, sus bufandas y sus botines. Cuando volví a verla era tan alta como yo:
– Pero si eres tú -le dije asombrado.
Y ella me sonrió como si jamás me hubiera llamado mamarracho. A partir de aquel momento (quizá por culpa de su sonrisa o acaso por el cambio de su estatura), Lolita se convirtió para mí en una pesadilla.
Recuerdo que, al inaugurarse el curso, el padre Celestino, como de costumbre, nos había reunido a todos en el salón de actos. Allí nos largó un discurso sobre los buenos propósitos relacionados con los estudios y la pureza. De pronto me vi pillado en faltas nuevas, la de mi odio por Lolita y la de mi deseo de ella. Era difícil confesarse de todo aquello. No hubiera sabido por dónde empezar. Recuperé de golpe todos mis escrúpulos (había pasado el verano sin acercarme al confesionario), la confusión angustiosa de lo que debía decir, los sudores fríos ante el temor de faltar a la verdad, de recibir la absolución sin merecerla… Durante el verano todo aquello se había esfumado. El tío Rodolfo nos había proporcionado una casita de pescadores en algún lugar de la costa muy cerca de la ciudad. Era un pueblecito mediocre, pero apacible y grato. Conocí a muchachos de mi edad que me enseñaron a remar, a pescar y a nadar. También mi madre se bañaba. Eran baños graciosos y convencionales, cronometrados y dosificados: «¿Sabes, Carlitos? Ya me he sumergido diez veces en el mar.» Para ella el baño de mar no era un placer, sino una terapéutica para hacer salud.
De vez en cuando el tío Rodolfo iba a visitarnos. Casi siempre llegaba con algún regalo. Era su forma de remediar sus largas ausencias: «Para que no olvides a tu viejo tío», me decía. Imposible olvidarlo. Su personalidad era demasiado vital para ser archivada entre lo que se olvida. Ni siquiera ahora, después de tantos años, he conseguido borrar su imagen: a menudo suelo verlo bajando del tren; sus zapatos (habitualmente impecables) cubiertos de polvo, su jipi de anchas alas en la mano, para abanicarse; su pelo (raya en medio) aplastado contra las sienes por el sudor y la gomina, su americana de dril, arrugada hacia el centro de la espalda debido al roce y a la humedad que empapaba su camisa (una camisa de cuello alzado y almidonado, pese al calor) rematado con una corbata de lazo un tanto raída. «Pero si estás hecho un hombre…», me decía invariablemente en cuanto cruzábamos el andén.