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A mi madre le besaba la mano, como correspondía a un caballero, y así, con su regalo y el maletín a cuestas, nos encaminábamos a la casita de pescadores para que se refrescara y repusiera fuerzas.

Fue aquel verano cuando se suscitó el tema de mi porvenir:

– Deberás ir pensando en tu futura carrera.

Yo no sabía aún cuál iba a ser mi carrera. Sabía únicamente que quería prosperar: como fuese. La profesión, para mí, era lo de menos.

– Como eso de los números se te da muy bien, podrías estudiar Comercio.

Decía que tal como se ponía la vida, sólo aquellos que estuviesen preparados para afrontar la crisis podrían subsistir.

– Ya sabes lo que ocurre con la medicina. No tienes más que ver lo que le pasó a tu padre.

Y me repitieron por milésima vez lo de la peste bubónica, lo de la miseria que nos había caído encima cuando hubo muerto.

– Conozco gente importante que podrá proporcionarte empleo.

La meta: de nuevo surgía la meta. La que se basaba en la gente influyente, la que me permitía soñar con escalar peldaños. Recordé otra vez que «los Hondero eran brillantes e inteligentes» y me dije que no tema por qué arredrarme ante unos tipos como los Moraldo.

Pero en cuanto vi a Lolita, mi superioridad se vino abajo. De nuevo surgieron los complejos, las dudas, los temores de quedarme toda la vida en el hijo de la costurera.

Aquel año Paco se mostraba eufórico. Traía discos inéditos de Biarritz y ya no opinaba que la música que se podía oír en el fonógrafo era denigrante.

– ¿Sabes, Honde? Conozco un baile nuevo.

Y rompía a bailar de un modo extraño, agitándose mucho, poniendo los ojos en blanco y torciendo la boca. Lolita reía:

– Así no es, tonto.

Y se metía en el ritmo como una persona mayor, contoneándose, serpenteando su cuerpo igual que si no tuviese huesos. Decía haber aprendido a bailar de aquel modo mirando por el ojo de la cerradura a los invitados de sus padres.

– ¿Te gusta?

Luego se ceñía a mí para enseñarme los pasos.

– Vamos, rápido, que la cuerda se acaba.

Era hermoso bailar con Lolita. Su aliento caía sobre el mío como una ducha de aire ardiente. Y mis pies obedecían, alígeros, ingrávidos sin el menor fallo. Pero en cuanto sus ojos se fijaban en los míos, todo en mí empezaba a flaquear y tropezaba y me volvía torpe. Paco reía:

– Menuda pareja. -Luego reclamaba su puesto-. Me toca a mí.

Y agarraba a su hermana, como la había agarrado yo, agitándose como una coctelera y poniendo cara de babieca.

Los discos eran siempre los mismos y miss Dory se cansaba de oírlos:

– Vaya una manera de pasar el tiempo -decía-. Los niños no deben bailar, sino jugar. ¿Para qué existe el mah-jong, o los naipes, o la oca?

Miss Dory era joven, pero a nosotros, entonces, nos parecía vieja. Tenía la vejez de la gente que censura y educa y recrimina.

– Usted lo que necesita es un novio -le lanzaba Paco para enfurecerla, mientras le estiraba los mechones rebeldes que le asomaban rizosos bajo el moño-. Un novio que le acaricie esos rizos tan rubios y desconsolados.

Miss Dory se enfadaba y le llamaba rude y lo amenazaba con explicarle a su padre lo mal que se portaba con ella.

– A mí esa inglesa me huele a chamusquina. No sé por qué, pero no me gusta -me decía Paco cuando nos quedábamos solos.

Su vida era un misterio para nosotros. Pasaba las tardes de asueto metida en su dormitorio, escribiendo cartas interminables a la familia o haciendo calceta para los pobres de la señora Moraldo. En cuanto a las mañanas, nadie sabía cuál era su ocupación. Al parecer acompañaba a Paco y a Lolita al colegio y luego desaparecía hasta la hora de almorzar.

En cierta ocasión mi madre me preguntó sin venir a cuento:

– ¿Continúa miss Dory con los Moraldo?

– ¿Por qué iba a marcharse?

– Por nada: sólo preguntaba.

Las facciones de mi madre eran correctas, lisas, casi inexpresivas. Tenía ese tipo de facciones que esconden a la perfección todo lo que los labios no dicen y quisieran decir. Pero había algo en ella que la delataba: su modo de cambiar de conversación cuando temía ser descubierta. Se agarraba al menor detalle, al motivo más ilógico.

– Tienes una legaña en el ojo derecho, Carlitos.

Por eso, cuando Paco me confió que miss Dory había llorado sin causa aparente, me acordé de aquella pregunta y de la legaña de mi ojo derecho, y comprendí que mi madre sabía algo relacionado con la inglesa que ni Paco ni Lolita podían saber.

– Habrá tenido malas noticias de Inglaterra.

– Es posible.

No tardé mucho en averiguar lo que ocurría. Era ya pleno invierno: faltaban pocos días para las vacaciones de Navidad. Aquella mañana yo me había visto obligado a salir del colegio a deshora, debido a un cólico intestinal que me había llevado a la enfermería. Tenía mucha fiebre y me aconsejaron que me fuera a mi casa inmediatamente. La mañana era fría. Aguardé en la parada de tranvías, tiritando. Todo se volvía lejano: la calle, los carruajes, la gente. Era como estar metido en un sueño donde todo fuera real y falso a la vez. De pronto los vi: salían de un portal cogidos del brazo; los perfiles encarados, la expresión ensimismada. Se miraban como si al mirarse sufrieran o como si el sufrimiento que sentían fuera un placer. Pasaron junto a mí sin verme, sin hablarse, el ademán indolente y mecanizado. Se comprendía que no era la primera vez que pasaban juntos por allí. Al volverse de espaldas vi los dedos del hombre atornillando los rizos de la mujer. Después se metieron en el coche. Conducía él. Se perdieron calle abajo.

Cuando llegó el tranvía subí con dificultad. El peldaño se me antojaba enorme. Una punzada aguda me atravesaba el vientre. El cobrador me tendió el billete. Tardé en percatarme de lo que me decía. La frase de mi madre lo abarcaba todo: «¿Continúa miss Dory con los Moraldo?» Ella debía de saber. Las costureras y las manicuras saben siempre ese tipo de cosas. Recordé al señor Moraldo entrando en la sala de juegos en compañía de su estirada mujer, el rostro impávido como si ninguna de sus facciones pudiera alterarse, como si no fuera capaz de suavizarse, ni humanizarse, ni lanzar quejas amorosas con los ojos… Tratando a miss Dory como si fuera una subordinada (como si nunca hubiera cruzado con ella palabras de amor, ni le hubiese acariciado los rizos que Paco había calificado de desconsolados), recomendándole, con la frialdad propia de los jefes, que tuviera buen cuidado de sus hijos, mientras él se ausentaba. Y evoqué la sumisa actitud de la inglesa, púdica y recoleta, contestando un yes, sir despersonalizado, cargado de neutralidad, para que la estirada señora Moraldo “no sospechara” lo que había entre ellos, ni advirtiese que, más allá de una educación arbitraria y correcta, se fraguaba un mundo de mentiras y engaños. Y recordé las bromas de Paco sobre la apremiante necesidad de que la institutriz se echase un novio, alguien que fuera capaz de humanizarla y de convertirla en algo más que una estaca dispuesta siempre a censurar nuestros hábitos. Y los misterios de sus salidas matinales, y la soledad de sus tardes de asueto, y la excusa de sus cartas interminables…

– El billete.

Tendí una moneda de a real y esperé el cambio. Me gustaba ver cómo el cobrador rompía el billete, cómo introducía la mano en la cartera sobada que pendía del hombro, cómo levantaba la tapa de cuero y hurgaba en las monedas… Pero aquel día, el asco del mareo me tenía agarrotado. El tranviario tiró de la campanilla. Anunció una parada. El tranvía se detuvo: «Hacer esas cosas con miss Dory…» Recordé su prestigio. «Siempre tienen cenas importantes.» ¿Qué éramos nosotros? Gusanitos machacados por la presunta castidad de una inglesa y el señorío de un burgués adúltero. Un verdadero asco. Pero existía el padre Celestino con sus diatribas contra la inmoralidad. ¿Qué hubiera hecho el padre Celestino si hubiese sorprendido al señor Moraldo y a la inglesa saliendo de un portal cogidos del brazo y bebiéndose los vientos el uno al otro? «Tal vez los hubiera justificado», pensé. La gente mayor era arbitraria, increíblemente cínica. El retortijón otra vez y las náuseas: «No quisiera vomitar en el tranvía.» «Nadie está limpio de culpa», pensé: «Ni mi padre, ni el tío Lorenzo, ni el tío Rodolfo, ni miss Dory…» ¿Por qué? ¿Por qué nadie era limpio? Tal vez el padre Celestino lo fuera… Afortunadamente, me dije, no me habían visto. Las represalias hubieran sido feroces. Fin de los domingos con Paco y Lolita. Fin del comedor con sus cubiertos-jeroglíficos que ya sabía utilizar. Fin de mis idas y venidas por la ciudad con el Renault. Fin del camino que debía conducirme a la meta. No me daba cuenta de que, al pensar de aquel modo, tampoco yo obraba con limpieza.