Boris recuperó de un salto su posición en el asiento del conductor y continuamos.
– Un control de carretera. Les dije que teníamos cosas que preparar para la llegada de los rusos y que teníamos prisa -explicó.
Pasaron dos o tres horas antes de que Boris me indicara que podía salir de debajo de la manta. Olga me apartó las bolsas de encima, que resultaron ser sacos de grano y verduras. Recorríamos una carretera rodeada de cadenas montañosas. No había nadie a la vista. Los campos estaban desiertos. Un poco más adelante, pude divisar una granja calcinada. Boris condujo hasta el interior del cobertizo. Todo el lugar olía a heno y a humo, y me pregunté quién habría vivido allí. Por la forma de las verjas, parecidas a las de un santuario, sabía que habían sido japoneses.
– Esperaremos hasta que anochezca antes de dirigirnos hacia Dairen -aclaró Boris.
Salimos del coche, Boris extendió una manta en el suelo y me indicó que me sentara. Su mujer abrió una cestita y sacó platos y tazas. Me sirvió un poco de kasha en un plato, pero me encontraba tan mal que casi no pude comer.
– Come un poco, cariño -me instó Olga-. Vas a necesitar todas tus fuerzas para el viaje.
Observé detenidamente a Boris, que apartó la mirada.
– ¡Pero si vamos a seguir juntos! -exclamé, notando como el miedo me obstruía la garganta. Sabía que pretendían enviarme a Shanghái-. ¡Tenéis que venir conmigo!
Olga se mordió los labios y se secó los ojos con la manga.
– No, Anya. Nosotros debemos quedarnos o, si no, conduciremos a Tang directamente hacia ti. Es una criatura vil que todavía no ha saciado su sed de venganza.
Boris me rodeó los hombros con el brazo. Hundí la cara en su pecho. Sabía que echaría de menos su fragancia, mezcla de olor a avena y a madera.
– Mi amigo Serguéi Nikoláievich es un buen hombre. Cuidará de ti -dijo, mientras me acariciaba el pelo-. Shanghái será mucho más segura para ti.
– Y además, ¡Shanghái es una ciudad tan elegante! -prosiguió Olga, tratando de hacerme sonreír-. Serguéi Nikoláievich es rico: te llevará al teatro y a cenar. Será mucho más divertido que quedarse aquí, con nosotros.
Al anochecer, por carreteras secundarias y atravesando granjas, los Pomerantsev me llevaron al puerto de Dairen, desde el que un barco partía hacia Shanghái al amanecer.
Cuando llegamos al muelle, Olga me limpió la cara con la manga de su vestido e introdujo la muñeca matrioska y el collar de jade de mi madre en el bolsillo de mi abrigo. Me preguntaba cómo los habría rescatado o por qué habría entendido su importancia, pero no tuve tiempo de preguntárselo antes de que la sirena del barco resonara, llamando a los pasajeros a bordo.
– Ya hemos enviado un mensaje a Serguéi Nikoláievich para que vaya a recogerte -me explicó Olga.
Boris me ayudó a atravesar la pasarela y me entregó una pequeña bolsa de viaje con un vestido, una manta y algo de comida.
– Ábrete camino en este mundo, pequeña -me susurró, mientras las lágrimas le surcaban el rostro-. Haz que tu madre se sienta orgullosa. Ahora, todas nuestras esperanzas están puestas en ti.
Más tarde, mientras navegábamos por el río Huangpu en dirección a Shanghái, recordé sus palabras y me pregunté si lograría estar a la altura de las circunstancias.
No recuerdo cuánto tiempo pasó antes de que divisáramos la impresionante silueta de Shanghái aproximándose en la distancia. Quizás fueron dos o más días. No era consciente de nada, excepto de un vacío oscuro que parecía haberse abierto en mi corazón y del hedor del humo de opio que asfixiaba el aire noche y día. El barco estaba repleto de gente que huía del norte, y muchos de los pasajeros se habían tendido en sus esterillas como cadáveres consumidos, apretando entre sus dedos llenos de suciedad los cigarrillos enrollados, con sus bocas como cavernas en mitad del rostro. Antes de la guerra, los extranjeros trataron de moderar el daño que habían causado al imponer el opio en China, pero los invasores japoneses aprovecharon esa adicción para dominar a la población. Obligaron a los campesinos de Manchuria a cultivar amapolas y construyeron fábricas en Harbin y Dairen para procesarlas. Los más pobres se lo inyectaban, mientras que los ricos lo fumaban en pipa y los demás, como si fuera tabaco. Tras ocho años de ocupación, parecía que todos los hombres chinos del barco eran adictos al opio.
La tarde en la que nos aproximamos a Shanghái, el barco hendió las enlodadas aguas del río, haciendo que las botellas y los niños rodaran por la cubierta. Me agarré con fuerza a la barandilla y observé con atención las viviendas provisionales que bordeaban las dos orillas del río. Eran chabolas sin ventanas, apoyadas unas sobre otras como castillos de naipes. Junto a ellas, se abarrotaban hileras de fábricas, cuyas gigantescas chimeneas exhalaban nubes de humo. El humo flotaba por las callejuelas atestadas de basura y convertía el aire en una viciada mezcla de residuos humanos y sulfuro.
El resto de los pasajeros demostraban muy poco interés por la metrópolis a la que nos aproximábamos. Permanecían acurrucados en pequeños grupos, fumando o jugando a las cartas. Un hombre ruso que se sentaba junto a mí estaba dormido bajo una manta, con una botella de vodka volcada a su lado y un reguero de vómito cayéndole por el pecho. Una mujer china estaba en cuclillas junto a él, cascando nueces con los dientes y alimentando a sus dos niños con ellas. Me intrigaba cómo podían estar tan impasibles, cuando yo me sentía como si nos estuvieran arrastrando irremediablemente al mundo de los condenados.
Me di cuenta de que se me estaban pelando los nudillos por la brisa y metí las manos en los bolsillos. Rocé con la punta de los dedos la muñeca matrioska y me eché a llorar.
Más adelante, las barriadas dieron paso a una extensión ocupada por muelles y aldeas. Los hombres y las mujeres se levantaban los sombreros de paja y apartaban la atención de sus cestas de pesca y sus sacos de arroz para mirarnos. Docenas de sampanes dirigían sus proas hacia nuestro barco, como carpas abalanzándose hacia un mendrugo de pan. Los ocupantes nos ofrecían palillos, incienso, terrones de carbón y uno de ellos incluso nos ofreció a su hija. La pequeña miró atrás aterrorizada, pero no se resistió a su padre. Al presenciar aquella escena, noté una punzada en la magulladura de mi mano, la que mi madre había apretado durante nuestra última noche en Harbin. Todavía la tenía hinchada y amoratada. El dolor me recordó la fuerza con la que mi madre me la había aferrado, y que esa fuerza me había convencido de que nunca nos separaríamos, de que ella nunca me dejaría marchar.
Tan sólo cuando nos aproximamos a la zona del Bund, pude comprender por qué la opulencia y la belleza de Shanghái eran tan legendarias. El aire era más fresco, el puerto estaba repleto de cruceros y un transatlántico blanco expulsaba vapor por la chimenea, indicando que iba a emprender su viaje. Junto a él, había un patrullero japonés con un enorme agujero en el casco y la proa semihundida, escorada contra el muelle. Desde la cubierta superior del barco, divisé el hotel de cinco estrellas que había hecho famoso al Bund: el Hotel Cathay, con sus ventanas en arco, sus suites abuhardilladas y la línea de rickshaws que describía una curva alrededor del edificio, como una larga cuerda.
Desembarcamos en un área de espera al nivel de la calle y de nuevo nos asedió otra oleada de vendedores ambulantes. Sin embargo, las mercancías de estos buhoneros eran mucho más exóticas que las de la gente de las barcas: amuletos dorados, figuritas de marfil, huevos de pato. Un anciano sacó un minúsculo caballo de cristal de una bolsita aterciopelada y lo colocó en la palma de mi mano. Había sido tallado por corte de diamante y sus hendiduras brillaban con la luz del sol. Me recordó a las esculturas de hielo que los rusos tallaban en Harbin, pero no tenía dinero y tuve que devolverle la figurilla.