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– ¡Sí! -exclamamos al unísono.

– Allí donde haya pasteles, te seguiremos -sentenció Betty, tocándose el pelo.

No supe nada de Keith el lunes en el trabajo. Cada vez que llegaba un mensajero o sonaba el teléfono, me sobresaltaba, esperando que fuera él. Pero no recibí nada. Lo mismo sucedió el martes. El miércoles, me crucé con Ted, que subía al ascensor en el vestíbulo.

– ¡Hola, Anya! Una fiesta genial. Me alegro de que vinieras.

Fue todo lo que pudo decirme antes de que se cerraran las puertas. Me fui a casa decepcionada. Lo había estropeado todo con Keith.

Hasta el jueves, no volví a verle. El alcalde, Patrick Darcy Hills, celebraba una comida en el ayuntamiento para algunos de los atletas que se estaban preparando para las olimpiadas. Estaban invitados varios personajes famosos del mundo del deporte, incluyendo a Betty Cuthbert, la corredora conocida como «la chica de oro», Dawn Fraser y algunos miembros del equipo de criquet australiano. Diana estaba en Melbourne y no podía asistir, así que me enviaron en su lugar con un fotógrafo del departamento, Eddie. Guardaba un extraordinario parecido con Dan Richards, pero era más tranquilo y me seguía a todas partes como un fiel perro labrador.

– ¿Quién está en tu lista para hoy? -me preguntó cuando el conductor nos dejó en George Street.

– El primer ministro acudirá con su esposa -le respondí-. Pero supongo que Caroline y su fotógrafo se centrarán en ellos. Deberíamos ir tras los famosos para ver qué llevan puesto. Y también asistirá una actriz de cine estadounidense, Hades Sweet.

– Es la que está rodando una película en el norte, ¿verdad? -preguntó Eddie-. La de los extraterrestres y Ayers Rock.

– Me alegro de que sepas tanto sobre el tema -le respondí-. Yo no logré encontrar nada sobre ella en los archivos.

Eddie y yo nos colocamos las acreditaciones de prensa, y un guardia nos indicó por gestos que pasáramos la línea para esperar a entrar en el vestíbulo a través de la puerta lateral. Me sorprendí al encontrarme a Keith y a Ted en el interior, de pie junto a la mesa de bufé y comiendo bollos rellenos de crema de praliné; entonces me acordé de que aquél era un acontecimiento deportivo. Vacilé sobre si acercarme y decir hola o si aquello se consideraría demasiado atrevido en Australia. Después de todo, era él quien no se había puesto en contacto conmigo después de nuestra cita. En cualquier caso, perdí mi oportunidad cuando Eddie me tocó el hombro.

– Ahí está, nuestra estrella de cine -me susurró.

Me volví para ver a una mujer rubia que entraba en la habitación. Estaba rodeada por un séquito de gente que llevaba sombreros y vestidos de diseño. Hades no era tan alta como yo esperaba. Tenía un rostro redondeado y flacas piernas y brazos. Pero su pecho era generoso y sobresalía abundantemente de su vestido, bamboleándose con suavidad al ritmo de sus tacones altos. Me sentí como una gigante cuando me acerqué discretamente a ella. Me presenté y le hice las preguntas que a nuestras lectoras les interesaban sobre las estrellas de cine extranjeras.

– ¿Le gusta Australia, señorita Sweet?

Mientras masticaba su chicle, reflexionó sobre la pregunta más de lo que yo hubiera esperado si su experto en relaciones públicas la hubiera aleccionado correctamente.

– Sí -dijo finalmente, con un meloso acento sureño.

Esperé a que se explicara, pero cuando vi que eso no iba a suceder, le pregunté por su atuendo. Llevaba un vestido de estilo años veinte, con el escote en forma de copa, en lugar de plano.

– Lo confeccionó la diseñadora del estudio, Alice Dorves -contestó Hades, con una voz forzada como si estuviera leyendo un guión por primera vez-. Diseña los vestidos más fabulosos del mundo.

Eddie levantó la cámara.

– ¿Le importa que le hagamos una fotografía? -le pregunté.

Hades no me contestó, pero su rostro se transformó por completo. Abrió los ojos de par en par y formó con los labios una sonrisa encantadora. Levantó los brazos en el aire, como si fuera a abrazar la cámara. Por un momento, pensé que iba a elevarse hacia el techo, pero, cuando se disparó el flash, ella se encogió de hombros y retomó su aspecto mediocre.

Connie Robertson, la editora de la sección femenina del periódico de Fairfax, la rondaba, haciendo círculos como un tiburón, vestida de Dior. Se había ganado el respeto de la industria y era buena en conseguir lo que quería, aunque no le gustaba que se opusieran a sus deseos. Me saludó con la cabeza y agarró a Hades por el codo, guiándola en dirección al fotógrafo de su periódico. Noté un apretón en el hombro y me volví para ver a Keith.

– ¡Oye! -me dijo-. Ted quiere que le presentes a tu amiga.

– ¿A quién? -le pregunté.

Keith señaló con la cabeza a Hades Sweet. Connie la había arrinconado y la estaba bombardeando a preguntas sobre el verdadero significado de Hollywood y sobre qué pensaba de las mujeres trabajadoras.

Me volví hacia Keith. Estaba sonriendo y no parecía en absoluto triste o dolido.

– ¿Practica algún deporte? -me preguntó-. Tendremos que inventarnos alguna excusa para que Ted pueda hacerle una foto.

– No necesita ayuda -le dije, echándome a reír-. ¡Mira!

Ted se había puesto de un salto en la cola de fotógrafos que estaban esperando para sacar una foto de Hades. Cuando llegó su turno, le tomó dos fotos en pose lateral, dos más de plano medio y otras dos de cuerpo entero. Estaba a punto de llevarla al balcón para hacerle una foto en exteriores cuando lo detuvo una airada reportera del Women's Weekly, que le gritó:

– ¡Date prisa! ¡Esto no es un pase de modelos en bañador!, ¿sabes?

– Escucha -me dijo Keith, volviéndose hacia mí-, si todavía quieres salir conmigo después de lo del cumpleaños de Ted, me gustaría llevarte al cine el sábado por la noche. Están poniendo La tentación vive arriba y me han dicho que es bastante divertida.

Sonreí.

– Suena bien.

Se abrió una puerta y entró el alcalde en la estancia, seguido por los atletas invitados.

– Será mejor que me vaya -dijo Keith, haciéndole un gesto a Ted-. Ya te llamo yo.

El sábado siguiente, Vitaly e Irina vinieron a recogernos en su coche para ir a la fábrica de Iván en Dee Why. Hacía un día caluroso, por lo que abrimos las ventanillas para que entrara la brisa. Aquel barrio de playas del norte parecía una ciudad en sí mismo, con filas de chalés al estilo californiano y Holdens aparcados en los caminos de entrada, todos ellos con tablas de surf atadas a la baca. En la mayoría de los jardines crecía, como mínimo, una palmera. En muchos de ellos, el buzón había sido adornado con conchas marinas o el número de la casa estaba atornillado a la puerta de entrada con enormes letras en cursiva.

– Iván ha sido muy inteligente al establecer su fábrica aquí -comentó Vitaly-. Si todo marcha bien, podrá mudarse a Dee Why y tendrá clubes de surf para aburrir. El Curl Curl, el Collaroy, el Avalon…

– Por lo visto, una de sus empleadas predilectas se ahogó -nos contó Irina-. Era una mujer mayor proveniente de Italia que no se dio cuenta de lo impredecible que puede ser el mar aquí en el sur. Por eso, él empezó a interesarse por los clubes de surf.

– ¿Está Iván casado? -preguntó Betty.

Nos quedamos en silencio, preguntándonos quién contestaría a aquella pregunta. Los neumáticos del coche traqueteaban sobre los baches de la carretera de cemento a un ritmo constante.

– Lo estaba -contestó Irina al final-. Ella murió durante la guerra.

Iván nos esperaba en el exterior de la verja de la fábrica. Llevaba un traje de color azul marino que, claramente, había sido confeccionado para él. Era la primera vez que lo veía tan elegante. Se notaba que la fábrica era más nueva que las que había a ambos lados, porque los ladrillos y el cemento no tenían ni una mancha. Una chimenea de piedra se erguía sobre el tejado y en ella lucía un cartel que rezaba «Pasteles Cruz del Sur». Había una docena de camiones en el patio de carga con el mismo cartel a ambos lados.