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– Tienes muy buen aspecto -le dije cuando salimos del coche.

Se echó a reír.

– Que eso me lo diga una editora de moda se me va a subir a la cabeza.

– Es cierto -le dijo Ruselina, cogiéndolo del brazo-. Sin embargo, espero que no te lo hayas puesto por nosotros. Hoy debe de hacer fácilmente más de treinta grados.

– No siento el calor ni el frío -le contestó Iván-. Al ser un cocinero que trabaja con comida congelada, ya no noto los extremos de temperatura.

Cerca del área de recepción, había un vestuario donde a Betty, Ruselina, Irina y a mí nos dieron unas batas, gorros y zapatillas antideslizantes. Cuando salimos, nos encontramos que Iván y Vitaly también llevaban el mismo atuendo que nosotras.

– No nos había dicho que hoy nos iba a poner a trabajar -comentó Vitaly, sonriendo-. ¡Esto es mano de obra gratis!

El área principal de la fábrica parecía un hangar gigante con muros de hierro galvanizado y ventanas que recorrían toda la pared. La maquinaria era de acero inoxidable y zumbaba y runruneaba en lugar de rechinar y atronar como yo me imaginaba que hacían las máquinas de las fábricas. Por todas partes, había rejillas y turbinas de ventilación y ventiladores. Era como si el lema de la empresa fuera: «Sigan respirando».

El personal del sábado de Iván ascendía a treinta personas aproximadamente. Los que estaban junto a las cintas transportadoras eran, en su mayoría, mujeres que llevaban uniformes y zapatos blancos. Unos hombres con batas blancas empujaban carritos llenos de bandejas. Por su aspecto, parecían inmigrantes, y me pareció un detalle simpático que, aparte del nombre de la empresa impreso en el bolsillo de sus batas, todos llevaran también su nombre bordado en el gorro.

Iván comenzó la visita por el área de envíos, donde vimos a hombres amontonando sacos de harina y azúcar, mientras otros transportaban bandejas de huevos y fruta a enormes refrigeradores.

– Es como una cocina normal, sólo que un millón de veces más grande -comentó Betty.

Pude entender por qué Iván se había vuelto inmune al calor cuando entramos en el área de cocinas. Me sobrecogió el tamaño de los hornos rotatorios y, a pesar de las docenas de ventiladores que giraban dentro de jaulas metálicas, la estancia era muy calurosa y en el aire flotaba el olor de una multitud de especias.

Iván nos condujo más allá de las cintas transportadoras, donde las trabajadoras empaquetaban los pasteles en cajas enceradas y, después, a la cocina de pruebas, donde el chef nos había preparado una muestra de pasteles para que los degustáramos.

– Al final de la visita, acabaréis hartos de pasteles -nos dijo Iván, indicándonos que tomáramos asiento-. De primero, tenemos pasteles de patata y carne, de pollo y champiñones, de cordero y puré de patatas o de verduras. Y de postre, hay pastel de merengue de limón, tarta de fresa con crema pastelera o tarta de queso.

– Estos pasteles se preparan, cocinan y sirven en sus correspondientes recipientes de aluminio -nos dijo el chef mientras cortaba los pasteles a nuestra elección y los servía en platos de porcelana que llevaban grabado el logotipo de Pasteles Cruz del Sur-. Disfrútenlos.

Vitaly probó un bocado del pastel de cordero y puré de patatas.

– Está tan bueno como si estuviera recién hecho, Iván.

– Estoy entusiasmada -comentó Betty-. Cualquier día de éstos voy a dejar de cocinar y, a partir de entonces, comeré de tus pasteles todos los días.

Después de aquel almuerzo, casi no pudimos andar el camino de vuelta hasta el coche.

– Así aprenderemos a no ser tan glotones -comentó Ruselina, echándose a reír.

Iván nos había regalado a cada uno grandes cantidades de los pasteles que más nos habían gustado para que nos los lleváramos a casa. Vitaly abrió el maletero y nos pusimos en fila para ir colocando nuestras provisiones en el interior.

– Los pasteles estaban deliciosos -le dije a Iván.

– Me alegro de que hayas podido venir -respondió-. Espero que no sea verdad que trabajas todos los fines de semana.

– Trato de no hacerlo -le mentí.

– ¿Por qué no le enseñas a Iván dónde trabajas tú? -sugirió Betty.

– Me encantaría -dijo él, cogiéndome los pasteles de los brazos y colocándolos en el maletero junto con los otros.

– Iván, el sitio donde yo trabajo es muy aburrido de visitar -le contesté-. Tan sólo es un despacho con una máquina de escribir y fotos de vestidos y de modelos por todas partes. Pero te llevaré a visitar a mi amiga Judith, si quieres. Es diseñadora y una verdadera artista.

– De acuerdo -me dijo, sonriendo.

Le dimos a Iván besos de despedida y esperamos a que Vitaly abriera las puertas del coche para que saliera el aire caliente.

– ¿Por qué no vienes a cenar esta noche? -le preguntó Betty a Iván-. Podemos escuchar discos y compraré una botella de vodka si os apetece. Para ti y para Vitaly. Acabará su jornada en la cafetería alrededor de las ocho de la tarde.

– Yo no bebo, Betty. Pero estoy seguro de que Anya podrá beberse mi parte -comentó Iván, volviéndose hacia mí con una sonrisa burlona en los labios.

– Oh, no cuentes con ella -replicó Vitaly-. No cenará con nosotros. Tiene una cita con su novio.

Una sombra pasó por el rostro de Iván, pero continuó sonriendo.

– ¿Su novio? Ya veo -comentó.

Noté como me ponía pálida. «Está pensando en cuando me pidió que me casara con él y yo le rechacé», pensé. Era natural que, si se hablaba de Keith, nos sintiéramos incómodos, pero esperaba que fuera algo temporal. No quería que hubiera malos sentimientos entre nosotros.

De repente, miré a Betty de soslayo. Nos estaba observando a Iván y a mí con una expresión perpleja en el rostro.

Mi segunda cita con Keith fue más relajada que la primera. Me llevó a la cafetería Bates en Bondi, donde conseguimos una mesa con bancos para nosotros solos y nos tomamos unos batidos de chocolate. No me preguntó sobre mi familia, sino que habló de su propia niñez en la Victoria rural. Me preguntaba si Diana le habría informado sobre los detalles que yo le había contado a ella de mi pasado o si, simplemente, era una costumbre australiana no preguntar por la vida personal de alguien hasta que la persona en cuestión no sacara por sí misma el tema. Era dulce y ligero estar en compañía de Keith, igual que el pastel de merengue de limón de Iván. Sin embargo, ¿cuándo llegaría el momento de empezar a hablar en serio? No deseaba deteriorar nuestras divertidas citas con las historias de mi deprimente pasado. Su padre y sus tíos no habían ido a la guerra, no entendería cómo era. Parecía tener una cantidad inacabable de tíos y primos. ¿Sería capaz de comprenderme? ¿Y cómo reaccionaría cuando le contara que ya había estado casada?

Más tarde, después de la película, cuando salimos del cine Six Ways, comprobamos que la temperatura había cambiado radicalmente, había pasado de un calor bochornoso a una calidez agradable con una brisa oceánica que soplaba desde el Pacífico. Nos maravillamos por el tamaño de la luna.

– Qué noche tan perfecta para dar un paseo -dijo Keith-. Pero tu piso está demasiado cerca.

– Podemos ir hasta allí y volver varias veces -bromeé.

– Pero todavía tendríamos otro problema -comentó él.

– ¿Cuál?

Se sacó el pañuelo del bolsillo y se secó el sudor de la frente.

– No hay ninguna rejilla de ventilación en todo el camino para levantarte la falda.

Pensé en la secuencia de La tentación vive arriba en la que Marilyn Monroe se colocaba sobre una rejilla de ventilación del metro, y su falda se le levantaba hasta las caderas delante de un acalorado Tom Ewell, y me eché a reír.