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– Ésa era una escena hecha para los espectadores masculinos -le dije.

Keith me rodeó con el brazo y me llevó hacia la calle.

– Espero no haberte parecido demasiado indecente -me confesó.

Me preguntaba con qué tipo de chicas saldría normalmente Keith como para que se preocupara por algo así. A buen seguro, Rowena no era precisamente una mojigata. Aquella imagen resultaba muy poco agresiva en comparación con lo que se veía en el Moscú-Shanghái.

– No, Marilyn es muy guapa -le contesté.

– No tan guapa como tú, Anya.

– Yo creo que no -repliqué, echándome a reír.

– ¿Crees que no? Pues entonces, te equivocas -me dijo.

Después de que Keith me dejara en casa, me senté junto a la ventana, contemplando la espuma danzando en la oscuridad del océano nocturno. Las olas parecían romperse y volver atrás al ritmo de mi respiración. Me había divertido con Keith. Me había besado en la mejilla cuando llegamos al umbral, pero su tacto era ligero y cálido y no había expectativas más allá de aquel beso, aunque sí me había pedido que saliéramos el sábado siguiente.

– Es mejor que te lo reserves para mí con antelación, antes de que se me adelante algún otro -me había dicho.

Keith era adorable, pero cuando me metí en la cama, en el único en el que pensaba era en Iván.

El jueves resultó ser un día muy corto en el trabajo porque había acabado mi sección de moda con dos semanas de antelación. Estaba deseando irme de la oficina a tiempo y hacer unas compras de última hora antes de marcharme a casa. Todavía tenía uno de los pasteles de Iván en el congelador y me imaginé a mí misma calentándolo y metiéndome en la cama con un libro. Bajé las escaleras hasta el vestíbulo y me quedé clavada en el sitio cuando me encontré al propio Iván esperando allí. Llevaba puesto su traje elegante, pero tenía el pelo revuelto y el semblante pálido.

– ¡Iván! -exclamé, conduciéndole a la sala de espera-. ¿Qué sucede?

No dijo nada, por lo que comencé a preocuparme. Me preguntaba si aquel presentimiento que había tenido se estaba haciendo realidad. Finalmente, se volvió hacia mí y se echó las manos a la cabeza.

– Tenía que verte. Quería esperar hasta que llegaras a casa, pero no pude.

– Iván, no me hagas esto -le rogué-. Dime, ¿qué ha sucedido?

Se presionó las manos contra las rodillas y me miró a los ojos.

– Ese hombre con el que te estás viendo… ¿es una relación seria?

Mi mente se puso en blanco. No sabía cómo responderle, así que le dije lo único que se me ocurrió.

– Quizás.

Mi respuesta pareció calmarle.

– ¿Así que no estás segura? -preguntó.

Sentí que cualquier cosa que dijera parecería tener más importancia de lo que debería, por lo que permanecí en silencio y decidí que era mejor escuchar primero lo que él tenía que decirme.

– Anya -dijo, mesándose el pelo-, ¿es totalmente imposible que llegues a amarme?

Su tono sonaba enfadado, y un escalofrío me recorrió la espalda.

– Me presentaron a Keith antes de verte de nuevo. Estoy empezando a conocerle.

– Supe lo que sentía por ti en el momento en que te vi en Tubabao y después, de nuevo, cuando te vi en la playa. Pensé que ahora que nos hemos vuelto a encontrar, ya habrías aclarado tus sentimientos.

La cabeza comenzó a darme vueltas. No tenía ni la menor idea de qué sentía por Iván. Sí que le quería de cierta manera, eso sí lo sabía, si no, no me habrían preocupado sus sentimientos. Pero quizás no le amaba como él deseaba. Era demasiado intenso y me asustaba. Era más fácil estar con Keith.

– No sé lo que siento…

– No eres demasiado clara -me interrumpió Iván-. Pareces estar viviendo tu vida en una especie de confusión emocional.

Entonces, me tocó el turno de enfadarme, pero la sala se estaba llenando de trabajadores del Sydney Herald que se estaban marchando a casa, por lo que hablé en voz baja:

– Quizás, si no me asaltaras repentinamente con tus sentimientos, tendría tiempo de comprender los míos. No tienes paciencia, Iván. Eres muy inoportuno.

No me contestó, y ambos permanecimos en silencio durante unos minutos. Entonces, me preguntó:

– ¿Qué puede ofrecerte ese hombre? ¿Es australiano?

Reflexioné sobre sus palabras y rebatí:

– A veces, es más fácil estar con alguien que te hace olvidar.

Iván se puso en pie y me dedicó una mirada feroz, como si le hubiera abofeteado. Miré a mis espaldas, con la esperanza de que nadie de la sección femenina -o peor aún, Keith- pudiera vernos.

– Hay algo mucho más importante que olvidar, Anya -sentenció Iván-. Lo que cuenta de verdad es lograr comprender.

Se volvió y se apresuró a abandonar el vestíbulo, mezclándose con la multitud que salía a la calle. Contemplé la riada de trajes y vestidos, tratando de entender qué acababa de ocurrir. Me preguntaba si Caroline habría sentido la misma sorpresa e incredulidad que yo el día que la atropelló el tranvía.

No regresé a casa para pasar la relajante velada que había planeado. Me senté en la playa con el traje del trabajo, las medias y los zapatos puestos y mi bolso al lado. Busqué la quietud del océano. Quizás estaba destinada a quedarme sola, o puede que fuera incapaz de amar a nadie. Me cogí la cara entre las manos, tratando de ordenar mis confusos sentimientos. Keith no trataba de hacerme decidir nada, y ni siquiera el arrebato emocional de Iván era lo que me estaba haciendo sentir presión. Era otra cosa en mi interior. Desde que me había enterado de la muerte de Dimitri, me había sentido cansada y harta. Una parte de mí no veía ningún futuro, independientemente de la decisión que tomara.

Contemplé la puesta de sol y esperé hasta que hizo demasiado frío para permanecer al aire libre. Me demoré paseando, y me quedé de pie a las puertas del edificio de mi apartamento durante mucho rato, mirando hacia arriba. Todas las ventanas tenían luz salvo la mía. Metí la llave en la puerta de entrada y me sobresalté cuando ésta se abrió antes de que yo la empujara. Vitaly estaba en el descansillo.

– ¡Anya! ¡Llevamos toda la tarde esperándote! -me dijo, con el rostro inusitadamente tenso-. Rápido, ¡entra ya!

Le seguí hasta el apartamento de Betty y Ruselina. Las dos ancianas estaban sentadas en la sala de estar. Irina también se encontraba allí, apoyada en el borde del brazo del sillón. Se levantó de un salto cuando me vio y me estrechó entre sus brazos.

– ¡El padre de Vitaly ha recibido una carta de su hermano, después de todos estos años! -me gritó-. ¡Trae noticias sobre tu madre!

– ¿Mi madre? -tartamudeé, sacudiendo la cabeza.

Vitaly dio un paso adelante.

– Junto a la carta de mi padre había una especial para ti. Mi padre la ha reenviado desde Estados Unidos por correo certificado.

Miré fijamente a Vitaly, con incredulidad. Aquel momento no parecía real. Había esperado tanto a que sucediera que no sabía cómo reaccionar ahora.

– ¿En cuánto tiempo estará aquí? -pregunté. Mi voz no parecía mía. Sonaba a una Anya Kozlova de trece años. Pequeña, asustada y perdida.

– Tardará entre siete y diez días -respondió Vitaly.

Apenas oí lo que me decía. No sabía qué hacer. Realmente no era capaz de hacer nada. Me paseé por la habitación en círculos, agarrándome a los muebles para calmarme. Después de lo que había ocurrido aquel día, parecía que el mundo había perdido consistencia. El suelo tembló bajo mis pies como cuando el barco que me había sacado de Shanghái surcaba las olas. Tendría que esperar entre siete y diez días para unas noticias que habían tardado casi la mitad de mi vida en llegarme.

18

LA CARTA

Me resultaba imposible comportarme con normalidad mientras estaba esperando la carta proveniente de Estados Unidos. Incluso cuando me sentía tranquila, un momento después comenzaba a darle vueltas a la cabeza de nuevo. En el periódico, podía leer un artículo hasta tres veces sin prestarle ninguna atención. Cuando iba a comprar, apilaba latas y paquetes de productos en la cesta, y al llegar a casa, me percataba de que no había traído nada de utilidad. Tenía la piel cubierta de magulladuras porque me chocaba contra las sillas y las mesas. Me bajaba de la acera en calles concurridas sin mirar, hasta que los bocinazos y los gritos de los conductores furiosos me devolvían a la realidad. Me puse las medias al revés para acudir a un pase de modelos y, si no me paraba a pensarlo, llamaba «Betty» a Ruselina, «Ruselina» a Betty e «Iván» a Vitaly. Tenía el estómago revuelto como si hubiera bebido demasiado café. Me despertaba por las noches bañada en sudor. Me sentía completamente sola. Nadie podía ayudarme. Nadie podía consolarme. Era más que probable que la carta trajera malas noticias, porque, si no, no hubiera estado lacrada y dirigida a mí personalmente. Quizás los padres de Vitaly la habían leído y habían preferido reenviármela sin más, en lugar de transmitirme ellos mismos su triste contenido.