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Sin embargo, a pesar de haber intentado racionalizar el asunto y haber tratado de prepararme para lo peor, anhelaba contra toda esperanza que mi madre estuviera viva y que la carta fuera suya. No obstante, no lograba ni imaginarme lo que podría leer en una carta así.

Después del séptimo día, mi tiempo giraba en torno a las visitas diarias a la oficina de correos en compañía de Irina, donde nos poníamos a la cola para enfrentarnos a las miradas hostiles de los empleados.

– No, su carta no ha llegado. Le enviaremos una notificación a su domicilio cuando llegue.

– Pero es que es una carta muy importante -les decía Irina, tratando de ganarse un poco de comprensión-. Por favor, comprendan nuestra inquietud.

Sin embargo, lo único que hacían los empleados era mirarnos con suficiencia, descartando nuestro drama personal con un gesto de la mano, como si fueran reyes y reinas en lugar de simples funcionarios. E, incluso cuando la carta no llegó en diez días y yo sentía que las costillas se me iban a quebrar, aplastándome los pulmones y cortándome la respiración, no se dignaron a mostrar un mínimo de amabilidad para llamar a otras oficinas de la zona y preguntarles si mi carta les había llegado por error. Se comportaban como si tuvieran toda la prisa del mundo, incluso cuando no había nadie más a quien atender, excepto a Irina y a mí.

Vitaly envió un telegrama a sus padres, pero lo único que pudieron hacer fue verificar la dirección.

Para tratar de quitarme de la cabeza la carta, fui con Keith una tarde a Royal Randwick. Keith estaba ocupado con la temporada de deportes de verano, además de con los acontecimientos habituales, pero trataba de salir conmigo cuando podía. Diana me había dado el día libre, y Keith iba a entrevistar a un entrenador hípico llamado Gates y a elaborar un reportaje sobre las carreras de la tarde. Ya había estado muchas veces en las pistas para realizar reportajes de la sección femenina, aunque en ninguna ocasión había permanecido allí más que lo que se tardaba en hacer las fotografías del atuendo de los asistentes. Nunca me había interesado lo suficiente como para quedarme a ver las carreras, pero era mejor que pasarme el día sola.

Miraba desde la terraza del bar del hipódromo mientras Keith entrevistaba a Gates en la zona de ensillado. Su caballo, Stormy Sahara, era un alazán purasangre con una veta de pelaje blanco y unas patas tan largas como el cuerpo entero de su jinete. Su entrenador era un hombre curtido, con un anzuelo en el gorro y un cigarrillo medio consumido colgado del borde de los labios. Diana a menudo repetía que se podía decir cómo de bueno era un reportero por el modo en el que la gente contestaba a sus preguntas en las entrevistas. Aunque Gates debía de tener muchas cosas en la cabeza, le estaba prestando a Keith toda su atención.

Una mujer estadounidense y su hija, vestidas con trajes y sombreros de Chanel, se aproximaron a la línea amarilla que delimitaba la zona de apuestas y la zona privada del bar, y echaron un vistazo desde allí, como si estuvieran tratando de localizar un pez en un estanque.

– ¿Es cierto que las mujeres tienen prohibido traspasar esta línea? -me preguntó la madre.

Asentí con la cabeza. En realidad, aquel borde no era una línea de prohibición para las mujeres, era una línea para marcar la zona exclusiva de los socios. Sin embargo, estaba claro que las mujeres no podían ser socias.

– ¡Es totalmente increíble! -comentó ella-. ¡No había visto una cosa así desde que estuve en Marruecos! Y dígame, ¿qué hago si deseo apostar?

– Bueno -le respondí-, su acompañante masculino puede hacer la apuesta por usted o puede usted salir al exterior y hacer su apuesta desde el lado que no está reservado para socios. Pero, aun así, no estaría bien visto.

La mujer y su hija se echaron a reír.

– Eso es mucha molestia. ¡Qué país más machista es éste!

Me encogí de hombros. Nunca me había parado a pensarlo antes. A fin de cuentas, lo que a mí me interesaba siempre había estado en la zona de mujeres.

Mi primera parada solía ser el tocador. Allí, las mujeres se afanaban en dar los toques finales a su maquillaje, aplicarse el lápiz de ojos, colocarse bien el sombrero o el vestido y estirarse las costuras de las medias. Era un buen lugar para ponerse al día de los cotilleos y enterarse de quién llevaba vestidos de Dior verdaderos y quién imitaciones. Allí solía encontrarme con una mujer italiana llamada Maria Logi. Tenía un tipo parecido al de Sofía Loren, de piel dorada y una silueta voluptuosa. Su acaudalada familia lo había perdido todo durante la guerra y, al llegar a Australia, había intentado introducirse de nuevo en los círculos adecuados. Sin embargo, no había sido capaz de casarse con ningún miembro de la alta sociedad y, en cambio, se había convertido en la esposa de un famoso jinete. Había una regla no escrita en la sección femenina que consistía en que, aunque era aceptable retratar en los artículos a las mujeres e hijas de los entrenadores y los dueños de caballos, no lo era fotografiar a las esposas de los yoqueis, independientemente de lo ricos que fueran o de los triunfos que obtuvieran.

Maria trató de sobornarme una vez para que publicara su fotografía. No acepté, pero le dije que, si se compraba un vestido de un buen diseñador australiano, saldría en mi especial sobre la moda en las carreras. Apareció con un vestido de lana color crema confeccionado por Beril Jents. El color le sentaba muy bien, en contraste con su bronceada piel, y lo llevaba con un pañuelo amarillo al cuello y con mucho glamour italiano. ¿Cómo podía negarme a convertirla en el centro de atención de mi cámara?

– Me has hecho un favor, así que tengo que devolvértelo -me dijo después, cuando me la encontré en el tocador-. Mi marido tiene muchos amigos. Te encontraré un guapo jinete para que te cases con él. Son buenos maridos. No son agarrados cuando toca gastar en sus mujeres.

Me eché a reír y le dije:

– Mira qué alta soy, María. Ningún jinete se interesaría por mí.

Maria negó con el dedo y me contestó:

– Te equivocas. Les encantan las mujeres esculturales. Mira, si no, sus caballos.

Me volví hacia la mujer estadounidense y su hija.

– El césped no siempre es más verde al otro lado -les dije-. Las mujeres aficionadas a las carreras son conocidas por su belleza, encanto e ingenio. Sin embargo, rara vez he oído comentar algo así sobre sus maridos.

– ¿Qué pasaría si cruzáramos la línea? -preguntó la hija. Pisoteó la línea y puso un pie del lado de los socios. Su madre la imitó. Se quedaron allí, con las manos en las caderas, pero la carrera de la tarde estaba a punto de comenzar y, excepto por una mirada obscena que les dedicó un anciano, nadie más les prestó demasiada atención.

Keith corrió hacia mí, ondeando en el aire su cartilla de apuestas.