Había creído, durante tanto tiempo, que el inmenso vacío provocado en mí por la ausencia de mi madre acabaría por cerrarse un buen día que, ahora, me resultaba imposible admitir de repente que aquel vacío nunca se cicatrizaría.
Una semana más tarde, Irina se presentó ante mi puerta con una toalla y una pamela en la mano.
– Anya, no puedes seguir tumbada en la cama eternamente. Tu madre no habría querido que lo hicieras. Vamos a la playa. Iván va a competir durante el festival. Es la última vez que lo hará antes de regresar a Melbourne.
Me senté, incluso ahora me pregunto por qué lo hice. La propia Irina pareció sorprendida cuando me moví. Quizás, después de una semana acostada, me daba cuenta de que la única cosa que detendría aquel dolor era ponerse en pie. Sentía la cabeza nebulosa y las piernas débiles, como las de alguien que ha guardado cama durante mucho tiempo por una larga enfermedad. Irina interpretó mi movimiento como una autorización para levantar las persianas. La luz del sol y los sonidos del océano me causaron un gran impacto debido al estado espectral en el que me encontraba, y levanté la mano para protegerme la vista. Aunque íbamos a nadar, Irina insistió en que me duchara y me lavara el pelo.
– Eres demasiado bonita como para salir a ningún sitio con este aspecto -me dijo, mientras señalaba con un dedo mi melena enredada y me empujaba hacia la puerta del baño.
– Deberías haber sido enfermera -murmuré, y entonces recordé lo malas enfermeras que habíamos sido la noche de la tormenta. Tan pronto como entré en la ducha y encendí los grifos, el agotamiento volvió a vencerme. Me dejé caer en el borde de la bañera, enterré la cara entre las manos y me eché a llorar.
«Todo es por mi culpa -pensé-, Tang fue tras ella porque yo me escapé.»
Irina me apartó el pelo de la cara, pero no prestó atención a las lágrimas. Me empujó bajo el agua y comenzó a enjabonarme firmemente el cabello. El champú olía a caramelo y era del color de la yema de huevo.
El festival supuso para mí un brusco regreso al mundo de los vivos. La playa estaba llena de personas tomando el sol con la piel totalmente untada de aceites, mujeres con sombreros de paja, niños con flotadores a la cintura, hombres con crema de cinc en la nariz, ancianos sentados en mantas y los socorristas de todos los clubes de Sídney. Me había sucedido algo en los oídos durante la última semana. Mis conductos auditivos estaban bloqueados. Los sonidos me parecían insoportablemente altos y, un segundo después, se desvanecían en el silencio. El malestar que me causó el llanto de un bebé hizo que tuviera que taparme los oídos, pero cuando dejé caer las manos, no podía oír nada en absoluto.
Irina me cogió de la mano para que no nos perdiéramos mientras nos abríamos paso para llegar al frente de la muchedumbre. El sol que se reflejaba aquella mañana en el agua era engañoso, porque el océano estaba plagado de turbulencias y las olas eran altas y peligrosas. Ya habían rescatado del agua a tres personas, incluso aunque estaban nadando en la zona delimitada por las boyas. Se había hablado de cerrar la playa y cancelar el festival, pero el barco guardacostas había considerado que las condiciones eran lo bastante seguras.
Los socorristas marcharon con sus banderas detrás, tan orgullosos como militares. Manly, Mona Vale, Bronte, Queensliff. Los socorristas del Club de Salvamento y Surf de Bondi Norte llevaban mono de baño con los colores del club: marrón, rojo y blanco. Iván era el encargado de la correa. Llevaba la cabeza bien alta y su cicatriz era invisible a la brillante luz del sol. Me sentí como si fuera la primera vez que estuviera viendo su rostro de verdad, con la mandíbula fija en una expresión decidida como la de un héroe clásico. Dispersos entre la multitud, grupos de mujeres gritaban palabras de ánimo a los hombres. Al principio, Iván se encogió avergonzado por sus atenciones, suponiendo que no iban dirigidas a él, pero, animado por los otros vigilantes, aceptó un abrazo de una mujer rubia y los besos que sus amigas le lanzaban en el aire. Verle disfrutar tan tímidamente fue lo único que me produjo felicidad en toda la semana.
Si hubiera sido más inteligente, más sana de corazón, podría haberme casado con Iván cuando me lo pidió, pensé. Quizás podríamos habernos dado algo de felicidad y consuelo mutuos. Pero era demasiado tarde para eso. Era demasiado tarde para todo, salvo para el arrepentimiento.
Iván y su equipo aproximaron su barco al borde del agua. La multitud de la playa los vitoreó, silbando y gritando: «¡Bondi, Bondi!». Irina llamó a Iván, él se volvió hacia nosotras y nuestras miradas se encontraron. Me sonrió, y sentí la calidez de su sonrisa recorriéndome hasta alcanzarme el corazón. Sin embargo, un instante después, él se volvió, y yo sentí frío de nuevo.
Sonó el silbato y los equipos se lanzaron al agua. Chocaron contra las altas olas que rompían contra las proas de los barcos. Un barco viró de lado contra la ola y volcó. La mayoría de los socorristas saltaron a tiempo, pero uno de ellos se quedó atrapado debajo, y tuvieron que rescatarle. El juez de la carrera se aproximó a la orilla corriendo, pero era demasiado tarde para ordenar a los demás que regresaran, porque ya habían sobrepasado el rompeolas. La multitud enmudeció, porque todo el mundo comprendió que la emoción había terminado, que la carrera podía tener un final fatídico en aquellas condiciones. Durante diez minutos, no pudimos ver a los cuatro barcos restantes porque estaban más allá de las olas. Se me hizo un nudo en el pecho. ¿Qué ocurriría si perdía también a Iván? Entonces, oteé los remos de los barcos que volvían, elevados sobre la espuma. El barco de Iván iba a la cabeza, pero a todo el mundo había dejado de importarle la carrera. Luché por deshacerme del sentimiento de pánico que me atenazaba. Escuché el gemido de la madera y me di cuenta de que el barco estaba empezando a resquebrajarse, como las briznas de paja que se sueltan de un sombrero. Los socorristas tenían los rostros petrificados por el miedo, pero la expresión de Iván era tranquila. Les gritaba órdenes a los miembros de su equipo y, gracias a algún tipo de milagro, consiguieron mantener el barco unido con sus propias manos mientras Iván sostenía firmemente el timón, hasta que, al final, logró dirigirlos de vuelta a la playa. Los simpatizantes del equipo de Bondi Norte enloquecieron. Pero Iván y sus compañeros no se preocuparon por haber ganado. Saltaron fuera del barco y de nuevo al mar, para ayudar a los otros participantes a regresar sin incidentes a la playa. Cuando todo el mundo estaba de nuevo sobre la arena, la multitud comenzó a aclamarles. «¡Queremos ver al hombre! -coreaban-. ¡Queremos ver al hombre!» Los vigilantes que estaban alrededor de Iván lo auparon en el aire, como si fuera tan ligero como una bailarina. Lo llevaron a hombros entre la muchedumbre y lo lanzaron sobre un grupo de chicas que saltaron sobre él, regocijándose y retorciéndose.
Irina se volvió hacia mí, riéndose. Pero no podía oírla. Había perdido totalmente el sentido del oído. Su piel bronceada brillaba bajo la luz del sol y en su cabello salado por la brisa marina se habían formado unos atractivos rizos de sirena. Corrió hacia Iván y comenzó a jugar a arrebatarle el gorro. La multitud avanzó y me fue empujando hasta que me encontré de pie fuera del gentío, totalmente sola.