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– Gracias -le dije, entrelazando mis dedos con los suyos. Entonces supe que, fuera lo que fuese lo que antes me impedía amarle, había desaparecido. Cuando me tocó, quise volver a vivir. Él tenía la suficiente fuerza como para sostenernos a ambos.

19

MILAGROS

Nosotros, los rusos, somos pesimistas. Nuestras almas son oscuras. Creemos que la vida es un sufrimiento aliviado únicamente por breves momentos de felicidad, que pasan tan rápido como las nubes en un día de viento, y a los que les sigue la muerte. Por su parte, los australianos son pesimistas de una variedad más rara. Ellos también creen que la vida es dura, y que las cosas tienden a empeorar con mucha más frecuencia que a mejorar. Sin embargo, incluso cuando la tierra de la que crece su sustento se seca como una roca y todo su ganado muere, siguen levantando la mirada al cielo y esperan un milagro. El año que cumplí treinta y seis, cuando la esperanza comenzaba a abandonarme, experimenté dos milagros consecutivos.

El año anterior, Iván y yo nos habíamos mudado a nuestro nuevo hogar en Narrabeen. La construcción de aquella casa había sido un proyecto que había durado dos años y que había comenzado con la inspección de un terreno sobre una colina en una esquina de Woorarra Avenue. Estaba cubierto de eucaliptos, angophoras y helechos arborescentes, y tenía vistas a una laguna. Iván y yo nos enamoramos a primera vista de aquel lugar. Él recorrió el borde de la parcela, apartando la hojarasca de helechos espada y saltando sobre las rocas, mientras yo tocaba la gravilla y las fucsias autóctonas y comenzaba a imaginarme un jardín vivo y exótico, habitado por frondosas plantas de mi segunda tierra natal. Dos años más tarde, una casa de dos pisos se erigía en medio del terreno, con paredes pintadas de color manzana y naranja, y moqueta en todo el piso. El baño estaba decorado con un mosaico de azulejos y revestido de madera. La cocina de estilo escandinavo tenía vistas a la piscina, y los ventanales triples de la sala de estar daban a un balcón desde el que también se veía el agua.

Tenía cuatro habitaciones: la nuestra, que era el dormitorio principal con baño, una en el primer piso, que yo utilizaba como oficina, la habitación de invitados con dos camas individuales, y una soleada habitación al lado de la nuestra que no tenía ningún tipo de mobiliario. Aquel cuarto representaba nuestra desdicha, la única tristeza que habíamos conocido desde que estábamos felizmente casados. A pesar de todos nuestros esfuerzos, Iván y yo no habíamos sido capaces de concebir un hijo, y empezaba a parecer improbable que lo consiguiéramos. Él ya tenía cuarenta y cuatro años y, en aquella época, se consideraba que yo, con treinta y seis, ya había sobrepasado hacía tiempo la edad fértil femenina. Sin embargo, sin haberlo expresado con palabras, habíamos dejado vacía aquella habitación para nuestro bebé, como si esperáramos que, reservándole un bonito lugar, acabaría por aparecer. Eso es a lo que me refería cuando hablaba de levantar la mirada al cielo y esperar un milagro.

Me la había imaginado con frecuencia, aquella niña que no se haría realidad. Era la misma con la que soñé en Shanghái, cuando anhelaba un bebé al que poder querer. No había llegado, pensaba, porque Dimitri no era el hombre adecuado para ser padre. Pero Iván era un buen hombre, un hombre capaz de proporcionar mucho amor y de hacer grandes sacrificios. Me escuchaba y recordaba lo que le decía. Cuando hacíamos el amor, me cogía el rostro entre las palmas de sus manos y me miraba tiernamente a los ojos. Y aun así, mi niña no había venido. La llamaba mi niñita corredora, porque, siempre que me la imaginaba, era eso lo que estaba haciendo. A veces, en el supermercado, la veía mirándome a hurtadillas tras las conservas, con el oscuro cabello alborotado cayéndole sobre los ojos ambarinos. Me sonreía con unos brillantes labios color rosa, con una sonrisa enjoyada por dientecillos en miniatura. Y entonces, tan pronto como había aparecido, salía corriendo. Acudía al jardín de nuestra nueva casa, al que yo le dedicaba muchas horas, trabajando como una loca, para compensar la incapacidad de no haberla podido traer al mundo. Escuchaba su risa alegre entre los calistemos carmesíes y, cuando me volvía, sólo alcanzaba a ver brevemente sus regordetas piernas de bebé escapándose de mí. Corría y corría tan deprisa que nunca lograba cogerla. Mi niñita corredora.

Sin embargo, Irina y Vitaly habían sido más que fértiles. Habían tenido dos niñas, Oksana y Sofía, y dos niños, Fiódor y Yuri, y estaban planteándose la posibilidad de tener otro más. Irina se aproximaba a los cuarenta con mucha naturalidad. Se enorgullecía de sus anchas caderas, de su espesa piel color oliva y de los mechones grisáceos que adornaban su cabello. En cambio, yo todavía parecía una adolescente en el cuerpo de una mujer, delgada y nerviosa. La única concesión que le hacía a mi edad era que ahora llevaba el pelo recogido en un moño, igual que hacía mi madre.

Irina y Vitaly le habían comprado la cafetería a Betty y habían abierto otra más en el norte de Sídney. Se mudaron a una casa en Bondi con un pulcro jardín delantero y un cobertizo para el coche. Se dedicaban a aterrorizar a la población de la zona saltando al océano en mitad del invierno con media docena de amigos del Club ruso. En una ocasión, le pregunté a Irina si lamentaba no haber retomado su carrera de cantante. Se echó a reír y señaló a sus alegres niños, que estaban comiendo en la mesa de la cocina.

– ¡No! Esta vida es muchísimo mejor.

Tuve que dejar mi trabajo en el Sydney Herald cuando me casé con Iván, pero, después de varios años de aburrimiento por la falta de hijos, había aceptado la oferta de Diana para escribir una columna para la sección de estilo de vida. La Australia de los años sesenta era un país diferente del que yo había conocido en los cincuenta. Las mujeres jóvenes se habían hecho con las páginas de la sección femenina y con otras áreas del periodismo. El «poblar o perecer» había cambiado por completo la cara de la nación, que había pasado de ser un clon británico a un país cosmopolita, con nuevos alimentos, nuevas ideas y nuevas pasiones, que se combinaban con el legado de la tradición británica. La columna me mantenía en contacto con el mundo un par de días a la semana y me ayudaba a no pensar demasiado en lo que me faltaba en la vida.

También experimentamos una triste pérdida. Un día que fui a visitar a Ruselina y a Betty a su piso, me sorprendí al encontrar que la vibrante y enérgica Betty había envejecido repentinamente. Estaba encorvada, y su piel le colgaba como un vestido demasiado grande.

– Lleva así de desganada desde hace un par de semanas -me susurró Ruselina.

Insistí en que Betty tenía que ir al médico para que le hiciera un reconocimiento. El médico la envió a un especialista, y a la semana siguiente, ella volvió a recoger los resultados. Mientras Betty hablaba con el médico, me senté fuera, en la sala de espera, hojeando las revistas, convencida de que, de un momento a otro, la puerta de la consulta se abriría y el médico saldría a decirme que Betty necesitaba vitaminas o un cambio de dieta. No estaba preparada para la grave expresión de su semblante cuando me llamó. Le seguí dentro de su consulta. Betty estaba sentada en una silla, agarrándose a su bolso. Volví a mirar al médico y me dio un vuelco el corazón cuando me comunicó el diagnóstico: cáncer inoperable.

Cuidamos a Betty en su piso de Bondi todo lo que pudimos. A Irina y a mí nos preocupaba cómo se tomaría Ruselina la enfermedad de su amiga, pero ella era más fuerte que todos nosotros. Mientras Irina y yo llorábamos por turnos, Ruselina jugaba a las cartas con Betty y le cocinaba sus platos favoritos. Daban paseos nocturnos por la playa, y, cuando Betty ya no pudo ponerse de pie sin la ayuda de un bastón, se sentaban fuera y charlaban durante horas. Una noche, cuando estaba en la cocina, oí que Betty le decía a Ruselina: