– Trataré de volver y me reencarnaré en uno de los niños de Irina, si decide tener más. Sabréis que soy yo. Será el más travieso de tus nietos.
Cuando Betty se puso demasiado enferma como para continuar en casa, su estado se deterioró rápidamente. La contemplaba en la cama del hospital y pensaba en lo mucho que había menguado. Decidí poner a prueba mi teoría midiendo la distancia entre sus pies y el final de la cama con la mano, y descubrí que, desde que la habían ingresado, había encogido siete centímetros y medio. Cuando retiré la mano, Betty se volvió y me dijo:
– Cuando me encuentre con tu madre, le contaré lo guapa que te has puesto.
Una noche de septiembre, mientras Ruselina la estaba velando, nos llamaron para que acudiéramos al hospital. Betty había empeorado. Sus mejillas estaban hundidas y su rostro había empalidecido tanto que parecía iluminado por la luna. A medida que llegaba la mañana, la propia Ruselina comenzó a palidecer. La enfermera vino a ver cómo estábamos.
– Probablemente, estará entre nosotros hasta el mediodía, pero no mucho más -dijo, dándole palmaditas a Ruselina en el hombro-. Deberían comer algo y echarse un rato.
Irina se levantó, comprendiendo que, si Ruselina no se tomaba un descanso, no tendría fuerza suficiente para enfrentarse a lo que estaba por llegar. Vitaly e Iván se fueron con las dos, mientras yo me quedaba para seguir velando a Betty. Tenía la boca abierta, y su respiración irregular y el zumbido del aire acondicionado eran los únicos sonidos que se escuchaban en la habitación. Parpadeaba de vez en cuando, como si estuviera soñando. Alargué la mano, le toqué la mejilla y recordé el primer día que la vi, de pie en el balcón de Potts Point, con su moño en forma de colmena y la boquilla de su cigarrillo. Era difícil creer que aquella mujer era la misma anciana consumida que ahora yacía frente a mí. Se me ocurrió que, si no me hubieran arrebatado prematuramente a mi madre, habríamos tenido que enfrentarnos a una separación similar a aquélla algún día. Entonces, comprendí que cualquier momento que compartamos con un ser querido es precioso, un tiempo muy preciado que no debemos desperdiciar.
Me incliné sobre ella y susurré:
– Te quiero, Betty. Gracias por haber cuidado de mí.
Se le contrajeron los dedos y parpadeó. Me gusta pensar que, si hubiera tenido fuerzas, se habría tocado el pelo y habría bizqueado una vez más.
El día que Betty murió, Irina y yo fuimos a recoger la ropa de Ruselina del piso. Estaba demasiado afectada como para volver allí ella sola y permaneció en casa de Vitaly e Irina. Irina y yo nos quedamos de pie, juntas, en la tercera habitación, en la que Betty había recreado el dormitorio de sus hijos en Potts Point. Todo estaba limpio y en su lugar, y sospeché que Ruselina había estado limpiando el polvo mientras Betty se encontraba enferma.
– ¿Qué hacemos con esta habitación? -le pregunté a Irina.
Irina se sentó en una de las camas, muy pensativa. Después de un rato, dijo:
– Creo que deberíamos quedarnos con las fotografías porque son de la familia. Pero el resto, podemos darlo en beneficencia. Betty y sus chicos ya no necesitarán estas cosas.
En el funeral, contra toda tradición rusa y australiana, Ruselina se puso un vestido blanco con un ramillete de hibiscos rojos prendido a la solapa. Y, después del velatorio, cogió un racimo de globos de colores y los soltó al cielo.
– Por ti, Betty -gritó-. Por todo el caos que debes de estar creando allá arriba.
No sé si creo en la reencarnación o no, pero siempre he pensado que, de poder nacer de nuevo, Betty hubiera encajado perfectamente en la generación del flower power.
Un año después de que nos mudáramos a nuestro nuevo hogar, ocurrió el primer milagro. Me quedé embarazada. La noticia rejuveneció a Iván, que se quitó veinte años de encima. Iba de aquí para allá dando brincos, le sonreía a todo y a nada, y me acariciaba el vientre antes de quedarse dormido por las noches.
– Este niño nos curará a los dos -decía.
Lilliana Ekaterina nació el veintiuno de agosto de ese año. Entre contracción y contracción, las enfermeras y yo escuchábamos la retransmisión radiofónica de la invasión soviética de Checoslovaquia, y recordé a mi madre más de lo que acostumbraba desde que me enteré de la noticia de su muerte. Pensé en las madres e hijas en Praga. ¿Qué les sucedería? Las enfermeras me cogían de la mano cuando las contracciones eran más intensas y bromeaban conmigo cuando remitían. Y cuando Lily se deslizó al exterior después de dieciséis horas de parto, me recordó poderosamente a mi madre, con su mata de pelo negro y sus extraordinarios ojos ambarinos.
La llegada de Lily fue un milagro porque, efectivamente, me curó. Creo sinceramente que el lazo que nos une a nuestra madre es lo más importante que hay. La muerte de la persona que nos trajo al mundo es uno de los puntos de inflexión de nuestras vidas. Pero la mayoría de la gente tiene, al menos, tiempo para prepararse. Cuando me separaron de mi madre a los trece años, me quedó la sensación de que estaba sola en el mundo, como una hoja mecida por el viento. Pero, cuando yo misma me convertí en madre, volví a anudar el vínculo. Sostener el cálido cuerpecillo de Lily entre los brazos, con su rostro rozándome el pecho, me recordaba todo lo que era bueno y por lo que valía la pena vivir. Y también curó a Iván. Durante su pasado, había perdido lo que era más preciado para él y ahora, en la madurez, en un país bañado por el sol y lejos de los malos recuerdos, podía reconstruir de nuevo sus ilusiones.
Iván fabricó un buzón de madera de pino, el doble de grande que cualquier otro buzón de la calle, para celebrar la llegada a casa de Lily. En la parte frontal, pegó la silueta de madera de un hombre con su esposa y su bebé. Cuando me sentí con fuerzas de retomar mis labores de jardinería, planté una mata de dampieras violetas alrededor del buzón. Una araña australiana se hizo su nido dentro del habitáculo del buzón y salía huyendo a toda prisa cada vez que yo abría la tapa para recoger el correo de la tarde. Unas semanas después, un buen día, la araña decidió trasladar su residencia a alguna otra parte y fue entonces cuando recibí la carta. Aquella carta que me traería el segundo milagro y lo cambiaría todo.
Estaba mezclada con el resto de la correspondencia y las facturas, pero, cuando la rocé, sentí un escalofrío en la punta de los dedos. El sello era australiano, pero el sobre estaba tan desgastado que parecía que hubiera pasado por cientos de manos antes de llegar a mí. Me senté junto a la piscina en un banco rodeado por macetas de gardenias, las únicas plantas no autóctonas de todo el jardín, y la abrí. Cuando leí el mensaje escrito en ella, fue como si me hubiera alcanzado un relámpago.
Si es usted Anna Victorovna Kozlova, la hija de Alina y Víctor Kozlov de Harbin, por favor, reúnase conmigo el lunes a mediodía en el comedor del Hotel Belvedere. Puedo conseguirle una visita con su madre.
La carta se me cayó de las manos y revoloteó sobre el césped. La contemplé mientras flotaba, como un barquito de papel. Traté de pensar quién podría ser su autor, quién se pondría en contacto conmigo, después de todos aquellos años, con noticias sobre mi madre. Cuando Iván llegó a casa, le enseñé la carta. Él se sentó en el sofá y se quedó inmóvil durante un largo rato.
– No me fío de la persona que ha escrito esto -me dijo-. ¿Por qué no pone su nombre? ¿Por qué no te pide que primero le llames por teléfono?
– ¿Por qué querría alguien mentir sobre mi madre? -le pregunté.
Iván se encogió de hombros.
– Podría ser un espía ruso. Alguien que quiere llevarte de vuelta a la Unión Soviética. Puede que ahora tengas la nacionalidad australiana, pero ¿quién sabe lo que te harían si acabaras allí? ¿O podría ser Tang?