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Cerré los ojos. Nunca podría perdonar a Tang por lo que había hecho, pero, por lo menos, ahora podía entender por qué su odio era tan implacable.

Después de un momento, el general retomó la historia.

– El día que dejé vuestra casa, no nos habían informado de nada, salvo de que Japón se había rendido y de que Hiroshima y Nagasaki habían sido destruidas. Sólo años después llegué a hacerme una idea de la magnitud de lo que había sucedido en mi ciudad nataclass="underline" cientos de miles de personas muertas y heridas, y miles que enfermaron posteriormente y murieron lentamente, falleciendo entre grandes dolores. Cuando me estaba alejando de Harbin, me encontré con mi ayudante. Me contó que habían interrogado a tu madre y que la iban a deportar a la Unión Soviética. Lo sentí, pero decidí que lo único que podía hacer era salvarme a mí mismo, y que debía regresar a Japón para enterarme de qué les había sucedido a mi esposa y a mi hija. Sin embargo, de camino, tuve una fatídica visión. Vi a mi mujer, Yasuko, de pie sobre una colina en el horizonte, esperándome. Me aproximé a ella y me percaté de que tenía la piel agrietada y seca como una jarra de arcilla. Había una pequeña sombra de pie, sujeta a su codo, que estaba llorando. Era Hanako, mi hija. La sombra se me acercó corriendo, pero desapareció tan pronto como me tocó, ardiendo junto a mí. Me levanté la camisa y noté que la piel se me estaba despegando del cuerpo, como una cascara de plátano. Entonces comprendí que estaban muertas y que la causa de que las hubieran matado era que yo os había descuidado a ti y a tu madre. Quizás el espíritu de tu padre se había vengado de mí.

»A partir de entonces, tuve que moverme deprisa. Sabía que el tren se aproximaría a la frontera cuando cayera la noche. Estaba asustado y no sabía bien qué hacer. Todas las ideas que se me ocurrían me parecían condenadas al fracaso. Entonces, recordé que Tang había trabajado para los soviéticos. Robé unos trapos de una granja y los utilicé para vendarme las manos. Llené los vendajes de ratones muertos para imitar el olor a carne putrefacta que Tang siempre desprendía después de haber escapado del campo de internamiento. Haciéndome pasar por él, fui capaz de conseguir un avión que me llevó a la frontera, donde convencí a tres guardias comunistas para que me acompañaran a interceptar el tren y a ejecutar a tu madre.

El general detuvo su narración durante un momento, frunciendo los labios. Había dejado de ser el impresionante personaje de mi niñez. Era un hombre frágil y tembloroso, sobrecargado por el peso de sus recuerdos. Levantó la mirada hacia mí como si me hubiera leído el pensamiento.

– Probablemente, aquél fue el plan más estrafalario que puse en práctica en toda mi vida -continuó-. Y no tenía ni la menor idea de si iba a funcionar o de si lo único que conseguiría sería hacer que nos mataran a tu madre y a mí. Cuando tomé al asalto el tren-prisión, tu madre abrió los ojos como platos, y supe que me había reconocido. Hice que uno de los guardias la arrastrara por el pelo hasta la puerta, y ella se revolvió y gritó como una verdadera actriz. Hasta el último momento, los guardias pensaron que la íbamos a fusilar. En vez de eso, la tiré cuerpo a tierra, forcejeé con los guardias por hacerme con su pistola, disparé a los faros del coche y les disparé a ellos.

– ¿Adónde fueron ustedes después? -le preguntó Iván. Apreté su brazo firmemente con los dedos para sostenerme en él. Él era la única cosa sólida a mi alrededor. Las paredes del comedor parecían estar moviéndose, cerrándose sobre mí. Sentía la cabeza liviana. Todo era irreal. Mi madre. Mi madre. Mi madre. Estaba volviendo a mi vida ante mis propios ojos después de tantos años en los que había tratado de aceptar que estaba muerta.

– Tu madre y yo nos apresuramos a volver a Harbin lo más rápido que pudimos -nos contó el general-. El viaje fue azaroso, y tardamos tres días en llegar allí. Tu madre destacaba más por su aspecto que yo, lo cual nos puso en peligro. Para cuando llegamos a la ciudad, los Pomerantsev se habían ido y tú también. Tu madre se derrumbó cuando descubrimos las cenizas de los cimientos de vuestra casa. Pero un vecino nos dijo que a ti te habían rescatado los Pomerantsev y que te habían enviado a Shanghái.

»Tu madre y yo decidimos que iríamos a Shanghái en tu busca. Pero no podíamos ir por Dairen, porque los soviéticos estaban deteniendo a los rusos que trataban de escapar por mar. En cambio, viajamos hacia el sur por ríos y canales, o por tierra. En Pekín, nos detuvimos en una casa cercana a la estación de ferrocarril, con la intención de viajar a Shanghái en tren a la mañana siguiente. Pero fue entonces cuando nos dimos cuenta de que nos estaban siguiendo. Al principio, pensé que me lo estaba imaginando, hasta que vi una sombra deslizándose tras tu madre cuando fue a comprar los billetes. La sombra de un hombre sin manos. "Si vamos a Shanghái, le conduciremos directamente hasta ella", le dije a tu madre, porque sabía que Tang ya no sólo estaba interesado en mí.

Le estrujé el brazo a Iván aún más fuerte cuando comprendí lo cerca que había estado mi madre de llegar hasta mí. Pekín sólo estaba a un día de Shanghái en tren.

– Los japoneses siempre habían estado interesados en Mongolia -prosiguió el general, con un tono de voz apremiante, como si estuviera recordando el terror que había experimentado aquellos días-. Parte de mi formación como espía había consistido en memorizar las rutas que los arqueólogos europeos habían utilizado para abrirse camino por el desierto de Gobi. Y, por supuesto, conocía la ruta de la seda.

»Le dije a tu madre que debíamos encaminarnos hacia el norte, hasta la frontera, donde lograríamos que Tang nos perdiera la pista en aquel terreno accidentado. Porque, allá donde nos dirigíamos, un hombre sin manos perecería, aunque fuera un hombre tan decidido como él. Mi objetivo era llevar a tu madre a Kazakstán y, después, hacer yo solo el viaje de vuelta a Shanghái. Al principio, tu madre se resistió, pero le dije: "Tu hija está segura en Shanghái. ¿De qué le servirás si te matan?".

»Podría parecer que llevar a tu madre a Kazajistán significaba ponerla en manos de los soviéticos. Pero el arte del espionaje consiste en fundirse en el ambiente, y Kazajistán era un caos después de la guerra. Cientos de rusos habían huido hasta allí para escapar de los alemanes, y había muchísima gente sin documentos identificativos.

»Unos jinetes con experiencia podrían haber hecho el viaje en tres meses, pero nosotros tardamos en llegar a Kazajistán dos años. Compramos caballos a una tribu de pastores, pero tuvimos que tener mucho cuidado en no extenuarlos por encima del límite de sus fuerzas, por lo que sólo pudimos viajar durante los siete meses de los veranos. Además de la presencia soviética en la frontera y de las guerrillas comunistas, tuvimos que enfrentarnos a tormentas de arena y a cientos de kilómetros de desierto pedregoso, e, incluso, uno de nuestros guías murió por la mordedura de una víbora. Si no llega a ser por las pocas palabras que yo sabía en mongol y por la hospitalidad de las tribus locales, tu madre y yo habríamos muerto. No sé qué fue de Tang. No volví a verle desde entonces y, obviamente, nunca te encontró. Me gustaría pensar que murió persiguiéndonos a través de las montañas. Hubiera sido la única muerte apropiada para su torturada alma. Aunque nos hubiera matado, no habría conseguido el alivio que necesitaba.

»Tu madre y yo llegamos a Kazajistán agotados por el viaje. Conseguimos unas habitaciones en casa de una mujer kazaja. Cuando recuperé fuerzas, le dije a tu madre que regresaría a China en tu busca. "Te separaron de tu hija por mi culpa -le dije-. Hice cosas durante la guerra para proteger a mi familia, pero, al final, no pude hacer nada por salvar a mi mujer y a mi hija. Tengo que enmendar vuestra situación, o ellas nunca podrán descansar en paz."

»"No es culpa tuya que haya perdido a mi hija -me respondió tu madre-. Los soviéticos nos habrían deportado a las dos a un campo de trabajo tras la guerra. Al menos, sé que está a salvo. Quizás ahora yo tenga también una nueva oportunidad gracias a ti."